Un santo moderno, el Fundador del Opus Dei, San Josémaría Escrivá de Balaguer, envió tres cartas a los fieles de la Prelatura que hoy tienen tanta actualidad como en 1972-1974, cuando las escribió, previniendo a sus hijos de las dificultades dentro de la Iglesia. Aquí les dejo el texto para que lo lean.
Son
muchos los hombres de Dios que han levantado sus voces para señalar las
herejías, apostasías y malas conductas dentro de la Iglesia, sobre las que
Benedicto XVI fue muy duro pidiendo a la grey católica que oraran por él para
protegerlo de la “inmundicia” dentro de la iglesia, y Francisco ha sugerido
situaciones parecidas.
A
estas tres cartas escritas poco antes de su muerte se las conoce por las Tres
Campanadas. No estaban destinadas al público en general, sino para uso
restringido de los miembros de la Obra, aunque su contenido se fue dado a
conocer poco a poco a través de la predicación y formación interna de la Obra.
No es ningún secreto, pero en ellas San Josemaría ponía en guardia a todos sus
hijos del peligro que corría la Iglesia con la infiltración de una serie de
corrientes que afectaban claramente a la doctrina.
TEXTO DE SANJOSÉMARÍA
CRISTIANOS CONTRACORRIENTE Y A
PRUEBA
Tiempo
de prueba son siempre los días que el cristiano ha de pasar en esta tierra.
Tiempo destinado, por la misericordia de Dios, para acrisolar nuestra fe y
preparar nuestra alma para la vida eterna.
Tiempo
de dura prueba es el que atravesamos nosotros ahora, cuando la Iglesia misma
parece como si estuviese influida por las cosas malas del mundo, por ese
deslizamiento que todo lo subvierte, que todo lo cuartea, sofocando el sentido
sobrenatural de la vida cristiana.
Llevo años advirtiéndoos de los
síntomas y de las causas de esta fiebre contagiosa que se ha introducido en la
Iglesia, y que está poniendo en peligro la salvación de tantas almas…
Convenceos,
y suscitad en los demás el convencimiento, de que los cristianos hemos de
navegar contra corriente. No os dejéis llevar por falsas ilusiones. Pensadlo
bien: contra corriente anduvo Jesús, contra corriente fueron Pedro y los otros
primeros, y cuantos —a lo largo de los siglos— han querido ser constantes
discípulos del Maestro. Tened, pues, la
firme persuasión de que no es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los
tiempos, sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador.
Hoy, en la Iglesia, parece imperar el
criterio contrario: y son fácilmente verificables los frutos ácidos de ese deslizamiento.
Desde dentro y desde arriba se permite el acceso del diablo a la viña del
Señor, por las, puertas que le abren, con increíble ligereza, quienes deberían
ser los custodios celosos…
Es
hora, pues, de rezar mucho y con amor, y de pedir al Señor que quiera poner fin
al tiempo de la prueba.
No
podemos dejar de insistir. No buscamos nada para cada uno de nosotros, por
interés personal; buscamos la santidad, que es buscar a Dios. Y Él espera que
se lo recordemos con insistencia. Se están causando voluntariamente heridas en
su Cuerpo, que va a ser muy difícil restañar. Nos dirigimos a la Trinidad
Beatísima, Dios Uno y Trino, para que se digne acortar cuanto antes esta época
de prueba. Lo suplicamos por la mediación del Corazón Dulcísimo de María; por la
intercesión de San José, nuestro Padre y Señor, Patrono de la Iglesia
universal, a quien tanto amamos y veneramos; por la intercesión de todos los
Ángeles y Santos, cuyo culto algunos intentan extirpar de la Iglesia Santa…
LA CONFUSIÓN DENTRO DE LA IGLESIA
Resulta muy penoso observar que
—cuando más urge al mundo una clara predicación— abunden eclesiásticos que
ceden, ante los ídolos que fabrica el paganismo, y abandonan la lucha interior,
tratando de justificar la propia infidelidad con falsos y engañosos motivos. Lo
malo es que se quedan dentro de la Iglesia oficialmente, provocando la
agitación. Por eso, es muy necesario que aumente el número de
discípulos de Jesucristo que sientan la importancia de entregar la vida, día a
día, por la salvación de las almas, decididos a no retroceder ante las
exigencias de su vocación a la santidad…
La
lucha interior —en lo poco de cada día— es asiento firme que nos prepara para
esta otra vertiente del combate cristiano, que implica el cumplimiento en la
tierra del mandato divino de ir y enseñar su verdad a todas las gentes y
bautizarlas (cfr. Matth. XXVIII, 19), con el único bautismo en el que se nos
confiere la nueva vida de hijos de Dios por la gracia.
Mi
dolor es que esta lucha en estos años se hace más dura, precisamente por la
confusión y por el deslizamiento que se tolera dentro de la Iglesia, al haberse
cedido ante planteamientos y actitudes incompatibles con la enseñanza que ha
predicado Jesucristo, y que la Iglesia ha custodiado durante siglos. Éste,
hijos míos, es el gran dolor de vuestro Padre. Éste, el peso del que yo deseo
que todos participéis, como hijos de Dios que sois. Resulta muy cómodo —y muy
cobarde— ausentarse, callarse, diluidos en una ambigua actitud, alimentada por
silencios culpables, para no complicarse la vida. Estos momentos son ocasión de
urgente santidad, llamada al humilde heroísmo para perseverar en la buena
doctrina, conscientes de nuestra responsabilidad de ser sal y luz.
Hemos
de resistir a la disgregación, cuidando sobrenaturalmente nuestra propia
entrega y sembrando sin desmayos, con decisión, con serenidad y con fortaleza,
la doctrina y el espíritu de Jesucristo.
POCAS VOCES SE ALZAN
Considerad que hay muy pocas voces
que se alcen con valentía, para frenar esta disgregación.
Se habla de unidad y se deja que los lobos dispersen el rebaño; se habla de
paz, y se introducen en la Iglesia —aun desde organismos centrales— las
categorías marxistas de la lucha de clases o el análisis materialista de los
fenómenos sociales; se habla de emancipar a la Iglesia de todo poder temporal,
y no se regatean los gestos de condescendencia con los poderosos que oprimen
las conciencias; se habla de
espiritualizar la vida cristiana y se permite desacralizar el culto y la
administración de los Sacramentos, sin que ninguna autoridad corte firmemente
los abusos —a veces auténticos sacrilegios— en materia litúrgica; se habla de
respetar la dignidad de la persona humana, y se discrimina a los fieles, con
criterios utilizados para las divisiones políticas.
Toda
esa ambigüedad es camino abierto, para que el diablo cause fácilmente sus
estragos, más cuando se ve que es corriente —en todas las categorías del clero—
que muchos no prediquen a Jesucristo y, en cambio, parlotean siempre de asuntos
políticos, sociales —dicen—, etc., ajenos a su vocación y a su misión
sacerdotal, convirtiéndose en instrumentos de parte y logrando que no pocos
abandonen la Iglesia…
No
se puede imponer por la fuerza la verdad de Cristo, pero tampoco podemos
permitir que, con la violencia de los hechos, nos dominen como ciertos y
justos, criterios que son una patente deserción del mensaje de Jesucristo: esta
violencia se comete por algunos, impunemente, dentro de la Iglesia. Sería una
deslealtad y una falta de fraternidad con el pueblo fiel, no resistir al
presuntuoso orgullo de unos pocos que han maleado ya a tantos, sobre todo en el
ambiente eclesiástico y religioso.
Comprended
que no exagero. Pensad en la violencia que sufren los niños: desde negarles o
retrasarles el bautismo arbitrariamente, hasta ofrecerles como pan del alma
catecismos llenos de herejías o de diabólicas omisiones; o en la que se actúa
con la juventud, cuando —¡para atraerla!— se presentan principios morales
equivocados, que destrozan las conciencias y pudren las costumbres. Violencia
se hace, también diabólica, cuando se manipulan los textos de la Sagrada
Escritura y se llevan al altar en ediciones equívocas, que cuentan con
aprobaciones oficiales. Y no podemos dejar de ver el brutal atropello que se
impone a los fieles, y en los fieles al mismo Jesucristo, cuando se oculta el
carácter de sacrificio de la Santa Misa o cuando el dinero de las colectas se
malgasta en propagar ideas ajenas al enseñamiento de Jesucristo. Hijos, míos,
nunca se ha hablado tanto de justicia en la Iglesia y, a la vez, nunca se ha
empleado tanta injusta opresión con las conciencias…
Nos
sentimos obligados a resistir a estos nuevos modernistas —progresistas se
llaman ellos mismos, cuando de hecho son retrógrados, porque tratan de
resucitar las herejías de los tiempos pasados—, que ponen todo en discusión,
desde el punto de vista exegético, histórico, dogmático, defendiendo opiniones
erróneas que tocan las verdades fundamentales de la fe, sin que nadie con
autoridad pública pare y condene reciamente sus propagandas. Y si algún pastor
habla decididamente, se encuentra con la sorpresa —amarga sorpresa— de no ser
suficientemente apoyado por quienes deberían sostenerlo: y esto provoca la indecisión,
la tendencia a no comprometerse con determinaciones claras y sin equívocos.
Parece
como si algunos se empeñaran en no recordar que, a lo largo de toda la
historia, los que guían el rebaño han tenido que asumir la defensa de la fe con
entereza, pensando en el juicio de Dios y en el bien de las almas, y no en el
halago de los hombres. No faltaría hoy quien tachara a San Pablo de extremista
cuando decía a Tito cómo debería tratar a los que pervertían la verdad
cristiana con falsas doctrinas: increpa illos dure, ut sani sint in fide(Tit.
I, 13); repréndelos con dureza —le escribía el Apóstol—, para que se mantengan
sanos en la fe. Es de justicia y de caridad, obrar así.
Ahora,
sin embargo, se facilita la agitación con un silencio que clama al cielo, cuando
no se coloca a los saboteadores de la fe en puntos neurálgicos, desde los que
pueden sembrar la confusión «con aprobación eclesiástica». Ahí están tantos
nuevos catecismos y programas de «enseñanza religiosa» testimoniando la verdad
de lo que afirmo.
PREVENIDOS Y PIDIENDO AL SEÑOR
Hijos
de mi alma, pidamos a Nuestro Señor que ponga término a esta dura prueba…
No podemos dormirnos, ni tomarnos
vacaciones, porque el diablo no tiene vacaciones nunca y ahora se demuestra
bien activo. Satanás sigue su triste labor, incansable, induciendo al mal e
invadiendo el mundo de indiferencia: de manera que muchas gentes que hubieran
reaccionado, ya no reaccionan, se encogen de hombros o ni siquiera perciben la
gravedad de la situación; poco a poco, se han ido acostumbrando.
Esta
carta es como una tercera invitación, en menos de un año, para urgir vuestras
almas con las exigencias de la vocación nuestra, en medio de la dura prueba que
soporta la Iglesia…
Os
escribo para que estéis prevenidos ante los asaltos del diablo, que ataca a la
hora undécima quizá, casi al fin de este caminar de aquí abajo…
No
olvidéis el particular empeño que pone en estos tiempos el demonio, para lograr
que los fieles se separen de la fe y de las buenas costumbres cristianas,
procurando que pierdan hasta el sentido del pecado con un falso ecumenismo como
excusa. Deseamos, tanto como el que más lo desee, la unión de los cristianos: y
aun la de todos los que, de alguna manera, buscan a Dios. Pero la realidad
demuestra que en esos conciliábulos, unos afirman que sí y —sobre el mismo
tema— otros lo contrario. Cuando —a pesar de esto— aseguran que van de acuerdo,
lo único cierto es que todos se equivocan. Y de esa comedia, con la que mutuamente
se engañan, lo menos malo que suele producirse es la indiferencia: un triste
estado de ánimo, en el que no se nota inclinación por la verdad, ni repugnancia
por la mentira. Se ha llegado así al confusionismo: y se aniquila el celo
apostólico, que nos mueve a salvar la propia alma y las de los demás,
defendiendo con decisión la doctrina sin atacar a las personas…
Se
escucha como un colosal non serviam! (Ierem. 11, 20) en la vida personal, en la
vida familiar, en los ambientes de trabajo y en la vida pública. Las tres
concupiscencias (cfr. 1 Ioann. 11, 16) son como tres fuerzas gigantescas que
han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de
la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas. Toda una civilización
se tambalea, impotente y sin recursos morales…
En una palabra: el mal viene, en
general, de aquellos medios eclesiásticos que constituyen como una fortaleza de
clérigos mundanizados. Son individuos que han perdido, con la fe, la esperanza: sacerdotes que
apenas rezan, teólogos —así se denominan ellos, pero contradicen hasta las
verdades más elementales de la revelación— descreídos y arrogantes, profesores
de religión que explican porquerías, pastores mudos, agitadores de sacristías y
de conventos, que contagian las conciencias con sus tendencias patológicas,
escritores de catecismos heréticos, activistas políticos.
Hay, por desgracia, toda una fauna
inquieta, que ha crecido en esta época a la sombra de la falta de autoridad y
de la falta de convicciones, y al amparo de algunos gobernantes, que no se han
atrevido a frenar públicamente a quienes causaban tantos destrozos en la viña
del Señor.
Hemos tenido que soportar —y cómo
me duele el alma al recoger esto— toda una lamentable cabalgata de tipos que,
bajo la máscara de profetas de tiempos nuevos, procuraban ocultar, aunque no lo
consiguieran del todo, el rostro del hereje, del fanático, del hombre carnal o
del resentido orgulloso…
El
cinismo intenta con desfachatez justificar —e incluso alabar— como manifestación
de autenticidad, la apostasía y las defecciones. No ha sido raro, además, que
después de clamorosos abandonos, tales desaprensivos desleales continuaran con
encargos de enseñanza de religión en centros católicos o pontificando desde
organismos para-eclesiásticos, que tanto han proliferado recientemente.
Me
sobran datos bien concretos, para documentar que no exagero: desdichadamente no
me refiero a casos aislados. Más aún, de algunas de esas organizaciones salen
ideas nocivas, errores, que se propagan entre el pueblo, y se imponen después a
la autoridad eclesiástica como si fueran movimientos de opinión de la base…
Por desgracia, se observan también
en la Iglesia sitios —cátedras de teología, catequesis, predicación— que
deberían alumbrar como focos de luz, y se aprovechan —en cambio— para despachar
una visión de la Iglesia y de sus fines totalmente adulterados.
Hijos míos, es un grave pecado contra el Espíritu Santo, porque precisamente el
Paráclito vivifica con su gracia y sus dones a la Iglesia (Catecismo Mayor de
San Pío X, n. 143), establece allí el reinado de la verdad y del amor, y la
asiste para que lleve con seguridad a sus hijos por el camino del cielo
(ibid.).
Confundir
a la Iglesia con una asamblea de fines más o menos humanitarios, ¿no significa
ir contra el Espíritu Santo? Ir contra el Espíritu Santo es hacer circular, o
permitir que circulen sin denunciar sus falsedades, catecismos heréticos o
textos de religión que corrompen las conciencias de los niños, con enseñanzas
dañosas y graves omisiones…
Errores
y desviaciones, debilidades y dejaciones he dicho ya: y ahora —como siempre— el
mal se envuelve diabólicamente en paños de virtud y de autoridad: y así resulta
más fácil que se fortalezca y que produzca más daño. Porque aparecen gentes con
una falsa religiosidad, saturada de fanatismo, que se oponen desde dentro a la
Iglesia de Jesucristo, dogmática y jurídica, haciendo resaltar —con increíble
desorden, cambiando por los del Estado los fines de la Iglesia— lo político
antes que lo religioso.
Todo
coopera al desprestigio general de la autoridad eclesiástica y a que no se
corrijan con oportunidad y energía los desórdenes: los desatinos heréticos, la
inestabilidad, la confusión, la anarquía en asuntos de fe y de moral, de
liturgia y de disciplina. A esta situación la llaman algunos —defendiéndola—
aggiornamento, cuando es relajación y menoscabo del espíritu cristiano, que
trae como consecuencia inmediata —entre otros efectos— la desaparición de la
piedad, la carencia de vocaciones sacerdotales o religiosas, el apartar a los
fieles en general — ya lo dije— de las prácticas espirituales. Y, por tanto,
menos trabajo en servicio de las almas, al paso que los eclesiásticos —al verse
ineficaces— se muestran desgraciados y abandonan el proselitismo, porque
piensan que procurarán también la infelicidad a otros…
EL MODERNISMO DENUNCIADO POR SAN
PIO X
No
se relee sin gran dolor lo que San Pío X describió en su encíclica Pascendi,
cuando exponía las características del modernismo, que en ese documento definía
como compendio de todas las herejías. Todo aquello que entonces el Magisterio
universal de la Iglesia intentó atajar con penetrante visión y energía
sobrenatural, aparecía ya con su enorme gravedad, pero era todavía un mal
relativamente limitado a algunos sectores. En nuestros días ese mismo mal
—idéntico en su inspiración de raíz y con frecuencia en sus formulaciones— ha
resurgido violento y agresivo, con el nombre de neomodernismo, y en
proporciones prácticamente universales. Aquella enfermedad mortal, antes
localizada en unos pocos ambientes malsanos, y contenida dentro de esas
fronteras por prudentes medidas de la Santa Sede, ha alcanzado aspectos de
epidemia generalizada. Su extensión ha facilitado su virulencia y la
manifestación de efectos monstruosos en cantidad y en calidad, que quizá ni
siquiera hubiésemos podido imaginar ante los primeros brotes del modernismo.
Lo
que inicialmente se mostraba sólo, aunque ya fuese muy grave, como la reducción
de las Verdades dogmáticas a la simple experiencia subjetiva, conservando algún
matiz espiritual, se ha degradado aún más: las hondas exigencias del alma —y
aun las de la misma gracia divina— quedan disueltas en la horizontalidad sin
relieve de lo mundano: identificando el amor de Dios con las aspiraciones o
deseos más inmediatos del hombre-masa, sometido a los determinismos de la
planificación materialista y atea, y a la de los instintos animales.
La
soberbia de la vida (I Ioann. II, 16) presenta su vanidad total en la
exteriorización de la concupiscencia de los ojos, ambición de poder y de bienes
terrenos, sin mesura; y de la concupiscencia de la carne, sensualidad sin freno
y degradación libertina. Es como la descomposición entera de un cuerpo, después
de haber perdido el alma…
Si,
para combatir eficazmente los males del modernismo, San Pío X —como de modo
análogo había hecho antes León XIII— señalaba, entre los más importantes
remedios que urgía poner, el fiel seguimiento de la filosofía y de la teología
de Santo Tomás, es patente que ahora se impone como nunca el estricto
cumplimiento de esa disposición. Con el Motu proprio Doctoris Angelici, San Pío
X traducía, en normas disciplinares concretas, lo que había sido una constante
recomendación de sus antecesores en la Sede de Pedro, desde el año 1325.
No
me parece ocioso transcribir aquí algunas de las afirmaciones de ese documento
pontificio:
se
deben conservar santa e inviolablemente los principios filosóficos establecidos
por Santo Tomás, a partir de los cuales se aprende la ciencia de las cosas
creadas de manera congruente con la Fe, se refutan los errores de cualquier
época, se puede distinguir con certeza lo que sólo a Dios pertenece y no se puede
atribuir a nadie más, se ilustra con toda claridad la diversidad y la analogía
existente entre Dios y sus obras.
Y
añade:
por
lo demás, hablando en general, estos principios de Santo Tomás no encierran
otra cosa más que lo que ya habían descubierto los más importantes filósofos y
Doctores de la Iglesia, meditando y argumentando sobre el conocimiento humano,
sobre la naturaleza de Dios y de las cosas, sobre el orden moral y la
consecución del fin último. Con un ingenio casi angélico, desarrolló y acrecentó
toda esta cantidad de sabiduría recibida de los que le habían precedido, la
empleó para presentar la doctrina sagrada a la mente humana, para ilustrarla y
para darle firmeza.
Los
puntos más importantes de la filosofía de Santo Tomás no deben ser considerados
como algo opinable, que se pueda discutir, sino que son como los fundamentos en
los que se asienta toda la ciencia de lo natural y lo divino. Si se rechazan
estos fundamentos o se los pervierte, se seguirá necesariamente que quienes
estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán captar el significado de las
palabras, con las que el Magisterio de la Iglesia expone los dogmas revelados
por Dios. Por eso quisimos advertir a quienes se dedican a enseñar la filosofía
y la sagrada teología, que si se apartan de las huellas de Santo Tomás,
principalmente en cuestiones de metafísica, será con gran detrimento.
Así,
entre otras determinaciones, San Pío X exhortaba:
pondrán
en esto un particular empeño los profesores de filosofía cristiana y de sagrada
teología, que deben tener siempre presente que no se les ha dado facultad de
enseñar, para que expongan a sus alumnos las opiniones personales que tengan
acerca de su asignatura, sino para que expongan las doctrinas plenamente
aprobadas por la Iglesia. Concretamente, en lo que se refiere a la sagrada
teología, es Nuestro deseo que su estudio se lleve a cabo siempre a la luz de
la filosofía que hemos citado.
¡Cuánto
dolor se hubiese ahorrado a la Iglesia y cuánto daño se hubiese evitado a las
almas, con la fiel obediencia a esos mandatos de San Pío X! Pido ahora a mis
hijas y a mis hijos, precisamente en este año en el que se conmemora el VII
centenario de la muerte del Doctor Angélico, que sigan delicadamente esas
indicaciones de la Iglesia en el estudio y en la enseñanza de la doctrina
filosófica y teológica, seguros de que también así contribuiremos a que, por la
misericordia divina, las aguas vuelvan a su cauce…