MEDITACIONES DE SAN AGUSTIN PARA LA PASCUA

martes, 19 de abril de 2011

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Hoy quiero presentarles una serie  de textos de San Agustín que nos servirán para meditar  desde el Jueves hasta el Sábado Santo. Recuerden nuestro email al cual pueden escribirnos y darnos sus opiniones y sugerencias  orlandocarmona77@yahoo.es

JUEVES SANTO
Jn 13,1-15: La Iglesia tiene necesidad de lavar los pies
Cuando el Señor se puso a lavar los pies a sus discípulos se acercó a Simón Pedro; y Pedro le dijo: ¿Me vas a lavar tú a mí los pies? ¿Quién no se llenaría de estupor si el Hijo de Dios le lavase los pies? Y aunque era señal de una audacia temeraria que el siervo resistiese al Señor, el hombre a Dios, Pedro lo prefirió antes de consentir que le lavase los pies su Dios y Señor... Pero Jesús le contestó diciendo: Lo que yo hago, no lo entiendes ahora; lo entenderás más tarde. Espantado por la grandeza de la acción divina, se resiste aún a permitir aquello cuyo motivo ignora. No quiere ver, no puede soportar que Cristo esté postrado a sus pies. Jamás me lavarás tú los pies, le dijo. ¿Qué quiere decir jamás? Nunca lo toleraré, nunca lo consentiré, nunca lo permitiré. Entonces el Señor, asustando a aquel enfermo recalcitrante con el peligro en que ponía su salvación, le replica: Si no te lavo, no tendrás parte conmigo. Dice: Si no te lavo, aunque se trataba solamente de los pies. De la misma manera se dice: «Me pisas», aunque sólo se pise el pie. Pedro, turbado entre el amor y el temor y sintiendo más horror al verse apartado de él que al verlo postrado a sus pies, replica a su vez: Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza (Jn 13,6-9). Si profieres tales amenazas para que me deje lavar mis miembros, no sólo no retraigo los inferiores, sino que presento también los superiores. Para que no me niegues el tener parte contigo, no te niego parte alguna de mi cuerpo para que la laves.
Dícele Jesús: Quien se ha lavado, sólo tiene necesidad de lavarse los pies, pues está todo limpio (Jn 13,10). Quizá alguno intrigado diga: «Si está enteramente limpio, ¿qué necesidad tiene de lavarse los pies?». El Señor sabía bien lo que decía, aunque nuestra debilidad no llegue a penetrar sus secretos. No obstante, según lo que él se digna enseñarnos con sus propias palabras y con las de la ley y en la medida de mi capacidad, con su ayuda, también yo diré algo sobre esta profunda cuestión. Ante todo voy a demostrar con toda facilidad que no hay contradicción alguna en la frase. ¿Quién no puede decir con toda corrección: «Está todo limpio menos los pies»? Sería más elegante decir: «Está todo limpio a no ser los pies», que es lo mismo. No otra cosa es lo que dice el Señor: Sólo tiene necesidad de lavarse los pies, pues está todo limpio. Todo menos los pies, o a no ser los pies, que tienen necesidad de ser lavados.
¿Qué quiere decir esto? ¿Qué significa? ¿Qué necesidad tenemos de averiguarlo? Lo afirma el Señor, lo afirma la Verdad: incluso quien se ha lavado tiene necesidad de lavarse los pies. ¿En qué estáis pensando, hermanos míos? ¿No estáis pensando que en el bautismo el hombre es lavado íntegramente, incluidos los pies? Sin embargo, como luego ha de vivir en la condición humana, no puede evitar el pisar la tierra con los pies. Los mismos afectos humanos, sin los que no se puede estar en esta vida mortal, son como los pies con los que nos mezclamos en las cosas humanas y de modo tal que si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros (1 Jn 1,8). Diariamente nos lava los pies aquel que intercede por nosotros (Rom 8,34); tenemos necesidad de lavarlos a diario, es decir, enderezar los caminos por los que se mueve nuestro espíritu, según lo confesamos en la oración dominical: Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,12). Sí, como está escrito, confesamos nuestros pecados, el que lavó los pies a sus discípulos es fiel y justo de modo que perdonará nuestros pecados y nos lavará de toda iniquidad (1 Jn 1,9), incluidos los pies con que andamos por la tierra.
Así, pues, la Iglesia, lavada por Cristo con el agua y la palabra, aparece sin manchas ni arrugas (Ef 5,26-27) no sólo en aquellos que son arrebatados al contagio de esta vida, inmediatamente después del bautismo, y no pisan la tierra por lo que no tienen necesidad de lavarse los pies, sino también en aquellos a quienes la misericordia del Señor sacó de este mundo con los pies limpios. Mas aunque la Iglesia esté limpia en todos los que moran aquí, porque viven de la justicia, éstos tienen necesidad de lavarse los pies, porque no están exentos de pecado. Por esto dice el Cantar de los Cantares: He lavado mis pies ¿cómo he de volver a mancharlos? (Cant 5,3). Dice esto porque, teniendo que ir a Cristo, le es forzoso pisar la tierra para llegar a él. De aquí surge otra dificultad. ¿No está Cristo allá arriba? ¿No subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre? ¿No exclama el Apóstol: Si habéis resucitado con Cristo, gustad las cosas de arriba, donde está sentado Cristo a la derecha de Dios; buscad las cosas de arriba y no las de la tierra? (Col 3,1-2). ¿Por qué hemos de tener que pisar la tierra para llegar a Cristo, si para poder estar con él hemos de tener puesto nuestro corazón allí arriba? Comprenderéis hermanos, que la premura del tiempo de que hoy disponernos nos obliga a cortar esta cuestión que yo veo, quizá vosotros no, que requiere una discusión más amplia. Prefiero que sea suspendida, antes que tratarla con brevedad y negligencia, no defraudando, sino difiriendo vuestra expectación. Que el Señor, que me hace deudor, me conceda el saldar la deuda.
Comentarios sobre el evangelio de San Juan 56

VIERNES SANTO
Hemos de poner nuestra confianza y nuestra gloria en la muerte del Señor
La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es para nosotros un ejemplo de paciencia, a la vez que seguridad de alcanzar la gloria. ¿Qué cosa no pueden esperar de la gracia de Dios los corazones fieles? El Hijo único de Dios y coeterno con el Padre tuvo en poco el nacer como hombre, y, por tanto, de hombre, pues hasta sufrió la muerte de manos de quienes fueron creados por él. Y todo por bien de ellos. Gran cosa es la que se nos promete para el futuro, pero mucho mayor es lo que recordamos como ya hecho por nosotros. ¿Dónde estaban los santos o qué eran ellos cuando Cristo murió por los impíos? ¿Quién dudará de que él ha de donarles su vida, si les donó incluso su muerte? ¿Por qué duda la fragilidad humana en creer que será una realidad el que los hombres vivan algún día en compañía de Dios? Mucho más increíble es lo que ya ha tenido lugar: que Dios haya muerto por los hombres.
¿Quién es Cristo, sino la Palabra que existía en el principio, la Palabra que estaba en Dios y la palabra que era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). No hubiera tenido en sí misma dónde morir por nosotros si no hubiese tomado nuestra carne mortal. De esta manera pudo morir el inmortal y quiso donar la vida a los mortales: haciendo partícipes de sí en el futuro a aquellos de quienes ella se había hecho partícipe antes. Pues ni nosotros teníamos en nuestro ser de dónde conseguir la vida ni ella en el suyo en dónde sufrir la muerte. Realizó con nosotros un admirable comercio, en base a una mutua participación: el don de morir era nuestro, el don de vivir será suyo. Pero la carne que tomó de nosotros para morir, la otorgó él mismo, puesto que es el Creador; en cambio, la vida gracias a la cual viviremos en él y con él, no la recibió de nosotros. En consecuencia, si consideramos nuestra naturaleza, la que nos hace hombres, no murió en su ser, sino en el nuestro, puesto que de ninguna manera puede morir en su naturaleza propia, por la que es Dios. Si, en cambio, consideramos que es criatura suya, que él lo hizo en cuanto Dios, murió también en su ser, puesto que es también autor de la carne en que murió.
Así, pues, no sólo no debemos avergonzarnos de la muerte del Señor, nuestro Dios, sino más bien poner en ella toda nuestra confianza y nuestra gloria. En efecto, recibiendo en lo que tomó de nosotros la muerte que encontró en nosotros, hizo una promesa fidedigna de que nos ha de dar la vida con él, vida que no podemos obtener por nosotros mismos. Quien nos amó tanto que, sin tener pecado, sufrió lo que los pecadores habíamos merecido por el pecado, ¿cómo no va a darnos quien nos hace justos lo que merecimos por la justicia? ¿Cómo no va a cumplir su promesa de dar el galardón a los santos quien promete sinceramente, quien sin cometer maldad alguna sufrió el castigo que merecían los malvados? Llenos de coraje, confesemos o, más bien, profesemos, hermanos, que Cristo fue crucificado por nosotros; digámoslo llenos de gozo, no de temor; gloriándonos, no avergonzándonos. Lo vio el apóstol Pablo, y lo recomendó como titulo de gloria. Muchas cosas grandiosas y divinas tenía para mencionar a propósito de Cristo; no obstante, no dijo que se gloriaba en las maravillas obradas por él, que, siendo Dios junto al Padre, creó el mundo, y, siendo hombre como nosotros, dio órdenes al mundo; sino: Lejos de mí el gloriarme, a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gál 6,14). Estaba contemplando quién, por quiénes y de dónde había pendido, y presumía de tan gran humildad de Dios y de la divina excelsitud. Esto el Apóstol.
Pero quienes nos insultan porque adoramos al Señor crucificado, cuanto más piensan que saben, tanto más irremediablemente han perdido la razón, pues no entienden en absoluto lo que creemos o decimos. En efecto, nosotros no decimos que murió en Cristo su ser divino, sino su ser humano. Si, por ejemplo, cuando muere un hombre cualquiera no sufre la muerte en compañía del cuerpo, aquello que ante todo le constituye como hombre, es decir, lo que le distingue de las bestias, lo que faculta el entender, lo que discierne entre lo divino y lo humano, lo temporal y lo eterno, lo falso y lo verdadero, en definitiva, el alma racional, sino que, muerto el cuerpo, ella se separa con vida, y, no obstante, se dice: «Ha muerto un hombre», ¿por qué no decir también: «Murió Dios», sin entender por ello que pudo morir el ser divino, sino la parte mortal que había recibido en favor de los mortales?
Cuando muere un hombre, no muere su alma que mora en la carne; de idéntica manera, cuando murió Cristo, no murió su divinidad presente en la carne. «Pero -dicen- Dios no pudo mezclarse con el hombre y hacerse, juntamente con él, el único Cristo». Según esta opinión carnal y vana y cualesquiera otras opiniones humanas, más difícil debería sernos el creer en la posibilidad de la mezcla entre el espíritu y la carne que entre Dios y el hombre, y, a pesar de todo, ningún hombre sería hombre si el espíritu del hombre no estuviese mezclado con un cuerpo humano. ¡Cuánto más extraña y difícil no será la mezcla entre espíritu y cuerpo que entre espíritu y espíritu! Si, pues, para constituir un hombre se han mezclado el espíritu del hombre, que no es cuerpo, y el cuerpo del hombre, que no es espíritu, Dios, que es espíritu, ¿no pudo, con mucha más razón, mezclarse, gracias a una participación espiritual, no ya a un cuerpo desvinculado del espíritu, sino a un hombre poseedor del espíritu, para constituir ambos un único Cristo?
Gloriémonos, pues, también nosotros en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; por quien el mundo está crucificado para nosotros, y nosotros para el mundo. Cruz que hemos colocado en la misma frente, es decir, en la sede del pudor, para que no nos avergoncemos. Y si nos esforzamos por explicar cuál es la enseñanza de paciencia que se encierra en esta cruz o cuán saludable es, ¿encontraremos palabras adecuadas a los contenidos o tiempo adecuado a las palabras? ¿Qué hombre que crea con toda verdad e intensidad en Cristo se atreverá a enorgullecerse, cuando es Dios quien enseña la humildad, no sólo con la palabra, sino también con su ejemplo? La utilidad de esta enseñanza la recuerda en pocas palabras aquella frase de la Sagrada Escritura: Antes de la caída se exalta el corazón y antes de la gloria se humilla (Prov 18,12). Lo mismo afirman estas otras: Dios resiste a los soberbios, y a los humildes, en cambio, les da su gracia (Sant 4,6); e igualmente: Quien se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado (Lc 14,11). Por consiguiente, ante la exhortación del Apóstol a que no seamos altivos, sino que tengamos sentimientos de humildad, el hombre ha de pensar, si le es posible, a qué gran precipicio es empujado si no comparte la humildad de Dios y cuán pernicioso es que el hombre no encuentre dificultad en soportar lo que quiera el Dios justo, si Dios sufrió pacientemente lo que quiso el injusto enemigo.
Sermón 218 C
SABADO SANTO
Con su resurrección, nuestro Señor Jesucristo convirtió en glorioso el día que su muerte había hecho luctuoso. Por eso, trayendo a la memoria ambos momentos, permanezcamos en vela recordando su muerte y alegrémonos acogiendo su resurrección. Ésta es nuestra fiesta y nuestra pascua anual; no ya en figura como lo fue para el pueblo antiguo la muerte del cordero, sino hecha realidad como a pueblo nuevo, por la víctima que fue el Salvador, pues ha sido inmolado Cristo nuestra Pascua (1 Cor 5,7) y lo antiguo ha pasado, y he aquí que todo ha sido renovado (2 Cor 5,15). Lloramos porque nos oprime el peso de nuestros pecados y nos alegramos porque nos ha justificado su gracia, pues fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (Rom 4,25). Tanto llorando lo primero como gozándonos en lo segundo, estamos llenos de alegría. No dejamos que pase inadvertido con olvido ingrato, sino que celebramos con agradecido recuerdo lo que por nuestra causa y en beneficio nuestro tuvo lugar: tanto el acontecimiento triste como el anticipo gozoso. Permanezcamos en vela, pues, amadísimos, puesto que la sepultura de Cristo se prolongó hasta esta noche, para que en esta misma noche tuviera lugar la resurrección de la carne que entonces fue objeto de burlas en el mundo y ahora es adorada en cielo y tierra.
Esta noche, en efecto, corresponde, como es sabido, al día siguiente, que consideramos como día del Señor. Ciertamente debía resucitar en las horas de la noche, porque con su resurrección iluminó también nuestras tinieblas. No en vano se le había cantado con tanta antelación: iluminarás mi lámpara, Señor, Dios mío, tú iluminarás mis tinieblas (Sal 17,29).
Nuestra devoción hace honor a tan gran misterio, para que como nuestra fe, corroborada por su resurrección, está ya despierta, así también esta noche, iluminada por nuestra vigilia, destaque por su resplandor para que podamos pensar, con dignidad, junto con la Iglesia extendida por todo el orbe de la tierra, en no ser hallados en la noche. Para tantos y tantos pueblos que bajo el nombre de Cristo congrega por doquier esta célebre solemnidad, se puso el sol, pero sin dejar de ser día, pues la luz de la tierra tomó el relevo de la luz del cielo.
No obstante, si alguien busca el porqué de la importancia de esta nuestra vigilia, puede hallar las causas adecuadas y responder confiadamente: el mismo que nos otorgó la gloria de su nombre, el mismo que ilumina esta noche y a quien decimos iluminarás mis tinieblas, concede la luz a nuestros corazones, para que del mismo modo que vemos, con deleite para los ojos, el esplendor de esta luz, así veamos también, iluminada la mente, el motivo del resplandor de esta noche.
¿Por qué, pues, se mantienen en vela los cristianos en esta fiesta anual? Ésta es nuestra vigilia por excelencia, y nuestro pensamiento no suele volar a ninguna otra solemnidad distinta de ésta cuando, movidos por el deseo, preguntamos o decimos -«¿Cuándo será la vigilia?» -«Dentro de tantos días», se responde; como si, en comparación de ella, las demás no fueran vigilias. El Apóstol exhortó a la Iglesia a ser asidua no sólo en los ayunos; sino también en las vigilias. Hablando de sí mismo dice: con frecuencia en ayunos, con frecuencia en vigilias (2 Cor 11,27). Pero la vigilia de esta noche destaca tanto que puede reivindicar como propio el nombre que es común a todas las demás. Así, pues, diré algo, lo que el Señor me conceda, primero sobre la vigilia en general y luego sobre la particular de hoy.
En aquella vida, por la consecución de cuyo descanso todos trabajamos, vida que nos promete la Verdad para después de la muerte de este cuerpo o también para el final de este mundo, en la resurrección, nunca hemos de dormir, como tampoco nunca moriremos. ¿Qué es el sueño, sino una muerte cotidiana que ni del todo saca al hombre de aquí ni le retiene por largo tiempo? ¿Y qué es la muerte, sino un sueño largo y muy profundo, del que despierta Dios? Por tanto, donde no llega muerte ninguna, tampoco llega el sueño, su imagen. Sólo los mortales experimentan el sueño. No es de este tipo el descanso de los ángeles; ellos, dado que viven perpetuamente, nunca reparan su salud con el sueño. Como allí está la vida misma, allí existe la vigilia sin fin. Allí la vida no es otra cosa que el estar en vela, y estar en vela no es otra cosa que vivir.
Nosotros, en cambio, mientras estamos en este cuerpo que se corrompe y apesga al alma (Sab 9,15), puesto que no podemos vivir, si no reparamos nuestras fuerzas con el sueño, interrumpimos la vida con la imagen de la muerte para poder vivir, al menos, a intervalos. Por tanto, quien asiste asiduamente a las vigilias con corazón casto y puro, sin duda alguna practica la vida de los ángeles -en la medida en que la debilidad de esta carne está sujeta al peso terreno, los deseos celestiales se encuentran ahogados-, ejercitando la carne mediante una vigilia más larga, contra la mole causante de la muerte para adquirirle méritos para la vida eterna. No está de acuerdo consigo mismo quien desea vivir por siempre y no quiere aumentar sus vigilias; quiere que desaparezca totalmente la muerte, y no quiere que disminuya su imagen. Ésta es la causa, éste el motivo por el que el cristiano tiene que ejercitar su mente en las vigilias con mayor frecuencia.
Ahora ya, hermanos, mientras recordamos otras pocas cosas, poned vuestra atención en la vigilia especial de esta noche. He dicho por qué debemos restar tiempo al sueño y añadirlo a las vigilias con mayor frecuencia; ahora voy a explicar por qué permanecemos esta noche en vela con tanta solemnidad.
Ningún cristiano duda de que Cristo el Señor resucitó de entre los muertos al tercer día. El santo evangelio atestigua que el acontecimiento tuvo lugar esta noche. No hay duda de que los días comienzan a contarse desde la noche precedente, aunque no se ajuste al orden mencionado en el Génesis, no obstante que también allí las tinieblas han precedido al día, pues las tinieblas se cernían sobre el abismo cuando dijo Dios: «Hágase la luz y la luz fue hecha» (Gn 1,2-4). Pero como aquellas tinieblas aún no eran la noche, tampoco habla de días. En efecto, hizo Dios la división entre la luz y las tinieblas, y primeramente llamó día a la luz, y luego noche a las tinieblas, y fue mencionado como un solo día el espacio desde que se hizo la luz hasta la mañana siguiente. Está claro que aquellos días comenzaron con la luz, y, pasada la noche, duraban cada uno hasta la mañana siguiente. Poco después que el hombre creado por la luz de la justicia cayó en las tinieblas del pecado, de las que lo libertó la gracia de Cristo, ha acontecido que contamos los días a partir de las noches, porque nuestro esfuerzo no se dirige a pasar de la luz a las tinieblas, sino de las tinieblas a la luz, cosa que esperamos conseguir con la ayuda del Señor: La noche ha pasado, se ha acercado el día, despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz (Rom 13,12).
Por tanto, el día de la pasión del Señor, día en que fue crucificado, seguía a la propia noche ya pasada, y por eso se cerró y concluyó en la preparación de la pascua, que los judíos llaman también «cena pura», y la observancia del sábado comenzaba al inicio de esta noche. En consecuencia, el sábado que comenzó con su propia noche concluyó en la tarde de la noche siguiente, que es ya el comienzo del día del Señor, porque el Señor lo hizo sagrado con la gloria de su resurrección. Así, pues, en esta solemnidad celebramos ahora el recuerdo de aquella noche que daba comienzo al día del Señor y pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó. La vida de que poco antes hablaba, en la que no habrá ni muerte, ni sueño, la incoó él para nosotros en su carne, que resucitó de entre los muertos, de forma tal que ya no muere ni la muerte tiene dominio sobre ella.
Sermón 221
Nuestra Pascua
El Viejo Testamento es, pues, promesa figurada. El Nuevo es promesa espiritualmente entendida. La Jerusalén que estaba en la tierra pertenecía al Viejo Testamento, pero era la imagen de la Jerusalén que está en el cielo y que pertenece al Nuevo. La circuncisión carnal pertenece al Viejo Testamento; la del corazón al Nuevo. El pueblo es liberado de Egipto según el Viejo Testamento; pero es liberado del diablo según el Nuevo. Los perseguidores egipcios y el faraón persiguen a los judíos que huyen de Egipto; y persiguen al pueblo cristiano sus propios pecados y el diablo, príncipe de los pecados. Y así como los egipcios persiguen a los judíos hasta el mar, así los pecados persiguen a los cristianos hasta el bautismo.
Atended, hermanos, y entended: los judíos son liberados por el mar, y los egipcios son ahogados en el mar: los cristianos son liberados en la remisión de los pecados, los pecados son borrados por el bautismo. Salen los judíos del mar Rojo y caminan por el desierto; así los cristianos, después del bautismo, todavía no están en la tierra de promisión, sino en esperanza. Este mundo es un desierto: para un auténtico cristiano es un desierto después del bautismo, si entiende bien lo que recibió. Si no sólo se verificaron en él signos corporales, sino también efectos espirituales en su corazón, entiende que este mundo es para él un desierto, entiende que vive en peregrinación, que anhela la patria. Y mientras la desea está en esperanza. Estamos salvados en esperanza. Porque lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Y si esperamos lo que no vemos, lo esperamos mediante la paciencia (Rom 8,24-25).
Esta paciencia en el desierto hace que esperemos algo. Quien piensa que ya está en la patria, no llegará a ella. Si se cree en la patria, se queda en el camino. Para no quedarse en el camino, espere la patria, desee la patria, no se desvíe. Porque acaecen tentaciones. Igual que sobrevienen pruebas en el desierto, así sobrevienen tentaciones tras el bautismo. No sólo eran los egipcios los enemigos de los judíos, porque los perseguían al salir de Egipto: esos eran enemigos pasados; así persigue a cada cual su vida pasada y sus propios pecados, con el diablo que es su príncipe. Pero hubo también en el desierto quienes trataron de impedir el camino, y fue menester pelear con ellos y vencerlos. Así, tras el bautismo, cuando el cristiano comienza a recorrer el camino de su corazón con la promesa de la esperanza de Dios, no se desvíe. Sobrevienen tentaciones que sugieren algo diferente, deleites de este mundo, otro género de vida, para que abandone el camino y desista del propósito. Si vence estos deseos y estas sugestiones, los enemigos son superados en el camino y el pueblo llega a la patria.
Sermón 4,9.

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