La perícopa presenta dos partes
claramente señaladas por la repetición del saludo: Paz con vosotros (20,19.21).
En la primera (20,19-20), los discípulos reconocen a Jesús vivo, que conserva
las señales de su muerte. El Mesías resucitado, que ha cumplido su éxodo hacia
el Padre, libera a la comunidad del miedo que experimenta en medio de un mundo
hostil, y comienza la alegría del tiempo mesiánico. En la segunda parte
(20,21-23), Jesús pone a los suyos en camino para realizar la misión, para la
cual les comunica el Espíritu. Acaba así en ellos la obra creadora y les da la
fuerza para enfrentarse con el mundo y liberar a los hombres del pecado.
En resumen:
20,19-20: Jesús vuelve a los suyos.
20,21-23: Donación del Espíritu y
misión.
Para contextualizar este pasaje, Xavier
Duf0ur un importante biblista, ya fallecido, nos clarifica en detalle cada
versículo, por ello creo interesante que lo leamos (El Evangelio de Juan, Tomo
IV, p188.199):
“La escena tiene lugar en
Jerusalén, como ocurre también en Lucas, en un lugar que no se precisa. La
tradición lo ha identificado, sin fundamento, con el cenáculo, es decir, con
«el piso superior» en el que estaban reunidos los discípulos antes de
Pentecostés (Hech 1, 13) y en el que se había instituido la eucaristía (Lc 22,
12). De hecho, el narrador quiere señalar solamente que los discípulos estaban
reunidos en un mismo lugar, para subrayar el carácter eclesial de la aparición.
Según 1 Cor 15, 5, la aparición
oficial de Jesús iba dirigida a los Doce; podría ser un vestigio de esta tradición
antigua la nota relativa a la identidad de Tomás, «uno de los Doce» (Jn 20,
24).
Según Lucas, el Resucitado se
aparece a un grupo más amplio: a los Once se les añade «los que estaban con
ellos», así como los discípulos que habían regresado de Emaús (Lc 24, 33-36).
Al decir «los discípulos» (20, 19.20.25.26), ¿designa Jn exclusivamente al
colegio apostólico? Esta cuestión discutida entre las confesiones cristianas no
tiene ninguna justificación. El evangelista no ignora la distinción entre «los
discípulos» y «los Doce» (cf. 6, 66-67), aunque tampoco evoca la función de
autoridad que la tradición atribuye a los segundos; si su intención aquí
hubiera sido reducir la aparición a los Once, habría precisado su identidad.
Por otra parte, la apelación «los discípulos», constante en Jn, pone el acento
en la adhesión a Jesús; como en los discursos de despedida, los discípulos
presentes son a la vez los discípulos históricos de Jesús de Nazaret y los
representantes de todos los creyentes del futuro. Las puertas están cerradas
«por miedo a los judíos»; este temor era característico de los israelitas que
no se atrevían a pronunciarse a favor de Jesús. ¿Se sentían amenazados los
discípulos en cuanto discípulos o temían además que se les imputase a ellos la
desaparición del cadáver (cf. Mt 28, 13)? Se indica una situación angustiosa,
con la que contrastará pronto el don de la paz.
El verbo «venir» (érkhesthai) es
propio de Jn en el contexto de los relatos pascuales: se cumple el anuncio «Yo
vengo [yo vendré] a vosotros», que caracterizaba el primer discurso de
despedida (14, 18.28). El otro verbo (hístemí), el mismo que en Lc 24, 36 y en
Jn 20, 14, evoca por medio de la posición en pie el triunfo sobre el estado
yacente que significa la muerte (cf. 20, 12). Su derivado anístemi
(«levantarse, surgir») es uno de los términos tradicionales para anunciar el
hecho de la resurrección.
Jn no dice que Jesús atravesara las
puertas. Lo que intenta manifestar es que Jesús puede hacerse presente a los
suyos siempre que quiera; puede reunirse con sus discípulos en cualquier
circunstancia: está allí, de pronto, «en medio de ellos». «¡Paz a vosotros!»:
con estas palabras, que son las primeras que el Viviente dirige a sus
discípulos reunidos, Jesús no utiliza el saludo ordinario, el “shalom”
acostumbrado de los judíos; tampoco se trata de un deseo, que se traduciría
erróneamente por «¡La paz esté con vosotros!»; se trata del don efectivo de la
paz, tal como lo había indicado Jesús en su discurso de despedida: «Es la paz,
la mía, la que os doy; no os la doy a la manera del mundo» (14, 27).
En el relato de Lucas, Jesús
muestra sus manos y sus pies, respondiendo así al desconcierto de los
discípulos que se imaginaban «ver un fantasma»; les invita incluso a que lo
toquen para constatar que es ciertamente él, en carne y hueso (Lc 24, 37-39).
Esta insistencia apologética ha desaparecido en Jn: el gesto sigue
inmediatamente al don de la paz. Se refiere a las manos y a la herida del
costado, de la que habían brotado sangre y agua (19, 34). El que se presenta a
los discípulos es Jesús, que había sido crucificado y del que había manado el
río de agua viva destinado a regar toda la tierra. Al mismo tiempo que el hecho
de la muerte se alude a su eficacia salvífica para todos los creyentes. Mientras
que en Lucas los discípulos «aún se resistían a creer
por la alegría y el asombro»,
moviendo a Jesús a demostrarles una vez más su corporeidad y a enseñarles a
partir de los anuncios de la Escritura (Lc 24, 41-47), en Jn el reconocimiento
se hace en seguida sin reservas de ninguna clase; superando la constatación
sensible, es visión del Señor
en la plenitud de la fe. Este «ver»
cumple la promesa de Jesús: «El mundo ya no me verá, pero vosotros veréis que
yo vivo y también vosotros viviréis» (14, 19). El reconocimiento del Señor
implica que la relación con él es definitiva: «Aquel día conoceréis que yo
estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (14, 20). De este modo los
discípulos se llenan del gozo indefectible que Jesús les había anunciado (16,
22.24).
Jesús vuelve a tomar la iniciativa.
El encuentro con el Viviente no termina con el reconocimiento de aquel que ha
pasado por la prueba de la muerte en la cruz. En el primer testamento, la
aparición de un personaje celestial tiene la finalidad de asignar a los
testigos una tarea que cumplir; los relatos de aparición del Resucitado
anuncian bajo un aspecto auditivo la misión de los discípulos. Si, al reconocer
al Señor, anticipan la visión de su gloría en el cielo, al oír la palabra son
llamados también a llevar a cabo la misión en la tierra. Vueltos hacia Jesús de
Nazaret, a quien reconocen en el Señor exaltado, son invitados a abrirse al
porvenir del mundo donde tendrán que expresarse y desplegarse las riquezas del
presente que está contenido en el Resucitado.
Entonces les dijo de nuevo: «¡Paz a
vosotros! De parte del Padre que me ha enviado, yo también os envío». Dicho
esto, sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu santo. A quienes perdonéis
los pecados, se les perdonarán; a quienes se los retengáis, se les retendrán».
En los últimos tres versículos
20,21-13 en Juan, Jesús renueva el don de la paz, como para subrayar el hecho
fundamental de que ha comenzado un tiempo nuevo. De las tres frases que
pronuncia a continuación, las dos primeras están unidas entre sí por una
transición («dicho esto») y por el acto de soplar: el don del Espíritu santo va
a hacer posible el ejercicio de la misión confiada. Al contrario, la frase
sobre el perdón de los pecados parece limitar a un solo aspecto la obra del
Espíritu santo que se realizará a través de los discípulos. ¿Refleja
simplemente un tema tradicional? Jesús, el Enviado por excelencia, envía a los
discípulos. Hasta el presente, excepto en 4, 38 a propósito de la cosecha de
los samaritanos, no había aludido a su envío más que en raras ocasiones y por
anticipación, aunque ya había anunciado en los discursos de despedida que ellos
serían sus testigos y que las obras que habrían de realizar serían sus propias
obras (15, 27; 14, 12-14). La investidura de los discípulos para la misión
presuponía que Jesús tenía que haber regresado al Padre; por eso, es ahora
cuando ha tenido lugar.
La misión proviene de Dios que
quiere dar la vida al mundo. El envío de los discípulos implica todo lo que
suponía el ministerio confiado a Jesús: glorificar al Padre dando a conocer su
nombre y manifestando su amor (cf. 17, 6.26). Esta palabra del Resucitado ha
sido entendida muchas veces como dirigida a los «apóstoles» y, por extensión, a
sus sucesores,
los futuros ministros de la
Iglesia. Pues bien, la relación «Padre/Hijo - Hijo/discípulos», que la
estructura, se opone a esta interpretación institucional: cada vez que aparece
en Jn, contiene efectivamente un anuncio que concierne, a través de los
discípulos presentes, a todos los discípulos venideros. La palabra de envío
supone otra implicación: como el Padre estaba siempre presente en Jesús, así
los discípulos nunca estarán solos en el cumplimiento de su misión, puesto que
“aquel que cree en mí, hará también las obras que yo hago y hasta hará obras
mayores, porque yo voy al Padre” (14, 12).
Según el contexto inmediato, el don
del Espíritu se refiere en primer lugar a la
misión de que quedan investidos los
discípulos, que extenderá a la humanidad de
todo tiempo y lugar la alianza
realizada por Jesús. Su «envío» y la comunicación
del Espíritu santo van íntimamente
ligados. Dirigiéndose a los judíos, Jesús se había definido como «aquél a quien
el Padre ha santificado y enviado al mundo» (10, 36); la víspera de su muerte,
le pidió al Padre que «santificara en la verdad» a
los discípulos «enviados al mundo»
(17, 17-18). El concepto de santidad, común a
estas palabras, se hace evidente en
nuestro texto mediante el giro «Espíritu santo»,
que aparece también en 1, 33 y en
el discurso de despedida:
El Paráclito, el Espíritu santo que
enviará el Padre en mi nombre, es el que os lo
enseñará todo; sí, él os hará
recordar todo lo que yo os he dicho (14, 26).
La frase «Recibid el Espíritu
santo» tiene toda la concisión de una fórmula kerigmática. Jn no recoge el
término «Paráclito», sino que recurre a la apelación bíblica tradicional. Pues
bien, ésta está cargada de todo lo que Jesús había revelado a propósito de la
acción propia del Espíritu: además de los diversos aspectos anunciados en los discursos
de despedida, el nuevo nacimiento que da acceso al Reino (3, 5-6), la verdadera
adoración al Padre (4, 23), el poder de vivificar (6, 63) y el don de la vida
(7, 37-38). Como ocurre con la palabra de envío que precede, no se trata
tampoco aquí de un don particular hecho a los apóstoles, ni mucho menos de un
rito de ordenación para los ministerios, sino de la comunicación a todos los
creyentes de la vida de Cristo glorificado, tal como lo confirma la primera
Carta de Juan:
“En esto conocemos que permanecemos
en él, y él en nosotros: en que él nos ha dado su Espíritu (1 Jn 4, 13; cf. 1
Jn 3, 24)”.
En el último versículo de Juan
(23), el Señor habla a los discípulos que a quienes ellos perdones los pecados,
le quedarán perdonados y a quienes se les retenga, se les retendrán. La
autenticidad del versículo joánico está atestiguada, sin embargo, por toda la
tradición manuscrita. El evangelista ha mantenido, a partir de una fuente
pre-joánica, un elemento que pertenecía tradicionalmente a los relatos de aparición
a los discípulos reunidos: en Lucas, Jesús les manifiesta que se predicará la
conversión «con vistas al perdón de los pecados» (Lc 24, 47); en Mateo, la
orden de bautizar a todas las naciones (Mt 28, 19; cf. Mc 16, 16) expresa a su
manera el poder de perdonar comunicado a la Iglesia por el Resucitado. Según
varios críticos, el contexto originario del logion de Mt 18, 18, citado
anteriormente, era un relato pascual. La formulación que conserva Jn explícita
más que los textos paralelos el poder sobre los pecados trasmitido a los
discípulos, aunque sin decir cómo tiene que ejercerse. Por eso, desde la
antigüedad este versículo ha sido objeto de vivas controversias y sobre todo
desde la Reforma. ¿Se refiere a los pecados cometidos antes del bautismo o también
(o solamente) a los pecados cometidos después de él? ¿no se tratará simplemente
del deber de predicar el evangelio para la conversión? ¿representan los
discípulos reunidos a la comunidad cristiana en su conjunto o exclusivamente a
los ministros de la Iglesia? El sacramento de la penitencia, cuya práctica se
fue precisando en el curso de una larga evolución, ¿encuentra aquí su
fundamento bíblico?. Todos estos interrogantes son legítimos, pero corren el
riesgo de velar el horizonte de la palabra que, como en Mt 26, 28, tiene otra
dimensión. En efecto, afirma la abolición del pecado en el mundo, que debía
caracterizar a la alianza definitiva (cf. 1, 29) y que ha hecho posible la
fidelidad de Jesús al Padre.
Como las dos palabras que la
preceden, el enunciado del v. 23 se refiere a la situación totalmente nueva que
ha producido la victoria del Hijo sobre la muerte: la salvación divina ha
prevalecido sobre las tinieblas y llega en adelante a todos los seres humanos a
través de los discípulos. En el contexto joánico, es el mismo Jesús quien a
través de los suyos ejerce el ministerio del perdón (14, 12.20). La formulación
positiva y negativa se debe al estilo semítico que expresa la totalidad
mediante una pareja de contrarios. «Perdonar/retener» significa aquí la
totalidad del poder misericordioso trasmitido por el Resucitado a los
discípulos. El giro en voz pasiva que indica el efecto obtenido implica que el
autor del per-
dón es Dios; el empleo del tiempo
perfecto (aphéontaí) significa que su perdón es definitivo. Podríamos
parafrasearlo así: en el instante en que la comunidad perdona, Dios mismo
perdona. Según los profetas, la efusión escatológica del Espíritu purificará a
Israel de sus suciedades y de sus ídolos"; en la predicación cristiana
primitiva, el perdón de los pecados y el don del Espíritu van a la par. El
primer efecto de la nueva creación que Jesús significó por su soplo es el
renacimiento de la persona (cf. 3, 3), y por tanto el perdón.
El relato joánico de la aparición
del Viviente a los discípulos reunidos muestra cuál es la nueva condición de
los creyentes en el mundo. Por el don de la paz y la comunicación del Espíritu,
su comunidad es portadora de vida para el mundo; a través de ella se actualiza
la presencia permanente del Señor que ha triunfado de la muerte”.
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