Había
una vez un monasterio en el que la piedad había decaído. No es que los monjes
fueran malos, pero sí que en la casa había una especie de gran aburrimiento,
que los monjes no parecían felices; nadie quería ni estimaba a nadie y eso se
notaba en la vida diaria como una capa espesa de mediocridad.
Tanto,
que un día el Padre prior fue a visitar a un famoso sabio con fama de santo,
quien, después de oírle y reflexionar, le dijo: "La causa, hermano, es muy
clara. En vuestro monasterio habéis cometido todos un gran pecado: Resulta que
entre vosotros vive el Mesías camuflado, disfrazado, y ninguno de vosotros se
ha dado cuenta."
El
buen prior regresó preocupadísimo a su monasterio porque, por un lado, no podía
dudar de la sabiduría de aquel santo, pero, por otro, no lograba imaginarse
quién de entre sus compañeros podría ser ese Mesías disfrazado.
¿Acaso
el maestro de coro? Imposible. Era un hombre bueno, pero era vanidoso, creído.
¿Sería el maestro de los novicios? No, no. Era también un buen monje, pero era
duro, irascible. Imposible que fuera el Mesías. ¿Y el hermano portero? ¿Y el
cocinero? Repasó, uno por uno, la lista de sus monjes y a todos les encontraba
llenos de defectos. Claro que -se dijo a sí mismo - si el Mesías estaba
disfrazado, podía estar disfrazado detrás de algunos defectos aparentes, pero
ser, por dentro, el Mesías.
Al
llegar a su convento, comunicó a sus monjes el diagnóstico del santo y todos
sus compañeros se pusieron a pensar quién de ellos podía ser Mesías disfrazado
y todos, más o menos, llegaron a las mismas conclusiones que su prior. Pero,
por si acaso, comenzaron a tratar todos mejor a sus compañeros, a todos, no sea
que fueran a ofender al Mesías. Y comenzaron a ver que tenían más virtudes de
las que ellos sospechaban.
Y,
poco a poco, el convento fue llenándose de amor, porque cada uno trataba a su
vecino como si su vecino fuese Dios mismo. Y todos empezaron a ser
verdaderamente felices amando y sintiéndose amados.
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