Presento el texto completo de la segunda predicación del padre Cantalamessa. "Después
de haber meditado, en la primera predicación, sobre la paz como don de Dios,
reflexionamos ahora sobre la paz como tarea y compromiso por el que trabajar.
Estamos llamados a imitar el ejemplo de Cristo, convirtiéndonos en canales a
través de los cuales la paz de Dios puede alcanzar a los hermanos. Es la tarea
que Jesús indica a sus discípulos cuando proclama: “Bienaventurados los que
trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9). El término
eirenopoioi no significa los “pacíficos” (estos pertenecen a las
bienaventuranzas de los mansos, de no violentos); significa más bien
“pacificadores”, es decir, personas que trabajan por la paz.
1.
La paz de Jesús es la de César Augusto
Jesús
no nos ha exhortado sólo a ser trabajadores de paz, sino que nos ha enseñado
también, con el ejemplo y la palabra, cómo se llega a ser trabajadores de paz.
Dice a sus discípulos: “Les dejo la paz, les doy mi paz” (Jn 14, 27). En ese
mismo tiempo, otro gran hombre proclamaba la paz al mundo. En Asia menor se ha encontrado
una copia del famoso “Índice de las propias empresas” de César Augusto. En él,
el emperador romano, entre las grandes empresas realizadas por él, pone también
la de haber establecido la paz en Roma, un paz, ha escrito, “lograda entre
victorias” (parta victoriis pax) [1].
Jesús
revela que existe otro modo de trabajar por la paz. También la suya es una “paz
fruto de victorias”, pero victorias sobre sí mismo, no sobre los otros,
victorias espirituales, no militares. Sobre la cruz, escribe san Pablo, Jesús
“destruyendo la enemistad en su persona” (Ef 2,16): ha destruido la enemistad,
no el enemigo, la ha destruido en sí mismo, no en los otros.
El
camino a la paz propuesto por el Evangelio no tiene sentido sólo en el ámbito
de la fe; vale también en el ámbito político. Hoy vemos claramente que el único
camino a la paz es destruir la enemistad, no el enemigo. Los enemigos se
destruyen con las armas, la enemistad con el diálogo. He leído que alguno
regañó un día a Abraham Lincoln por ser demasiado cortés con los propios
adversarios políticos y le recordó que su deber de presidente era más bien
destruirlos. Él les respondió: “¿No
destruyo quizá a mis enemigos cuando les hago mis amigos?”
Es
la situación del mundo que reclama dramáticamente que se cambie el método de
Augusto con el de Cristo. ¿Qué hay en el fondo de ciertos conflictos
aparentemente insolubles, si no es precisamente la voluntad y la secreta
esperanza de llegar un día a destruir al enemigo?
Lamentablemente,
vale también para los enemigos lo que Tertuliano decía de los primeros
cristianos perseguidos: “Semen est sanguis chritianorum”: la sangre de los
cristianos es semilla de otros cristianos. También la sangre de los enemigos es
semilla de otros enemigos; en vez de destruirlos, les multiplica.
“¡No
podemos resignarnos --ha dicho el Papa en la reciente visita a Turquía,
refiriéndose a la situación en Oriente Medio-- a la continuación de los
conflictos, como si no fuera posible un cambio a mejor en la situación! Con la
ayuda de Dios, podemos y debemos siempre renovar la valentía de la paz!” Un
modo --a menudo el único que permanece-- de ser trabajadores de paz, es rezar
por la paz. Cuando ya no es posible actuar sobre las causas secundarias,
podemos siempre, con la oración, “actuar sobre la causa primera”. La Iglesia no
se cansa de hacerlo cada día en la Misa con esa cuidada invocación:
“Concédenos, Señor, la paz en nuestros días” da pacem Domine in diebus nostris.
Además
de a la paz política, el Evangelio puede contribuir también a la paz social. Se
repite a menudo la afirmación del profeta Isaías: “La paz es fruto de la
justicia” (Is 32,17). La “Evangelii gaudium” pone, al respecto, el dedo en la
llaga y denuncia, sin medias tintas, la que es hoy la mayor injusticia que
obstaculiza la paz. Dice:
“La
paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de
violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros. También sería
una falsa paz aquella que sirva como excusa para justificar una organización
social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que
gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin
sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden. Las reivindicaciones
sociales, que tienen que ver con la distribución del ingreso, la inclusión
social de los pobres y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el
pretexto de construir un consenso de escritorio o una efímera paz para una
minoría feliz. La dignidad de la persona humana y el bien común están por
encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus
privilegios”. [2]
2.
Paz entre las religiones
Delante
de los trabajadores de paz, se abre hoy un campo de trabajo nuevo, difícil y
urgente: promover la paz entre las religiones. El Parlamento mundial de las
religiones, en el encuentro de Chicago de 1993, lanzó esta proclamación: “No
hay paz entre las naciones sin paz entre las religiones y no hay paz entre las
religiones si no hay diálogo entre las religiones”.
El
motivo de fondo que permite un diálogo leal entre las religiones es que
“tenemos todos un único Dios”. El papa san Gregorio VII, en el año 1076,
escribía a un príncipe musulmán del Norte de África: “Nosotros creemos y
confesamos un sólo Dios, aunque si de forma distinta, cada día lo alabamos y
veneramos como creador de los siglos y gobernador de este mundo” [3]. Es la
verdad de la que también san Pablo inicia en su discurso el areópago de Atenas:
“En Él todos vivimos, nos movemos y existimos” (cfr. Hch 17,28).
Tenemos,
subjetivamente, ideas distintas sobre Dios. Para nosotros cristianos, Dios es
“el Padre del Señor Jesucristo” que no se conoce plenamente sino no “a través
de él”; pero objetivamente, sabemos bien que Dios no puede haber más que uno.
Cada pueblo y lengua tiene su nombre y su teoría sobre el sol, algunas más
exactas, otras menos, ¡pero sol hay sólo uno!
Fundamento
teológico del diálogo es también nuestra fe en el Espíritu Santo. Como Espíritu
de la redención y Espíritu de la gracia, Él es el vínculo de la paz entre los
bautizados de las distintas confesiones cristianas; pero como Espíritu de la
creación, o Espíritu creador, Él es un vínculo de paz entre los creyentes de
todas las religiones e incluso entre todos los hombres de buena voluntad. “Toda
verdad, por quien sea dicha -ha escrito santo Tomás de Aquino-, es inspirada
por el Espíritu Santo”. Como este Espíritu creador guiaba hacia Cristo los
profetas del Antiguo Testamento (1Pt 1,11), así nosotros los cristianos creemos
que, en la forma conocida sólo por Dios, guía a Cristo y a su misterio pascual
a las personas que viven fuera de la Iglesia” (cf. Gaudium et spes, 22).
Hablando
de la paz entre las religiones, se debe dedicar un pensamiento en parte a la
paz entre Israel y la Iglesia. También el Papa, en la “Evangelii gaudium”,
dirige una atención particular a este diálogo y concluye con estas palabras:
“Si
bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la
Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica
complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y
ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra, así como
compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación por la justicia y
el desarrollo de los pueblos” (EG, 249).
Esa
entre los judíos y los gentiles es, para Pablo, la primera paz que Jesús ha
realizado en la cruz. Escribe en la Carta a los Efesios:
"Porque
él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro
divisorio,la enemistad, anulando en su carne la Ley con sus mandamientos y sus
decretos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo
las paces, y reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la
cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad". (Ef 2, 14-16).
Este
texto ha dado lugar, en la tradición cristiana, a dos representaciones
iconográficas distintas y opuestas. En una, se ven a dos mujeres, ambas
dirigidas hacia al crucifijo. Este es el caso del crucifijo de San Damián en
Asís. En él, las dos mujeres a los lados de las manos del crucifijo -
contrariamente a las explicaciones que se dan por lo general - no son dos
ángeles (no llevan alas y son figuras femeninas); representan por el contrario,
según la más genuina visión de la Carta a los Efesios, una la Sinagoga y la
otra la Iglesia, unidas, no separadas, por la cruz de Cristo.
Para
convencerse, basta comparar este icono con el de la escuela más tardía de
Dionisij (s. XV), donde todavía se ven a dos mujeres, pero una, la Iglesia,
empujada por un ángel a la cruz, la otra echada por un ángel fuera de ella.
La
primera imagen representa el ideal y la intención divina, según lo expresado por
san Pablo; la segunda representa como han ido, por desgracia, las cosas en la
realidad de la historia. Una vez he mostrado a un rabino judío amigo mío las
dos imágenes. Casi conmovido, ha comentado: "Tal vez la historia de
nuestras relaciones habría sido diferente si, en lugar de la segunda, hubiera
prevalecido la primera visión". La fidelidad a la historia nos obliga a
decir que, si no ha sido así, por lo menos al principio, esto no ha dependido
sólo de los cristianos.
Debemos
regocijarnos y dar gracias a Dios de que hoy, al menos en espíritu, todos
estamos a favor de la visión del crucifijo de San Damián y no al revés.
Queremos que la cruz de Cristo sirva para volver a acercar a los judíos y a los
cristianos, no para contraponerlos; que también la celebración de la cruz del
Viernes Santo favorezca, en lugar de obstaculizar, este diálogo fraterno.
3.
Think globally, act locally
Un
lema muy de moda hoy dice: “Think globally, act locally”: piensa globalmente,
actúa localmente. Se aplica en particular a la paz. Hay que pensar a la paz
mundial, pero actuar por la paz a nivel local. La paz no se hace como la
guerra. Para hacer la guerra, se necesitan largos preparativos: formar grandes
ejércitos, preparar estrategias, establecer alianzas y luego pasar al ataque
compacto. Ay del que quisiera empezar primero, solo y separado; sería votado
para una derrota segura.
La
paz se hace exactamente al contrario: comenzando de inmediato, siendo los
primeros, incluso uno solo, también con un simple apretón de manos. La paz se
hace, decía el papa Francisco en una ocasión reciente,
"artesanalmente". Como mil millones de gotas de agua sucia nunca
harán un océano limpio, así miles de millones de personas sin paz y de familias
sin paz nunca harán una humanidad en paz.
También
nosotros, que estamos aquí reunidos, tenemos que hacer algo para ser dignos de
hablar de paz. Jesús, escribe el Apóstol, ha venido a anunciar "la paz a
los alejados y la paz a los cercanos" (Ef 2, 18). La paz con "los
cercanos" a menudo es más difícil que la paz con "los alejados".
¿Cómo podemos nosotros, los cristianos, llamarnos promotores de la paz, si
después nos peleamos entre nosotros? No me refiero, en este momento, a las
divisiones entre católicos, ortodoxos, protestantes, pentecostales, es decir,
entre las diversas confesiones cristianas; me refiero a las divisiones que a
menudo existen entre los que pertenecen a nuestra Iglesia católica, debido a
las tradiciones, tendencias o diferentes ritos.
Recordamos
las palabras severas del Apóstol a los Corintios:
"Os
exhorto, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que seáis
unánimes en el hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estéis
unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio. Porque, hermanos míos, estoy
informado de vosotros, por los de Cloe, que existen discordias entre vosotros.
Me refiero a que cada uno de vosotros dice: "Yo soy de Pablo",
"Yo de Apolo", "Yo de Cefas", "Yo de Cristo".
¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? (1 Co 1, 10-12).
El
tema de la Jornada Mundial de la Paz de este año es "Fraternidad,
fundamento y camino para la paz." Cito las primeras palabras del mensaje:
"La
fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional. La
viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada
persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es
imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y
duradera".
El
texto apunta a la familia como el primer ámbito en el que se construye y se
aprende a ser hermanos. Pero el mensaje también se aplica a otras realidades de
la Iglesia: a las familias religiosas, a las comunidades parroquiales, al
sínodo de los obispos, a la curia romana. "¡Vosotros sois todos
hermanos!" (Mt 23, 8), nos ha dicho Jesús, y si esta palabra no se aplica
dentro de la Iglesia, en el círculo más estrecho de sus ministros, ¿a quién se
aplica?
Los
Hechos de los Apóstoles nos presentan el modelo de una comunidad verdaderamente
fraterna, "de acuerdo", es decir, con "un solo corazón y un alma
sola" (Hch 4, 32). Por supuesto, todo esto no puede lograrse si no
"por el Espíritu Santo". Lo mismo sucedió a los apóstoles. Antes de
Pentecostés no eran un solo corazón y una alma sola; discutían a menudo sobre
quién de ellos era el más grande y más digno de sentarse a la derecha y a la
izquierda de Jesús. La venida del Espíritu Santo los transformó completamente;
les descentró de sí mismos y les centró en Cristo.
Los
Padres antiguos y la liturgia han entendido la intención de Lucas, de crear en
la narración de Pentecostés, un paralelismo entre lo que sucede en Pentecostés
y lo que había sucedido en Babel. Sin embargo, no siempre se aferra el mensaje
contenido en este paralelismo. ¿Por qué en Babel todos hablan el mismo idioma y
a un cierto punto nadie entiende más a los otros, mientras que en Pentecostés,
a pesar de hablar idiomas diferentes (partos, elamitas, cretenses, árabes...),
cada uno entiende a los apóstoles?
Sobre
todo una aclaración. Los constructores de la torre de Babel no eran ateos que
querían desafiar el cielo, sino hombres piadosos y religiosos que querían
construir un tempo con terrazas sobrepuestas, llamadas zigurats, de las cuales
aún quedan ruinas en Mesopotamia. Esto los vuelve más cercanos a nosotros de lo
que nos imaginamos. ¿Cuál fue entonces su gran pecado? Estos inician la obra
diciendo entre ellos:
“Vamos
a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego... Vamos a edificarnos una ciudad y
una torre con la cúspide en el cielo, y hagámonos famosos, por si nos
desperdigamos por toda la faz de la tierra” (Gn 11, 3-4).
Quieren
construir un templo a la divinidad, pero no para la gloria de la divinidad;
para convertirse en famosos; para crearse un nombre, no para hacer un nombre a
Dios. Dios es instrumentalizado, tiene que servir a su gloria. También los
apóstoles, en Pentecostés inician a construir una ciudad y una torre, la ciudad
de Dios que es la Iglesia, pero no para hacerse un nombre, sino para darlo a
Dios: “Les oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios” (Hch 2,
11). Están enteramente absorbidos por el deseo de glorificar a Dios, se han
olvidado de sí mismos y de hacerse un nombre.
San
Agustín ha tomado de aquí una idea para su grandiosa obra La Ciudad de Dios.
Existen, dice, dos ciudades en el mundo: la ciudad de Satanás, que se llama
Babilonia, y la ciudad de Dios, que se llama Jerusalén. Una está construida
sobre el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, y la otra sobre el amor a
Dios hasta el sacrificio de sí mismo. Estas dos ciudades son dos construcciones
en obras hasta el final del mundo y cada uno tiene que elegir e cuál de las dos
quiere dedicar su vida.
Cada
iniciativa, también la más espiritual, como es, por ejemplo, la nueva
evangelización, puede ser o Babel o Pentecostés. (También, naturalmente, esta
meditación que yo estoy dando). Es Babel si cada uno con ella intenta hacerse
un nombre; es Pentecostés si a pesar del sentimiento natural de lograr y
recibir aprobación, se reitera constantemente la propia intención, poniendo la
gloria de Dios y el bien de la Iglesia por encima de todos los deseos propios.
A veces, es bueno repetir para sí mismo las palabras que un día Jesús pronunció
delante de sus adversarios: “Yo no busco mi gloria” (Jn 8, 50).
El
Espíritu Santo no anula las diferencias, no aplana automáticamente las
divergencias. Lo vemos en lo que sucede en seguida después de Pentecostés.
Antes surge la divergencia sobre la distribución de víveres a las viudas,
después aquella más seria si, y con cuáles condiciones, acoger en la Iglesia a
los paganos. Pero no vemos por ello formarse partidos o frentes entre ellos.
Cada
uno expresa su propia convicción con respeto y libertad; Pablo va a Jerusalén a
consultar a Pedro, y en otra ocasión no tiene temor de hacerle ver una
incoherencia (cfr. Ga 2,14). Esto les permite, al concluir el debate de
Jerusalén, anunciar el resultado a la Iglesia con las palabras: “Hemos decidido
el Espíritu Santo y nosotros...” (Hch 15, 28).
Ha
sido trazado así el modelo para cada asamblea de la Iglesia. Con una diferencia
debida al hecho de que allí la encontramos en fase embrional, en la cual aún no
han sido delineados claramente los diversos ministerios y no se ha tomado acto
(no hubo ni el tiempo ni la necesidad), del primado otorgado a Pedro, al que le
corresponde hacer la síntesis y decir la última palabra.
Mencioné
a la Curia: ¡Que regalo para la Iglesia si ella fuera un ejemplo de
fraternidad! Ya lo es, al menos, mucho más de lo que el mundo y sus medios de
comunicación tratan de hacernos creer; pero puede llegar a serlo cada vez más.
La diversidad de opiniones, hemos visto, no debe ser un obstáculo insalvable.
Basta que, con la ayuda del Espíritu Santo, pongamos todos los días en el
centro de nuestras intenciones a Jesús y el bien de la Iglesia, y no el triunfo
de la propia opinión personal. San Juan XXIII, en la encíclica "Ad Petri
Cathedram" de 1959, utilizó una frase famosa, de origen incierto, pero de
perenne actualidad: “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus vero
caritas”: en las cosas necesarias, unidad; en las cosas dudosas, libertad; y en
todas, la caridad.
“Así
pues, si hay una exhortación en nombre de Cristo, un estímulo de amor, una
comunión en el Espíritu, una entrañable misericordia, colmad mi alegría,
teniendo un mismo sentir, un mismo amor, un mismo ánimo, y buscando todos lo
mismo. Nada hagáis por ambición, ni por vanagloria, sino con humildad,
considerando a los demás como superiores a uno mismo, sin buscar el propio
interés sino el de los demás” (Flp 2, 1-4).
Son
palabras dirigidas por san Pablo a su queridos fieles de Filipos, pero estoy
seguro de que también expresan el deseo del Santo Padre, hacia sus
colaboradores y todos nosotros.
Concluimos
con la oración que la liturgia nos hace recitar en la Misa votiva por la paz:
“Oh Dios, que llamas a tus hijos operadores de paz, haz que nosotros, tus
fieles, trabajemos sin cansarnos para promover la justicia que sola puede
garantizar una paz auténtica y duradera. Por Cristo Nuestro Señor. Amén”.
[1]
Monumentum Ancyranum, ed. Th. Mommsen, 1883.
[2]
Evangelii gaudium, 218.
[3]
Cit. de M. Introvigne, Benedetto XVI e l’islam, un magistero da riscoprire, en
“La nuova bussola quotidiana” del 12 de Agosto de 2014 (Diario online).