Publicamos las palabras del Papa
Benedicto XVI en la audiencia de este miércoles 31 de octubre. Recordemos que las catequesis del Papa son
una enseñanza invalorable para todo católico.
“Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos en nuestro camino de
meditación sobre la fe católica. La semana pasada he mostrado cómo la fe es un
don, porque es Dios quien toma la iniciativa y viene a nuestro encuentro; y así
la fe es una respuesta con la que lo recibimos, como un fundamento estable de
nuestra vida. Es un don que transforma nuestras vidas, porque nos hace entrar
en la misma visión de Jesús, quien obra en nosotros y nos abre al amor hacia
Dios y hacia los demás.
Hoy me gustaría dar un paso más en
nuestra reflexión, partiendo de nuevo de algunas preguntas: ¿la fe tiene solo
un carácter personal, individual? ¿Solo me interesa a mi como persona? ¿Vivo mi
fe yo solo? Por supuesto, el acto de fe es un acto eminentemente personal, que
tiene lugar en lo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión
personal: es mi vida que da un giro, una nueva orientación. En la liturgia del
Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide manifiestar la fe
católica y formula tres preguntas: ¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en
Jesucristo su único Hijo? ¿Crees en el Espíritu Santo? En la antigüedad, estas
preguntas eran dirigidas personalmente al que iba a ser bautizado, antes que se
sumergiese tres veces en el agua. Y aún hoy, la respuesta es en singular: “Yo
creo”.
Pero este creer no es el resultado de
mi reflexión solitaria, no es el producto de mi pensamiento, sino que es el
resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir,
y un responder; es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi
"yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre. Es
como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también
a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino; y este nuevo
nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo del curso de la
vida. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque
la fe me ha sido dada por Dios a través de una comunidad de creyentes que es la
Iglesia, y por lo tanto me inserta en la multitud de creyentes, en una
comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada en el amor eterno
de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,
que es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la
vez comunitaria: puede ser “mi fe”, solo si vive y se mueve en el “nosotros” de
la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia.
El domingo en la misa, rezando el
“Credo”, nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la
única fe de la Iglesia. Ese “creo” pronunciado individualmente, se une al de un
inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos contribuyen, por así
decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe. El Catecismo de la Iglesia
Católica lo resume de forma clara:“"Creer" es un acto eclesial. La fe
de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es
la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no
tiene a la Iglesia por Madre"[San Cipriano]” (n. 181). Por lo tanto, la fe
nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante para
recordarlo.
A principios de la aventura cristiana,
cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, en el día de
Pentecostés --como se relata en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,1-13)--, la
Iglesia primitiva recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha
confiado el Señor Resucitado: difundir por todos los rincones de la tierra el
Evangelio, la buena noticia del Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al
encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todos los miedos en
la proclamación de lo que habían oído, visto, experimentado en persona con
Jesús. Por el poder del Espíritu Santo, comienzan a hablar en nuevas lenguas,
anunciando abiertamente el misterio del que fueron testigos. En los Hechos de
los Apóstoles, se nos relata el gran discurso que Pedro pronuncia en el día de
Pentecostés. Comienza él con un pasaje del profeta Joel (3,1-5), refiriéndose a
Jesús, y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había sido
acreditado ante ustedes por Dios con milagros y grandes señales, fue clavado y
muerto en la cruz, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo
Señor y Cristo.
Con él entramos en la salvación final
anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será salvo (cf. Hch.
2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten desafiados
personalmente, interpelados, se arrepienten de sus pecados y se hacen bautizar
recibiendo el don del Espíritu Santo (cf. Hch. 2, 37-41). Así comienza el
camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el
espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios basado sobre la nueva alianza
gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un determinado
grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de cada
nación y cultura. Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas,
universalmente abierto a acoger a todos, más allá de toda frontera, haciendo
caer todas las barreras. Dice san Pablo: "Donde no hay griego y judío;
circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo
es todo y en todos" (Col. 3,11).
La Iglesia, por tanto, desde el
principio, es el lugar de la fe, el lugar de transmisión de la fe, el lugar en
el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos en el Misterio Pascual de la
Muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de la esclavitud del pecado,
nos da la libertad de hijos y nos introduce a la comunión con el Dios Trino. Al
mismo tiempo, estamos inmersos en comunión con los demás hermanos y hermanas en
la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacándonos fuera de nuestro aislamiento.
El Concilio Vaticano II nos lo recuerda: “Fue voluntad de Dios el santificar y
salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros,
sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera
santamente” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 9).
Al recordar la liturgia del bautismo,
nos damos cuenta de que, al concluir las promesas en las que expresamos la
renuncia al mal y repetimos “creo” a las verdades de la fe, el celebrante dice:
“Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar
en Cristo Jesús Nuestro Señor”. La fe es una virtud teologal, dada por Dios,
pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El mismo san Pablo,
escribiendo a los Corintios, afirma haberles comunicado el Evangelio que a su
vez él había recibido (cf. 1 Cor. 15,3).
Hay una cadena ininterrumpida de la vida
de la Iglesia, de la proclamación de la Palabra de Dios, de la celebración de
los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Esta nos da
la seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo, predicado
por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la
Muerte y Resurrección del Señor, de donde brota toda la herencia de la fe. El
Concilio dice: “La predicación apostólica, que está expuesta de un modo
especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los
tiempos por una sucesión continua” (Const. Dogm. Dei Verbum, 8).
Por lo tanto, si la Biblia contiene la
Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite
fielmente, para que las personas de todos los tiempos puedan acceder a sus
inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia,
“en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones
todo lo que ella es, todo lo que ella cree” (ibid.).
Por último, quiero destacar que es en
la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante notar
cómo en el Nuevo Testamento, la palabra “santos” se refiere a los cristianos
como un todo, y por cierto no todos tenían las cualidades para ser declarados
santos por la Iglesia. ¿Qué se quería indicar, pues, con este término? El hecho
es que los que tenían y habían vivido la fe en Cristo resucitado, fueron
llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás,
poniéndolos así en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que
revela el rostro del Dios vivo.
Y esto también vale para nosotros: un
cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la fe de la Iglesia, a
pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como
una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite
al mundo. El beato Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Missio afirmó que
“la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da
nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!” (n. 2).
La tendencia, hoy generalizada, a
relegar la fe al ámbito privado, contradice por tanto su propia naturaleza.
Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y para experimentar
los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el sostenimiento de la gracia y
el testimonio del amor. Así, nuestro “yo” en el “nosotros” de la Iglesia, podrá
percibirse, al mismo tiempo, como destinatario y protagonista de un
acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que
establece la comunión entre las personas. En un mundo donde el individualismo
parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas más frágiles, la
fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la
comunión de Dios para toda la humanidad (Cf. Const. Dogm. Gaudium et Spes, 1).
Gracias por su atención”.
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