En
esta meditación quisiera interpretar un aspecto de la visión del misterio
pascual que hallamos en el Evangelio de
Juan. Muchos exegetas actuales se hallan de acuerdo en que el Evangelio de Juan
se divide en dos partes:
a) un
libro de los signos: c.2-12;
b) un
libro de la gloria: c.13-21.
En
esta distribución, sin duda, se acentúa con fuerza el misterio de los tres
días, el misterio pascual. Los signos anuncian e interpretan
anticipadamente la realidad de estos días, cuyo contenido principal se
indica con la palabra «gloria».
1. En
esta estructura, el capítulo 13 tiene una importancia particular. La primera
parte del mismo expone, a través del gesto simbólico del lavatorio de los
pies, el significado de la vida y de la muerte de Jesús. En esta visión
desaparece la frontera entre la vida y la muerte del Señor, las cuales se
presentan como un acto único, en el que Jesús, el Hijo, lava los pies
sucios del hombre. El Señor acepta y realiza el servicio del esclavo, lleva a
cabo el trabajo más humilde, el más bajo quehacer del mundo, a fin de
hacernos dignos de sentarnos a la mesa, de abrirnos a la comunicación
entre nosotros y con Dios, para habituarnos al culto, a la familiaridad
con Dios.
El
lavatorio de los pies representa para Juan aquello que constituye el sentido de
la vida entera de Jesús: el levantarse de la mesa, el despojarse de las
vestiduras de gloria, el inclinarse hacia nosotros en el misterio del
perdón, el servicio de la vida y de la muerte humanas. La vida y la
muerte de Jesús no están la una al lado de la otra; únicamente en la
muerte de Jesús se manifiesta la sustancia y el verdadero contenido de su vida.
Vida y muerte se hacen transparentes y revelan el acto de amor que llega
hasta el extremo, un amor infinito, que es el único lavatorio verdadero
del hombre, el único lavatorio capaz de prepararle para la comunión con
Dios, es decir, capaz de hacerle libre. El contenido del relato del
lavatorio de los pies puede, por tanto, resumirse del modo siguiente: compenetrarse,
incluso por el camino del sufrimiento, con el acto divino-humano del
amor, que por su misma esencia es purificación, es decir, liberación del
hombre. Esta visión que nos ofrece San Juan contiene, además, algunos
aspectos complementarios:
a) Si
las cosas son así, la única condición de la salvación es el «sí» al amor de
Dios, que se hace posible en Jesús. Esta afirmación no expresa en modo
alguno una idea de apokatástasis general, que caería en el error de hacer
de Dios una especie de mago y que destruiría la responsabilidad y la
dignidad del hombre. El hombre es capaz de rechazar el amor liberador; el
Evangelio nos muestra dos tipos de un rechazo semejante. El primero es el
de Judas. Judas representa al hombre que no quiere ser amado, al hombre
que piensa sólo en poseer, que vive únicamente para las cosas materiales.
Por esta razón, San Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3,5), y
Jesús nos enseña que no es posible servir a dos señores. El servicio de
Dios y el de las riquezas se excluyen entre sí; el camello no pasa por el
hondón de la aguja (Mc 10,25).
b)
Pero hay otro tipo de rechazo de Dios; además del rechazo del materialista, se
da también el del hombre religioso, representado aquí por Pedro. Existe
el peligro que San Pablo llamó «judaísmo» y que es duramente criticado en
las cartas paulinas; consiste este peligro en que el «devoto» no quiera
aceptar la realidad, es decir, no quiera aceptar que también él tiene
necesidad del perdón, que también sus pies están sucios. El peligro que
corre el devoto consiste en pensar que no tiene necesidad alguna de la bondad
de Dios, en no aceptar la gracia; es el riesgo a que se halla expuesto el
hijo mayor en la parábola del hijo pródigo, el riesgo de los obreros de
la primera hora (Mt 20,1-16), el peligro de aquellos que murmuran y
sienten envidia porque Dios es bueno. Desde esta perspectiva, ser cristiano
significa dejarse lavar los pies o, en otras palabras, creer.
2.
Vemos así que, a través de la escena del lavatorio de los pies, el evangelista
interpreta no sólo la cristología y la soteriología, sino también la
antropología cristiana. Para ilustrar esta afirmación quisiera esbozar ahora
tres puntos:
a)
Además de la vida y de la muerte de Jesús, esta visión comprende también
los sacramentos del bautismo y de la penitencia, que nos sumergen en las
aguas del amor de Jesús: la vida y la muerte de Jesús, el bautismo y la
penitencia, constituyen juntamente el lavatorio divino, que nos abre el
camino de la libertad y nos permite acceder a la mesa de la vida.
b) En
esta escena se interpreta también el contenido espiritual del bautismo: el
«sí» constante al amor, la fe como acto central de la vida del espíritu.
c) De estos dos puntos se desprende una eclesiología y una ética cristianas.
Aceptar el lavatorio de los pies significa tomar parte en la acción del
Señor, compartirla nosotros mismos, dejarnos identificar con este acto.
Aceptar esta tarea quiere decir: continuar el lavatorio, lavar con Cristo
los pies sucios del mundo. Jesús dice: «Si yo, pues, os he lavado los
pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los
pies unos a otros» (13,14). Estas palabras no son una simple aplicación
moral del hecho dogmático, sino que pertenecen al centro cristológico
mismo. El amor se recibe únicamente amando.
Según
el Evangelio de Juan, el amor fraterno se halla entrañado en el amor
trinitario. Este es el «mandato nuevo, no en el sentido de un mandamiento
exterior, sino como estructura íntima de la esencia cristiana. En este
contexto, no carece de interés poner de relieve que San Juan no habla
nunca de un amor universal entre todos los hombres, sino únicamente del
amor que ha de vivirse en el interior de la comunidad de los hermanos, es
decir, de los bautizados. Jn/A-H: No faltan
teólogos modernos que critican esta posición de San Juan y hablan de una
limitación inaceptable del cristianismo, de una pérdida de universalidad.
Es cierto que existe aquí un peligro y que se hace necesario acudir a
textos complementarios, como la parábola del samaritano y la del juicio
final. A-H/C:Pero, entendido en el contexto de
todo el Nuevo Testamento, en su indivisible unidad, Juan expresa una
verdad muy importante: el amor en abstracto nunca tendrá fuerza en el
mundo si no hunde sus raíces en comunidades concretas, construidas sobre
el amor fraterno. La civilización del amor sólo se construye partiendo de
pequeñas comunidades fraternas. Hay que empezar por lo concreto y
singular para llegar a lo universal. La construcción de espacios de
fraternidad no es hoy menos importante que en tiempos de San Juan o de San
Benito. Con la fundación de la fraternidad de los monjes, San Benito se
nos revela como el verdadero arquitecto de la Europa cristiana; él fue
quien construyó los modelos de la nueva ciudad, inspirados en la
fraternidad de la fe.
Volviendo
al Evangelio, podemos afirmar que el relato del lavatorio de los pies tiene
un contenido muy concreto: la estructura sacramental implica la
estructura eclesial, la estructura de la fraternidad. Esta estructura
significa que los cristianos han de estar siempre dispuestos a hacerse
esclavos los unos de los otros, y que únicamente de este modo podrán
realizar la revolución cristiana y construir la nueva ciudad.
3.
Quisiera añadir a esta meditación dos exégesis de San Agustín a propósito del
lavatorio de los pies; con estas interpretaciones, el Obispo de Hipona
explica la tensión de su vida entre contemplación y servicio cotidiano.
a) En
una primera consideración, san Agustín reflexiona sobre estas palabras
del Señor: "Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los
pies, porque todo él está limpio» (/Jn/13/10). El
Santo se pregunta qué quiere decir: si uno se ha bañado, es decir,
bautizado, todo él está limpio; ¿por qué y en qué sentido tiene necesidad de
lavarse los pies? ¿Qué puede significar este lavatorio de los pies,
siempre necesario después de haberse bañado, después del bautismo? Así
responde el Santo Doctor: sin duda, el bautismo nos ha limpiado
enteramente, incluso los pies. Estamos «limpios»; pero, mientras vivimos
aquí abajo, nuestros pies pisan la tierra de este mundo. «Pues los mismos
afectos humanos, sin los cuales no hay vida en esta nuestra condición
mortal, son como los pies, con los cuales entramos en contacto con las
realidades humanas; y estas realidades nos alcanzan de tal manera, que si
dijéramos que estamos libres de pecado nos engañaríamos a nosotros
mismos» (AUGUSTINUS, Tract. in Johan, LVI 4; C. Chr. XXXVI 468). Pero el
Señor está en presencia de Dios y, en virtud de su intercesión, nos lava
los pies día tras día en el momento en que nuestros labios pronuncian la
oración: perdona nuestras deudas. Todos los días, cuando rezamos el
Padrenuestro, el Señor se inclina hacia nosotros, toma una toalla y nos
lava los pies.
b) San
Agustín reflexiona inmediatamente después sobre otro texto de la
Escritura, tomado del Cantar de los Cantares, en el que encuentra unos
versículos -a primera vista enigmáticos, según él- sobre el tema del
lavatorio de los pies. En el capítulo 5 del
Cantar hallamos la siguiente escena: la esposa se encuentra en el lecho y
duerme, pero su corazón vela. De pronto, un rumor la despierta; el amado
llama: «¡Abreme, hermana mía!» La esposa se resiste: «Ya me he quitado la
túnica. ¿Cómo volver a vestirme? Ya me he lavado los pies. ¿Cómo volver a
ensuciarlos?»
Aquí
comienza la reflexión del Santo Doctor. El amado que llama a la puerta de la
esposa es Cristo, el Señor. La esposa es la Iglesia, son las almas que
aman al Señor. Pero -dice San Agustín- ¿cómo pueden ensuciarse los pies
si salen al encuentro del Señor, si van a abrirle la puerta? ¿Cómo podría
ensuciarnos los pies el camino que conduce a Cristo, el camino que lava
nuestros pies? Ante semejante paradoja, San Agustín descubre algo
decisivo para su vida de pastor, para resolver el dilema entre su deseo de
oración, de silencio, de intimidad con Dios y las exigencias del trabajo
administrativo, de las reuniones, de la vida pastoral. El obispo dice: la
esposa que se resiste a abrir son los contemplativos que buscan el retiro
perfecto, se apartan por completo del mundo y quieren vivir
exclusivamente para la belleza de la verdad y de la fe, dejando que el mundo
siga su camino. Pero llega Cristo, resuenan sus pasos, despierta al alma,
llama a la puerta y dice: «Tu vives entregada a la contemplación, pero me
cierras la puerta. Tú buscas la felicidad para unos pocos, mientras fuera
crece la iniquidad y el amor de la multitud se enfría...» Llama, pues, el
Señor para sacar de su reposo a los santos ociosos y grita: «Aperi mihi,
aperi mihi et praedica me!» A decir verdad, cuando abrimos las puertas, cuando
acudimos al trabajo apostólico, nos ensuciamos inevitablemente los pies.
Pero los ensuciamos por la causa de Cristo, porque aguarda fuera la
multitud y no hay otro modo de llegar a ella que metiéndonos en la
inmundicia del mundo, en medio de la cual se encuentra (Ibid.. LVII. 2-6
p. 470ss)
Así
interpreta San Agustín su propia situación. Después de la conversión quiso
fundar un monasterio, abandonar definitivamente el mundo y vivir con sus
amigos dedicado por entero a la verdad, a la contemplación. Pero en el
391, cuando fue ordenado sacerdote en contra de sus deseos el Señor vino
a desbaratar este reposo, llamó a su puerta y desde entonces no había día
que no llamara; no le dejaba en paz: «¡Abreme y predica mi Nombre».
Agustín llegaría a comprender que esta llamada que escuchaba a diario era
realmente la voz de Jesús, que Jesús le impulsaba a ponerse en contacto
con las miserias de la gente (por aquel tiempo, el Santo Obispo hacía
también las funciones de Khadi, de juez civil) y que, por paradójico que
esto pudiera resultar, era precisamente así como caminaba hacia Jesús,
como se acercaba al Señor. «¡Abreme y predica mi Nombre!» Ante la generosa
respuesta de San Agustín sobra todo comentario: «Y he aquí que me levanto
y abro. ¡Oh Cristo, lava nuestros pies: perdona nuestras deudas, porque
nuestro amor no se ha extinguido, porque también nosotros perdonamos a
nuestros deudores! Cuando te escuchamos, exultan contigo en el cielo los
huesos humillados. Pero cuando te predicamos, pisamos la tierra para
abrirte paso; y, por ello, nos conturbamos si somos reprendidos, y si alabados,
nos hinchamos de orgullo. Lava nuestros pies, que ya han sido purificados,
pero que se han ensuciado al pisar los caminos de la tierra para abrirte
la puerta (Ibid.. LVII, 6, p.472).
JOSEPH
RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990.Págs. 114-120
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