El
tema tratado en la parábola de “los dos hijos” (Mt 21,28-32), se refiere a la
frustración de unos que son “buenos”, que deberían ser los primeros, y que son
adelantados por los “malos”, los que aparentemente deberían ser los últimos.
Según
el contexto histórico (la discusión anterior Mt 21,23-27) los destinatarios de
la parábola son los miembros de la comisión del sanedrín, los representantes de
la dirigencia religiosa judía.
Esta
parábola va a ir seguida por otras dos: la viña que el dueño tiene que arrendar
a otros (Mt 21,33-46), y el banquete festivo (Mt 22,1-14) al que tiene que
invitar a otros, ante el rechazo de los primeros invitados. Las tres muestran
una clara denuncia por parte de Jesús: el pueblo elegido no ha sabido ver el
día de la gracia, no ha sabido acoger al Enviado de Dios. En concreto, critica
la hipocresía de los fariseos, que cuidaban la fachada pero no los contenidos
de su fe. No les debió gustar nada a los dirigentes del pueblo que Jesús los
comparara con los pecadores públicos a los que ellos despreciaban: "los
publícanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de
Dios".
Pero
no nos tendríamos que escudar en que Jesús hablaba para los fariseos. Hablaba
también para nosotros, si tenemos las mismas actitudes que ellos. La pregunta
es para nosotros también: ¿en cuál de los dos hijos nos vemos sinceramente
reflejados? Es fácil cuando estamos en la iglesia, cantar cantos al Señor, o
contestar "amén" a oraciones y propósitos. Pero luego esa fe, ¿se
traduce en obras? Aquí quedan desautorizados los que exteriormente guardan las
formas (están bautizados, han hecho la primera comunión, se han casado por la
Iglesia, van a misa los domingos, llevan una medalla al cuello) pero luego, en
la vida, su estilo de actuación no se parece en nada a lo que dicen creer.
Al
final del texto (Mt 21,32) Jesús ha invertido intencionadamente el orden de los
verbos. No es sólo “creer para arrepentirse”. Arrepentirse para creer consiste,
ante todo, en no considerarse ni justos, ni rectos, ni santos. Ni tampoco pensar
que por observar talo cual ley no somos como el resto de los hombres que no la
observan. Tener conciencia de ser pecadores nos pone en actitud de conversión.
Creernos justos nos impide encauzar los pasos por el camino de la conversión.
Quien nos hace justos, rectos y santos es sólo Dios (la parábola del fariseo y
del publicano de Lc 18,9-14 no deja lugar a dudas ni a equívocos). Arrepentirse
para creer consiste en no ser nosotros quienes determinemos qué es bueno o
malo, justo o injusto, recto o torcido, santo o profano, sino el Señor.