La
Iglesia católica siempre ha defendido el dogma de la Encarnación, sobre todo
desde el Siglo III donde tuvo que afirmar frente a Pablo Samosata promotor de
las ideas heréticas, en un concilio reunido en Antioquía, que “Jesucristo es
Hijo de Dios por naturaleza y no por adopción”. Posteriormente en el Concilio Ecuménico
de Nicea, en el año 325 se afirmó que el Hijo de Dios es “engendrado, no creado,
de la misma substancia del Padre”, también se condenó en ese mismo concilio a
Arrio que afirmaba que el Hijo de Dios había salido de la nada.
Parece
ser que estas herejías también se repiten hoy día, cuando muchos niegan que
Jesucristo fuera verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios,
peor aún muchos inclusive niegan su existencia o la ponen en duda. El Evangelio de San Juan es uno que
nos habla más claramente sobre este dogma al afirmar que “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra
era Dios” (Jn 1,1), también dice que “La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14),
por su parte Pablo en su carta a Timoteo manifiesta “Él ha sido manifestado en
la carne” (1 Tim 3,16).
Jesús
vino al mundo en condición de hombre para pagar nuestros pecados, para
mostrarnos la verdad , el camino y la luz (Jn 14,6), para que podamos estar en
comunión con el Padre a través de Él, ya que el velo del “Santuario se rasgo en dos, de arriba abajo” (Mt 27,51).
Jesús nos mostró que como hombres podemos llegar al cielo, Él nos abrió las
puertas de la vida eterna, por lo tanto debemos creer para comprender.
Dos
grandes padres de la Iglesia nos hablan muy claramente sobre este gran
misterio, el primero de ellos es San Atanasio que no s dice que “En el seno de la Virgen, se construyó un
templo, es decir, su cuerpo, y lo hizo su propio instrumento, en el que había
de darse a conocer y habitar; de este modo habiendo tomado un cuerpo semejante
al de cualquiera de nosotros, ya que todos estaban sujetos a la corrupción de
la muerte, lo entregó a la muerte por todos, ofreciéndolo al Padre con un amor
sin límites; con ello, al morir en su persona todos los hombres, quedó sin
vigor la ley de la corrupción que afectaba a todos, ya que agotó toda la
eficacia de la muerte en el cuerpo del Señor, y así ya no le quedó fuerza
alguna para ensañarse con los demás hombres, semejantes a él; con ello, también
hizo de nuevo incorruptibles a los hombres, que habían caído en la corrupción,
y los llamó de muerte a vida, consumiendo totalmente en ellos la muerte, con el
cuerpo que había asumido y con el poder de su resurrección, del mismo modo que
la paja es consumida por el fuego. Por esta razón, asumió un cuerpo mortal:
para que este cuerpo, unido al Verbo que está por encima de todo, satisficiera
por todos la deuda contraída con la muerte; para que, por el hecho de habitar
el Verbo en él, no sucumbiera a la corrupción; y, finalmente, para que, en
adelante, por el poder de la resurrección, se vieran ya todos libres de la
corrupción”.
San
Pedro Crisólogo, doctor de la Iglesia el 1729 por el papa Benedicto XIII
también afirma que “el hecho de que una virgen conciba y continúe siendo virgen
en el parto y después del parto es algo totalmente insólito y milagroso; es
algo que la razón no se explica sin una intervención especial del poder de
Dios; es obra del Creador, no de la naturaleza; se trata de un caso único, que
se sale de lo corriente; es cosa divina, no humana. El nacimiento de Cristo no
fue un efecto necesario de la naturaleza, sino obra del poder de Dios; fue la
prueba visible del amor divino, la restauración de la humanidad caída. El mismo
que, sin nacer, había hecho al hombre del barro intacto tomó, al nacer, la
naturaleza humana de un cuerpo también intacto; la mano que se dignó coger
barro para plasmarnos también se dignó tomar carne humana para salvarnos. Por
tanto, el hecho de que el Creador esté en su criatura, de que Dios esté en la
carne, es un honor para la criatura, sin que ello signifique afrenta alguna
para el Creador.
En definitiva, tal y como lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica
“el Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios” (458).
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