En
sus «Diálogos de Pasión», José Luis Martín Descalzo imagina una serie de
diálogos que Jesús mantiene con los personajes de la pasión antes de que ésta
comience, y cierra la serie con dos diálogos con Satanás y con el Padre. Este
último diálogo (que es, en definitiva, una glosa de algunas ideas del discurso
de Jesús en la Cena) es el que a continuación se reproduce.
JESÚS:
Ahora,
Padre, que se acerca el momento de volver a tus manos (si es que puede volver
quien jamás se ha alejado), déjame agradecerte este don de ser hombre que Tú me
regalaste durante treinta años.
Ha
sido hermoso ¿sabes? Hermoso y doloroso, es bien cierto, mas, sobre todo,
hermoso. Tener carne, sentirme débil, conocer el paso del tiempo por tus horas,
amar desde más cerca y uno a uno, tender la mano a los amigos, comer con ellos
en la misma mesa y ver sus ojos líquidos que tratan de decirte que te quieren,
aunque luego mil veces su pobre corazón se descarríe.
¿Sabes,
Padre?. Siempre quise a los hombres, pero ahora se diría que me he enamorado de
ellos, precisamente porque son tan pequeños y necesitan tanto. Ahora ya no
sabría vivir sin ser humano y por eso te pido -es mi último deseo en este
mundo- que me permitas seguir siéndolo en las anchas praderas de lo eterno.
Déjame
que me lleve este cuerpo, y estas manos, y estos ojos que en la tierra
aprendieron a reir y llorar (nunca lo hicimos antes), y estos pies caminantes,
y el pobre corazón, que fue, lo que mejor nos salió en los siete días
iniciales.
No
creas que me olvido del mal y de la muerte. ¿Cómo podría hacerlo ahora que los
siento subir hacia mis venas? Yo conozco la fría violencia del hombre y el
egoísmo sucio que respira su alma y sus pulmones. He visto la serpiente de su
odio enroscándoseme en torno de mi vida; mas también he medido su ignorancia,
su mirada de niños descarriados y he gustado el vino más hermoso: el del
perdón. ¿Qué Dios seríamos nosotros si no tuviéramos nada que perdonar?
El
mal del hombre permite que se vea lo más hondo de nuestro ser, la última razón
de nuestra triple existencia, ya que amor sin perdón es medio amor.
EL PADRE:
Bien
se nota, hijo mío, que estás enamorado, pues hasta en sus defectos encuentras
Tú virtudes. Mas yo voy a decirte que todo eso es cierto...muy relativamente.
El hombre sólo es grande porque lo has sido Tú. Yo, que le amo tanto como
puedas amarle, sé que hay hombres y hombres, sé cuántos viven muertos, y que,
sin Ti, el puente entre el cielo y la tierra seguiría desierto y destruido.
Ahora Tú has construido el nuevo puente, ahora Tú te has cruzado entre el
hombre y nosotros, y ya no puedo verles sin verte siempre a Ti.
Cuando
miro sus manos recuerdo que son Tuyas, cuando leo sus ojos reflejan tu mirada,
ya no hay «hombres», hay «Tú» multiplicado. ¿Cómo podría amarte sin amarles?
¿Cómo podría amarles sino amándote a Ti?
Gracias
a Ti empiezan a ver que soy su Padre. Has cumplido tu oficio de buen hijo
anunciándome y atando para siempre mis manos de justicia que ya se han vuelto
manos solamente de amor.
Y
sé muy bien cuánto dolor ha sido necesario para lograrlo. ¿Crees que no he
visto tu espalda flagelada, tus sienes destrozadas, tus manos malheridas? ¡Si
apenas puedo mirarte, Hijo, sin romper a llorar! ¡Si casi me arrepiento de
haberte permitido ese descenso!
Así
es fácil ser hombre: ¡subidos encima de tu sangre! Tienen vida porque cabalgan
en tu muerte, son divinos porque Tú eres hombre y porque has muerto Tú.
Y
ahora, Hijo, termina tu tarea, Tu Padre está contento porque el Hijo mayor está
volviendo con mil millones de hijos pródigos cargados en su espalda. Y todos
brillan como Tú, y Tú vuelves como un doble Dios con tanto engendramiento.
Ven,
Hijo, ven y tráelos, que el Espíritu y Yo os esperamos para abrazaros por toda
la Eternidad.
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