Benedicto XVI presenta en sus
audiencias de todos los miércoles a San Agustín y en donde dice que es un
hombre de un espíritu muy grande. La audiencia se realizó el 8 de enero del
2008.
"Después de las grandes festividades
navideñas, quisiera volver a meditar sobre los padres de la Iglesia y hablar
hoy del padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión y
de fe, de elevadísima inteligencia y de incansable entrega pastoral. Este gran
santo y doctor de la Iglesia es conocido, al menos de nombre, incluso por quien
ignora el cristianismo o no tiene familiaridad con él, por haber dejado una
huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo".
Después de las grandes festividades
navideñas, quisiera volver a meditar sobre los padres de la Iglesia y hablar
hoy del padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión y
de fe, de elevadísima inteligencia y de incansable entrega pastoral. Este gran
santo y doctor de la Iglesia es conocido, al menos de nombre, incluso por quien
ignora el cristianismo o no tiene familiaridad con él, por haber dejado una
huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.
Por su singular relevancia, san
Agustín tuvo una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos
los caminos de la literatura cristiana latina llevan a Hipona (hoy Anaba, en la
costa de Argelia), localidad en la que era obispo y, por otra, que de esta
ciudad del África romana, en la que Agustín fue obispo desde el año 395 hasta
430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura
occidental.
Pocas veces una civilización ha
encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger los valores y de exaltar su
intrínseca riqueza, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las
generaciones posteriores, tal y como subrayó también Pablo VI: «Se puede decir
que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y de esa se
derivan corrientes de pensamiento que penetran toda la tradición doctrinal de
los siglos sucesivos» (AAS, 62, 1970, p. 426).
Agustín es, además, el padre de la
Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice:
parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto en vida. En un próximo
encuentro hablaremos de estas obras. Hoy nuestra atención se concentrará en su
vida, que puede reconstruirse con sus escritos, y en particular con las «Confesiones»,
su extraordinaria biografía espiritual escrita para alabanza de Dios, su obra
más famosa.
Las «Confesiones» constituyen
precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología un modelo
único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no
religiosa, hasta la modernidad.
Esta atención por la vida espiritual,
por el misterio del yo, por el misterio de Dios que se esconde en el yo, es
algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre como una
«cumbre» espiritual.
Pero, volvamos a su vida. Agustín
nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de
noviembre de 354, hijo de Patricio, un pagano que después llegó a ser
catecúmeno, y de Mónica, fervorosa cristiana.
Esta mujer apasionada, venerada como
santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y le educó en la fe cristiana.
Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el
catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; es más,
dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial,
de la práctica eclesial, como les sucede también hoy a muchos jóvenes.
Agustín tenía también un hermano,
Navigio, y una hermana, de la que desconocemos el nombre y que, tras quedar
viuda, se convirtió en superiora de un monasterio femenino.
El muchacho, de agudísima
inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue estudiante
ejemplar. De todos modos, aprendió bien la gramática, primero en su ciudad
natal, y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica, en Cartago,
capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no
alcanzó el mismo nivel en griego, ni aprendió el púnico, lengua que hablaban
sus paisanos.
En Cartago, Agustín leyó por primera
vez el «Hortensius», obra de Cicerón que después se perdería y que se enmarca
en el inicio de su camino hacia la conversión. El texto ciceroniano despertó en
él el amor por la sabiduría, como escribirá siendo ya obispo en las
«Confesiones»: «Aquel libro cambió mis sentimientos» hasta el punto de que «de
repente todas mis vanas esperanzas se envilecieron ante mis ojos y empecé a
encenderme en un increíble ardor del corazón por una sabiduría inmortal» (III,
4, 7).
Pero, dado que estaba convencido de
que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y
dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, nada más leerlo comenzó a
leer la Escritura, la Biblia. Quedó decepcionado. No sólo porque el estilo de
la traducción al latín de la Sagrada Escritura era deficiente, sino también
porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio.
En las narraciones de la Escritura
sobe guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la
filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad que le es propio. Sin
embargo, no quería vivir sin Dios y buscaba una religión que respondiera a su
deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.
De esta manera, cayó en la red de los
maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión
totalmente racional. Afirmaban que el mundo está dividido en dos principios: el
bien y el mal. Y así se explicaría toda la complejidad de la historia humana.
La moral dualista también le atraía a san Agustín, pues comportaba una moral
muy elevada para los elegidos: y para quien, como él, adhería a la misma era
posible una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente
si era joven.
Se hizo, por tanto, maniqueo,
convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre
racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó una ventaja
concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas
de carrera. Adherir a esa religión, que contaba con muchas personalidades
influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y continuar con su
carrera.
De esta mujer tuvo un hijo, Adeodato,
al que quería mucho, sumamente inteligente, que después estaría presente en su
preparación al bautismo en el lago de Como, participando en esos «Diálogos» que
san Agustín nos ha dejado. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.
Siendo profesor de gramática en torno
a los veinte años, en su ciudad natal, pronto regresó a Cartago, donde se
convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el pasar del
tiempo, sin embargo, Agustín comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que
le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran
incapaces de resolver sus dudas, y se transfirió a Roma, y después a Milán,
donde residía en la corte imperial y donde había obtenido un puesto de
prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era
hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.
En Milán, Agustín se acostumbró a
escuchar, en un primer momento con el objetivo de enriquecer su bagaje
retórico, las bellísimas predicaciones del obispo Ambrosio, que había sido
representante del emperador para Italia del norte. El retórico africano quedó
fascinado por la palabra del gran prelado milanés; no sólo por su retórica. El
contenido fue tocando cada vez más su corazón.
El gran problema del Antiguo
Testamento, la falta de belleza retórica, de nivel filosófico, se resolvió con
las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del
Antiguo Testamento: Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un
camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la
belleza, la profundidad incluso filosófica del Antiguo Testamento y comprendió
toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis
entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se
hizo carne.
Pronto, Agustín se dio cuenta de que
la literatura alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo
de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era
más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido
insuperables.
Agustín continuó la lectura de los
escritos de los filósofos con la de la Escritura, y sobre todo de las cartas de
san Pablo. La conversión al cristianismo, el 15 de agosto de 386, se enmarcó
por tanto al final de un largo y agitado camino interior, del que seguiremos
hablando en otra catequesis. El africano se mudó al campo, al norte de Milán,
al lago de Como, con su madre, Mónica, el hijo Adeodato, y un pequeño grupo de
amigos, para prepararse al bautismo. De este modo, a los 32 años, Agustín fue
bautizado por Ambrosio el 24 de abril de 387, durante la vigilia pascual en la
catedral de Milán.
Tras el bautismo, Agustín decidió
regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, de
carácter monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para
embarcarse, su madre se enfermó improvisamente y poco después murió,
destrozando el corazón del hijo.
Tras regresar finalmente a su patria,
el convertido se estableció en Hipona para fundar un monasterio. En esa ciudad
de la costa africana, a pesar de resistirse a la idea, fue ordenado presbítero
en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que
estaba pensado desde hace algún tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración,
el estudio y la predicación.
Quería estar sólo al servicio de la
verdad, no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la
llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecer el don de
la verdad a los demás. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue
consagrado obispo.
Continuando con la profundización en
el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, Agustín
se convirtió en un obispo ejemplar con un incansable compromiso pastoral: predicaba
varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos,
atendía a la formación del clero y a la organización de los monasterios
femeninos y masculinos.
En poco tiempo, el antiguo profesor de
retórica se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo
de esa época: sumamente activo en el gobierno de su diócesis, con notables
implicaciones también civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo
de Hipona ejerció una amplia influencia en la guía de la Iglesia católica del
África romana y más en general en el cristianismo de su época, afrontando
tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo,
el donatismo, y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el único
Dios y rico en misericordia.
Y Agustín se encomendó a Dios cada
día, hasta el final de su vida: contrajo la fiebre, mientras la ciudad de
Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por vándalos
invasores. El obispo, cuenta su amigo Posidio en la «Vita Augustini» pidió que
le transcribieran con letra grande los salmos penitenciales «y pidió que
colgaran las hojas contra la pared, de manera que desde la cama en su
enfermedad los podía ver y leer, y lloraba sin interrupción lágrimas calientes»
(31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de Agustín, quien falleció el
28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. Dedicaremos los
próximos encuentros a sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Deja tus comentarios