LA NUEVA CONDICIÓN DEL CREYENTE ES COMUNICAR VIDA (Jn 20,19-23)

martes, 3 de junio de 2014

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La perícopa presenta dos partes claramente señaladas por la repetición del saludo: Paz con vosotros (20,19.21). En la primera (20,19-20), los discípulos reconocen a Jesús vivo, que conserva las señales de su muerte. El Mesías resucitado, que ha cumplido su éxodo hacia el Padre, libera a la comunidad del miedo que experimenta en medio de un mundo hostil, y comienza la alegría del tiempo mesiánico. En la segunda parte (20,21-23), Jesús pone a los suyos en camino para realizar la misión, para la cual les comunica el Espíritu. Acaba así en ellos la obra creadora y les da la fuerza para enfrentarse con el mundo y liberar a los hombres del pecado.
En resumen:
20,19-20: Jesús vuelve a los suyos.
20,21-23: Donación del Espíritu y misión.
Para contextualizar este pasaje, Xavier Duf0ur un importante biblista, ya fallecido, nos clarifica en detalle cada versículo, por ello creo interesante que lo leamos (El Evangelio de Juan, Tomo IV, p188.199):

“La escena tiene lugar en Jerusalén, como ocurre también en Lucas, en un lugar que no se precisa. La tradición lo ha identificado, sin fundamento, con el cenáculo, es decir, con «el piso superior» en el que estaban reunidos los discípulos antes de Pentecostés (Hech 1, 13) y en el que se había instituido la eucaristía (Lc 22, 12). De hecho, el narrador quiere señalar solamente que los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar, para subrayar el carácter eclesial de la aparición.
Según 1 Cor 15, 5, la aparición oficial de Jesús iba dirigida a los Doce; podría ser un vestigio de esta tradición antigua la nota relativa a la identidad de Tomás, «uno de los Doce» (Jn 20, 24).
Según Lucas, el Resucitado se aparece a un grupo más amplio: a los Once se les añade «los que estaban con ellos», así como los discípulos que habían regresado de Emaús (Lc 24, 33-36). Al decir «los discípulos» (20, 19.20.25.26), ¿designa Jn exclusivamente al colegio apostólico? Esta cuestión discutida entre las confesiones cristianas no tiene ninguna justificación. El evangelista no ignora la distinción entre «los discípulos» y «los Doce» (cf. 6, 66-67), aunque tampoco evoca la función de autoridad que la tradición atribuye a los segundos; si su intención aquí hubiera sido reducir la aparición a los Once, habría precisado su identidad. Por otra parte, la apelación «los discípulos», constante en Jn, pone el acento en la adhesión a Jesús; como en los discursos de despedida, los discípulos presentes son a la vez los discípulos históricos de Jesús de Nazaret y los representantes de todos los creyentes del futuro. Las puertas están cerradas «por miedo a los judíos»; este temor era característico de los israelitas que no se atrevían a pronunciarse a favor de Jesús. ¿Se sentían amenazados los discípulos en cuanto discípulos o temían además que se les imputase a ellos la desaparición del cadáver (cf. Mt 28, 13)? Se indica una situación angustiosa, con la que contrastará pronto el don de la paz.

El verbo «venir» (érkhesthai) es propio de Jn en el contexto de los relatos pascuales: se cumple el anuncio «Yo vengo [yo vendré] a vosotros», que caracterizaba el primer discurso de despedida (14, 18.28). El otro verbo (hístemí), el mismo que en Lc 24, 36 y en Jn 20, 14, evoca por medio de la posición en pie el triunfo sobre el estado yacente que significa la muerte (cf. 20, 12). Su derivado anístemi («levantarse, surgir») es uno de los términos tradicionales para anunciar el hecho de la resurrección.
Jn no dice que Jesús atravesara las puertas. Lo que intenta manifestar es que Jesús puede hacerse presente a los suyos siempre que quiera; puede reunirse con sus discípulos en cualquier circunstancia: está allí, de pronto, «en medio de ellos». «¡Paz a vosotros!»: con estas palabras, que son las primeras que el Viviente dirige a sus discípulos reunidos, Jesús no utiliza el saludo ordinario, el “shalom” acostumbrado de los judíos; tampoco se trata de un deseo, que se traduciría erróneamente por «¡La paz esté con vosotros!»; se trata del don efectivo de la paz, tal como lo había indicado Jesús en su discurso de despedida: «Es la paz, la mía, la que os doy; no os la doy a la manera del mundo» (14, 27).
En el relato de Lucas, Jesús muestra sus manos y sus pies, respondiendo así al desconcierto de los discípulos que se imaginaban «ver un fantasma»; les invita incluso a que lo toquen para constatar que es ciertamente él, en carne y hueso (Lc 24, 37-39). Esta insistencia apologética ha desaparecido en Jn: el gesto sigue inmediatamente al don de la paz. Se refiere a las manos y a la herida del costado, de la que habían brotado sangre y agua (19, 34). El que se presenta a los discípulos es Jesús, que había sido crucificado y del que había manado el río de agua viva destinado a regar toda la tierra. Al mismo tiempo que el hecho de la muerte se alude a su eficacia salvífica para todos los creyentes. Mientras que en Lucas los discípulos «aún se resistían a creer
por la alegría y el asombro», moviendo a Jesús a demostrarles una vez más su corporeidad y a enseñarles a partir de los anuncios de la Escritura (Lc 24, 41-47), en Jn el reconocimiento se hace en seguida sin reservas de ninguna clase; superando la constatación sensible, es visión del Señor
en la plenitud de la fe. Este «ver» cumple la promesa de Jesús: «El mundo ya no me verá, pero vosotros veréis que yo vivo y también vosotros viviréis» (14, 19). El reconocimiento del Señor implica que la relación con él es definitiva: «Aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (14, 20). De este modo los discípulos se llenan del gozo indefectible que Jesús les había anunciado (16, 22.24).
Jesús vuelve a tomar la iniciativa. El encuentro con el Viviente no termina con el reconocimiento de aquel que ha pasado por la prueba de la muerte en la cruz. En el primer testamento, la aparición de un personaje celestial tiene la finalidad de asignar a los testigos una tarea que cumplir; los relatos de aparición del Resucitado anuncian bajo un aspecto auditivo la misión de los discípulos. Si, al reconocer al Señor, anticipan la visión de su gloría en el cielo, al oír la palabra son llamados también a llevar a cabo la misión en la tierra. Vueltos hacia Jesús de Nazaret, a quien reconocen en el Señor exaltado, son invitados a abrirse al porvenir del mundo donde tendrán que expresarse y desplegarse las riquezas del presente que está contenido en el Resucitado.

Entonces les dijo de nuevo: «¡Paz a vosotros! De parte del Padre que me ha enviado, yo también os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu santo. A quienes perdonéis los pecados, se les perdonarán; a quienes se los retengáis, se les retendrán».

En los últimos tres versículos 20,21-13 en Juan, Jesús renueva el don de la paz, como para subrayar el hecho fundamental de que ha comenzado un tiempo nuevo. De las tres frases que pronuncia a continuación, las dos primeras están unidas entre sí por una transición («dicho esto») y por el acto de soplar: el don del Espíritu santo va a hacer posible el ejercicio de la misión confiada. Al contrario, la frase sobre el perdón de los pecados parece limitar a un solo aspecto la obra del Espíritu santo que se realizará a través de los discípulos. ¿Refleja simplemente un tema tradicional? Jesús, el Enviado por excelencia, envía a los discípulos. Hasta el presente, excepto en 4, 38 a propósito de la cosecha de los samaritanos, no había aludido a su envío más que en raras ocasiones y por anticipación, aunque ya había anunciado en los discursos de despedida que ellos serían sus testigos y que las obras que habrían de realizar serían sus propias obras (15, 27; 14, 12-14). La investidura de los discípulos para la misión presuponía que Jesús tenía que haber regresado al Padre; por eso, es ahora cuando ha tenido lugar.
La misión proviene de Dios que quiere dar la vida al mundo. El envío de los discípulos implica todo lo que suponía el ministerio confiado a Jesús: glorificar al Padre dando a conocer su nombre y manifestando su amor (cf. 17, 6.26). Esta palabra del Resucitado ha sido entendida muchas veces como dirigida a los «apóstoles» y, por extensión, a sus sucesores,
los futuros ministros de la Iglesia. Pues bien, la relación «Padre/Hijo - Hijo/discípulos», que la estructura, se opone a esta interpretación institucional: cada vez que aparece en Jn, contiene efectivamente un anuncio que concierne, a través de los discípulos presentes, a todos los discípulos venideros. La palabra de envío supone otra implicación: como el Padre estaba siempre presente en Jesús, así los discípulos nunca estarán solos en el cumplimiento de su misión, puesto que “aquel que cree en mí, hará también las obras que yo hago y hasta hará obras mayores, porque yo voy al Padre” (14, 12).
Según el contexto inmediato, el don del Espíritu se refiere en primer lugar a la
misión de que quedan investidos los discípulos, que extenderá a la humanidad de
todo tiempo y lugar la alianza realizada por Jesús. Su «envío» y la comunicación
del Espíritu santo van íntimamente ligados. Dirigiéndose a los judíos, Jesús se había definido como «aquél a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (10, 36); la víspera de su muerte, le pidió al Padre que «santificara en la verdad» a
los discípulos «enviados al mundo» (17, 17-18). El concepto de santidad, común a
estas palabras, se hace evidente en nuestro texto mediante el giro «Espíritu santo»,
que aparece también en 1, 33 y en el discurso de despedida:
El Paráclito, el Espíritu santo que enviará el Padre en mi nombre, es el que os lo
enseñará todo; sí, él os hará recordar todo lo que yo os he dicho (14, 26).
La frase «Recibid el Espíritu santo» tiene toda la concisión de una fórmula kerigmática. Jn no recoge el término «Paráclito», sino que recurre a la apelación bíblica tradicional. Pues bien, ésta está cargada de todo lo que Jesús había revelado a propósito de la acción propia del Espíritu: además de los diversos aspectos anunciados en los discursos de despedida, el nuevo nacimiento que da acceso al Reino (3, 5-6), la verdadera adoración al Padre (4, 23), el poder de vivificar (6, 63) y el don de la vida (7, 37-38). Como ocurre con la palabra de envío que precede, no se trata tampoco aquí de un don particular hecho a los apóstoles, ni mucho menos de un rito de ordenación para los ministerios, sino de la comunicación a todos los creyentes de la vida de Cristo glorificado, tal como lo confirma la primera Carta de Juan:
“En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que él nos ha dado su Espíritu (1 Jn 4, 13; cf. 1 Jn 3, 24)”.

En el último versículo de Juan (23), el Señor habla a los discípulos que a quienes ellos perdones los pecados, le quedarán perdonados y a quienes se les retenga, se les retendrán. La autenticidad del versículo joánico está atestiguada, sin embargo, por toda la tradición manuscrita. El evangelista ha mantenido, a partir de una fuente pre-joánica, un elemento que pertenecía tradicionalmente a los relatos de aparición a los discípulos reunidos: en Lucas, Jesús les manifiesta que se predicará la conversión «con vistas al perdón de los pecados» (Lc 24, 47); en Mateo, la orden de bautizar a todas las naciones (Mt 28, 19; cf. Mc 16, 16) expresa a su manera el poder de perdonar comunicado a la Iglesia por el Resucitado. Según varios críticos, el contexto originario del logion de Mt 18, 18, citado anteriormente, era un relato pascual. La formulación que conserva Jn explícita más que los textos paralelos el poder sobre los pecados trasmitido a los discípulos, aunque sin decir cómo tiene que ejercerse. Por eso, desde la antigüedad este versículo ha sido objeto de vivas controversias y sobre todo desde la Reforma. ¿Se refiere a los pecados cometidos antes del bautismo o también (o solamente) a los pecados cometidos después de él? ¿no se tratará simplemente del deber de predicar el evangelio para la conversión? ¿representan los discípulos reunidos a la comunidad cristiana en su conjunto o exclusivamente a los ministros de la Iglesia? El sacramento de la penitencia, cuya práctica se fue precisando en el curso de una larga evolución, ¿encuentra aquí su fundamento bíblico?. Todos estos interrogantes son legítimos, pero corren el riesgo de velar el horizonte de la palabra que, como en Mt 26, 28, tiene otra dimensión. En efecto, afirma la abolición del pecado en el mundo, que debía caracterizar a la alianza definitiva (cf. 1, 29) y que ha hecho posible la fidelidad de Jesús al Padre.
Como las dos palabras que la preceden, el enunciado del v. 23 se refiere a la situación totalmente nueva que ha producido la victoria del Hijo sobre la muerte: la salvación divina ha prevalecido sobre las tinieblas y llega en adelante a todos los seres humanos a través de los discípulos. En el contexto joánico, es el mismo Jesús quien a través de los suyos ejerce el ministerio del perdón (14, 12.20). La formulación positiva y negativa se debe al estilo semítico que expresa la totalidad mediante una pareja de contrarios. «Perdonar/retener» significa aquí la totalidad del poder misericordioso trasmitido por el Resucitado a los discípulos. El giro en voz pasiva que indica el efecto obtenido implica que el autor del per-
dón es Dios; el empleo del tiempo perfecto (aphéontaí) significa que su perdón es definitivo. Podríamos parafrasearlo así: en el instante en que la comunidad perdona, Dios mismo perdona. Según los profetas, la efusión escatológica del Espíritu purificará a Israel de sus suciedades y de sus ídolos"; en la predicación cristiana primitiva, el perdón de los pecados y el don del Espíritu van a la par. El primer efecto de la nueva creación que Jesús significó por su soplo es el renacimiento de la persona (cf. 3, 3), y por tanto el perdón.

El relato joánico de la aparición del Viviente a los discípulos reunidos muestra cuál es la nueva condición de los creyentes en el mundo. Por el don de la paz y la comunicación del Espíritu, su comunidad es portadora de vida para el mundo; a través de ella se actualiza la presencia permanente del Señor que ha triunfado de la muerte”.
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