EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN

lunes, 8 de julio de 2013

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La Iglesia católica siempre ha defendido el dogma de la Encarnación, sobre todo desde el Siglo III donde tuvo que afirmar frente a Pablo Samosata promotor de las ideas heréticas, en un concilio reunido en Antioquía, que “Jesucristo es Hijo de Dios por naturaleza y no por adopción”. Posteriormente en el Concilio Ecuménico de Nicea, en el año 325 se afirmó que el Hijo de Dios es “engendrado, no creado, de la misma substancia del Padre”, también se condenó en ese mismo concilio a Arrio que afirmaba que el Hijo de Dios había salido de la nada.


Parece ser que estas herejías también se repiten hoy día, cuando muchos niegan que Jesucristo fuera verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios, peor aún muchos inclusive niegan su existencia o la ponen en duda.  El Evangelio de San Juan es uno  que  nos habla más claramente sobre este dogma al afirmar que  “En el principio existía la Palabra  y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios” (Jn 1,1), también dice que “La Palabra se hizo carne  y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14), por su parte Pablo en su carta a Timoteo manifiesta “Él ha sido manifestado en la carne” (1 Tim 3,16).
Jesús vino al mundo en condición de hombre para pagar nuestros pecados, para mostrarnos la verdad , el camino y la luz (Jn 14,6), para que podamos estar en comunión con el Padre a través de Él, ya que el velo del “Santuario  se rasgo en dos, de arriba abajo” (Mt 27,51). Jesús nos mostró que como hombres podemos llegar al cielo, Él nos abrió las puertas de la vida eterna, por lo tanto debemos creer para comprender.

Dos grandes padres de la Iglesia nos hablan muy claramente sobre este gran misterio, el primero de ellos es San Atanasio que no s dice que  “En el seno de la Virgen, se construyó un templo, es decir, su cuerpo, y lo hizo su propio instrumento, en el que había de darse a conocer y habitar; de este modo habiendo tomado un cuerpo semejante al de cualquiera de nosotros, ya que todos estaban sujetos a la corrupción de la muerte, lo entregó a la muerte por todos, ofreciéndolo al Padre con un amor sin límites; con ello, al morir en su persona todos los hombres, quedó sin vigor la ley de la corrupción que afectaba a todos, ya que agotó toda la eficacia de la muerte en el cuerpo del Señor, y así ya no le quedó fuerza alguna para ensañarse con los demás hombres, semejantes a él; con ello, también hizo de nuevo incorruptibles a los hombres, que habían caído en la corrupción, y los llamó de muerte a vida, consumiendo totalmente en ellos la muerte, con el cuerpo que había asumido y con el poder de su resurrección, del mismo modo que la paja es consumida por el fuego. Por esta razón, asumió un cuerpo mortal: para que este cuerpo, unido al Verbo que está por encima de todo, satisficiera por todos la deuda contraída con la muerte; para que, por el hecho de habitar el Verbo en él, no sucumbiera a la corrupción; y, finalmente, para que, en adelante, por el poder de la resurrección, se vieran ya todos libres de la corrupción”.

San Pedro Crisólogo, doctor de la Iglesia el 1729 por el papa Benedicto XIII también afirma que “el hecho de que una virgen conciba y continúe siendo virgen en el parto y después del parto es algo totalmente insólito y milagroso; es algo que la razón no se explica sin una intervención especial del poder de Dios; es obra del Creador, no de la naturaleza; se trata de un caso único, que se sale de lo corriente; es cosa divina, no humana. El nacimiento de Cristo no fue un efecto necesario de la naturaleza, sino obra del poder de Dios; fue la prueba visible del amor divino, la restauración de la humanidad caída. El mismo que, sin nacer, había hecho al hombre del barro intacto tomó, al nacer, la naturaleza humana de un cuerpo también intacto; la mano que se dignó coger barro para plasmarnos también se dignó tomar carne humana para salvarnos. Por tanto, el hecho de que el Creador esté en su criatura, de que Dios esté en la carne, es un honor para la criatura, sin que ello signifique afrenta alguna para el Creador.


En definitiva, tal y como lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica “el Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios” (458).
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