La
solemne apertura del evangelio había presentado a la Palabra eterna del Padre
entrando en la historia de los hombres y convirtiéndose en Jesús de Nazaret. Era
necesario encontrar un nexo para que Jesús pudiera vincularse concretamente en
la historia. Todos los profetas habían hablado de él. El último, dotado de un carisma
particular, el «precursor», se llama Juan: el portavoz del actual texto evangélico.
En un estupendo primer plano, el Bautista es presentado como el testigo leal.
Ese que empeña todo su ser en hablar de Jesús, reconociéndolo como el Mesías y
proporcionando las credenciales fundamentales. Su testimonio se expresa con tres
frases de recia teología: Jesús es «el cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo» (v. 29); el Espíritu se ha posado sobre él y permanece de forma estable
(v. 32); Jesús es el elegido de Dios, es decir, el «Hijo de Dios» (v. 34). Son
tres afirmaciones, ligadas entre sí, que desvelan la idea que tiene Juan sobre
el Mesías.
La
obra principal de Jesús consiste en «quitar el pecado del mundo». Para Juan, el
evangelista, existe un único pecado: rechazar la Luz que ha venido al mundo para
iluminar a todos los hombres (Jn 1,9). Rechazar a Cristo es el mayor y único
pecado; las demás transgresiones (pecados) son manifestaciones incompletas.
Jesús cumplirá esta colosal obra de reconciliación entre Dios y el hombre
porque él mismo es Dios. El texto lo dice claramente. La escena del bautismo
sirve para mostrar la presencia del Espíritu, que desciende sobre Jesús y permanece
sobre él.
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