Amemos
a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos,
que sea con el sudor de nuestra frente. Porque muy a menudo muchos actos de
amor de Dios, de complacencia, de benevolencia y otros sentimientos semejantes
y prácticas interiores de un corazón tierno, aunque sean muy buenas y muy dignas
de ser deseadas, son sin embargo sospechosas cuando no llevan a la práctica del
amor efectivo. En esto, dice nuestro Señor, es glorificado mi Padre, en que
deis muchos frutos...
Algunos
se sienten orgullosos de su imaginación calenturienta, se contentan con los
dulces coloquios que tienen con Dios en la oración, hablan de él como los
mismos ángeles; pero al salir de allí, se trata de trabajar por Dios, de sufrir,
de mortificarse, de instruir a los pobres, de ir a buscar a la oveja descaminada,
de preocuparse por si les falta algo, de aceptar las enfermedades o cualquier
otra desgracia. Y entonces ya no hay tantos dispuestos para ello, porque les
falta coraje. ¡No! ¡No! ¡No nos engañemos!: «Toda nuestra obran está en la
acción».
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