Sin
lugar a dudas que San Agustín es un hombre que vivió intensamente el Evangelio,
sus escritos todavía son actuales y llenos de pasión, por ello, semanalmente sus sermones estarán publicados en nuestra página para
disfrute de todos los lectores. Leer a San Agustín es transportarse al cielo.
1.
Gran milagro es, amadísimos, hartarse con cinco panes y dos peces cinco mil
hombres, y aún sobrar para doce canastos. Gran milagro, a fe; pero el hecho no
es tan de admirar si pensamos en el hacedor. Quien multiplicó los panes entre
las manos de los repartidores, ¿no multiplica las semillas que germinan en la
tierra y de unos granos llena las trojes? Pero como este portento se renueva
todos los años a nadie le sorprende; mas no es su insignificancia el motivo de
no admirarlo, sino la frecuencia en repetirse. Al hacer estas cosas, hablaba el Señor a los
entendimientos, no tanto con palabras como por medio de sus obras. Los cinco panes simbolizan los cinco libros
de la ley de Moisés; porque la ley antigua es, respecto al Evangelio, lo
que al trigo la cebada. Hay en estos libros —de la ley— hondos misterios
concernientes a Cristo, por lo cual decía él: Si creyerais a Moisés, me
creeríais también a mí, pues él ha escrito de mí. Pero al modo que en la cebada
el meollo está debajo de la paja, así está Cristo velado en los misterios de la
ley; y a la manera que los misterios de la ley se despliegan al exponerlos, así
los panes crecían al partirlos. Esta misma exposición que yo vengo haciendo es
un partiros el pan. Los cinco mil
hombres significan el pueblo sujeto a los cinco libros de la ley; los doce canastos son los doce apóstoles,
que, a su vez, se llenaron con los rebojos de la misma ley; los dos peces son,
o bien los dos mandamientos del amor de Dios y del prójimo, o bien los dos
pueblos: el de la circuncisión y el del prepucio —judío y gentil—, o las dos funciones
sagradas del imperio y del sacerdocio. Exponer estos misterios es como
partir el pan; comprenderlos es alimentarse.
2.
Volvamos al hacedor de estas cosas. El es el pan que bajó del cielo; un pan,
sin embargo, que repara sin mengua; se le puede sumir, no se le puede consumir.
Este pan estaba figurado en el maná; de donde se dijo: Dioles pan del cielo; comió
el hombre el pan de los ángeles. ¿Quién sino Cristo es el pan del cielo? Mas
para que comiera el hombre el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles
hízose hombre. Si no se hubiera hecho esto, no tendríamos su carne; y, si no
tuviéramos su carne, no comeríamos el pan del altar. Y, pues se nos ha dado una
prenda tan valiosa, corramos a tomar posesión de nuestra herencia. Suspiremos,
hermanos míos, por vivir con Cristo, pues tenemos en prenda su muerte. ¿Cómo no
ha de darnos sus bienes quien ha sufrido nuestros males? En este país, en este siglo
perverso, ¿qué abunda sino el nacer, trabajar, padecer y morir? Examinad las
cosas humanas, y desmentidme si miento. Ved si los hombres están aquí para otro
fin que nacer, padecer y morir. Tales son los productos de nuestro país; eso lo
que abunda. A proveerse de tales mercancías bajó del cielo el divino Mercader;
y porque todo mercader da y recibe: da lo que tiene y recibe lo que no tiene,
da el dinero de la compra y recibe lo comprado, también Cristo dio y recibió. Pero ¿qué recibió? Lo que abunda entre
nosotros: nacer, padecer y morir. Y ¿qué dio? Renacer y resucitar y para
siempre reinar. ¡Oh Mercader bueno, cómpranos! Mas ¿qué digo cómpranos, si
más bien debemos darte gracias por habernos comprado? Y ¡a qué precio! Al
precio de esa tu sangre que bebemos.... Sí; nos das el precio… El evangelio que
leemos es nuestro instrumento. Siervos tuyos somos, criaturas somos tuyas, porque
nos hiciste y nos redimiste. Un esclavo puede comprarle cualquiera; lo que no
puede es crearle; el Señor, en cambio,
creó y redimió a sus siervos. Por la creación les dio la existencia; por la
redención les dio la independencia. Habíamos venido a manos del príncipe de
este siglo, el seductor y esclavizador de Adán, principio y origen de nuestra
esclavitud; pero vino el Redentor, y fue vencido el seductor. Y ¿qué le hizo el
Redentor al esclavizador? Para
rescatarnos hizo de la cruz un lazo, donde puso de cebo su sangre; sangre que
pudo el enemigo verter y no mereció beber. Y porque derramó la sangre de quien
nada le debía, fue obligado a devolver los que debían; por haber derramado la
sangre del Inocente, se le obligó a desprenderse de los culpables. El Salvador,
en efecto, derramó su sangre para borrar nuestros pecados, y así quedó borrada,
por la sangre del Redentor, la carta de obligación que al diablo nos sujetaba.
Porque no estábamos sujetos a él sino por los vínculos de nuestros pecados.
Ellos eran las cadenas de nuestra cautividad. Y vino él, y encadenó al fuerte
con su pasión y entró en su casa, es decir, en los corazones donde moraba, y le
arrebató sus vasos. Habíalos él llenado de su amargura, y aun se la dio a beber
a nuestro Redentor con la hiél; pero, al arrebatarle los vasos que había —el
diablo— llenado y hacérselos propios, nuestro Señor vertió la amargura y los
llenó de dulzura.
3.
Amémosle, porque es dulce. Gustad y ved
cuan dulce es el Señor. Se le ha de
temer; pero se le ha de amar todavía más. Es hombre y Dios: un solo Cristo,
Dios y hombre a la vez; y como es hombre, es un alma y un cuerpo, pero no dos personas.
En Cristo hay, ciertamente, dos sustancias: Dios y hombre; mas personas sólo
una; y así, no obstante la encarnación, es Dios una trinidad, no una
cuaternidad. ¿Es posible, de consiguiente, no se apiade Dios de nosotros,
cuando se hizo por nosotros hombre? Tanto hizo —por nosotros—, que aún asombra
más que sus promesas, y sus obras deben movernos a creer en lo que prometió. A
duras penas creyéramos lo que hizo de no haberlo visto. ¿Dónde lo vemos? En los
pueblos que tienen su ley, en las muchedumbres que le siguen.
Se
ha realizado así la promesa que hizo a Abrahán cuando se le dijo: En tu
descendencia serán benditas todas las gentes. De poner los ojos en sí mismo,
¿cuándo lo hubiera creído? Era un hombre, y solo, y viejo, y estéril su mujer y
de tan avanzada edad, que, aun sin el defecto de la esterilidad, la concepción
fuera imposible. No existía base alguna
en absoluto donde apoyar la esperanza: mirando, empero, a quien le hacía la
promesa, lo creía, aun sin llevar camino. He ahí, pues, cumplido ante nosotros
lo que fue objeto de su fe; creemos, en consecuencia, lo que no vemos por lo
que viendo estamos. Engendró a Isaac: no lo hemos visto; Isaac engendró a
Jacob: lo que tampoco vimos; éste engendró a doce hijos; que no hemos visto
tampoco, y sus doce hijos engendraron al pueblo de Israel; que ahora estamos
viendo...
Pues
que ya empecé a decir lo que estamos viendo, prosigo... Del pueblo del Israel
nació la Virgen María, que dio a luz a Cristo, y a los ojos está cómo en Cristo
son benditas las naciones todas. ¿Hay algo más verdadero? ¿Hay algo más cierto?
¿Hay algo más palmario? Vosotros que conmigo salisteis de la gentilidad, desead
conmigo la vida futura. Si ya en este siglo cumplió Dios lo que había prometido
hacer en la descendencia de Abrahán, ¿cómo no ha de cumplir sus promesas
eternas a los que hizo de la descendencia de Abrahán? El Apóstol lo dice: Si
vosotros sois cristianos, luego sois descendientes de Abrahán. Son palabras del
Apóstol.
4.
Gran cosa hemos empezado a ser; nadie lo tenga en poco. Éramos nada, ya somos
algo. Nosotros hemos dicho al Señor: Acuérdate de que somos polvo; más del
polvo hizo al hombre; a este polvo le dio la vida, y en la persona de Cristo nuestro
Señor elevó este polvo a los reinos celestiales. De aquí, en efecto, tomó él su
carne; de aquí tomó su tierra, para elevarla al cielo quien hizo la tierra y el
cielo. Supongamos, pues, que se nos habla hoy por vez primera de dos cosas no
realizadas aún y se nos pregunta qué cosa es más de asombrar: que Dios se haya
hecho hombre o que el hombre se haga Dios. ¿Cuál es mayor maravilla? ¿Cuál más
difícil? ¿Qué nos ha prometido Cristo? Lo que aún no hemos visto: ser hombres
suyos, reinar con él y no morir por siempre jamás. Cosa recia se nos hace creer
que un hombre, salido de la nada, arribe a la vida inmortal. Y, sin embargo,
esto es lo que nosotros creemos cuando se ha sacudido del corazón el polvo del mundo,
que ciega los ojos de la fe. Esto se nos
manda creer: que después de la muerte iremos con estos cuerpos, víctimas de la
muerte, a la vida donde no se muere. Admirable cosa por cierto; todavía, no
obstante, lo supera el morir Dios una vez. Entre recibir la vida los hombres de
la mano de Dios y recibir Dios la muerte de mano de los hombres, ¿no parece más
increíble lo último? Luego, si esto es un hecho, creamos lo que ha de serlo.
¿No habrá Dios de darnos lo más creíble, si se realizó lo más increíble?
Dios puede hacer ángeles a los
hombres, pues hace a los hombres de una semilla terrena y horrible. ¿Qué
seremos? Ángeles. ¿Qué fuimos? Vergüenza da recordarlo; pero fuerza es
pensarlo, aunque me ruborizo de mentarlo ¿Qué fuimos? ¿De dónde
hizo Dios a los hombres? ¿Qué fuimos antes de ser totalmente? Nada, Y cuando
estábamos en el seno materno, ¿qué cosa éramos? Imaginárselo basta. Echad del
entendimiento la materia de donde salisteis y traedlo a lo que sois ahora. Vivís, pero también viven las hierbas y los
árboles; sentís, mas también sienten los animales. Sois hombres, y en esto hacéis
a los animales ventaja; y sois de orden superior a los animales, porque tenéis
noción de los grandes bienes que Dios nos hizo. Vivís, sentís, entendéis, sois hombres. ¿Qué otro beneficio se puede
comparar a éste? El de ser cristianos. Si este don no hubiéramos recibido,
¿de qué provecho nos fuera el ser hombres? Somos cristianos, pues; pertenecemos
a Cristo. Allá el mundo se encrespe contra
nosotros; no podrá doblegarnos, porque pertenecemos a Cristo. Y, si nos
acaricia, no podrá seducirnos: ¡pertenecemos a Cristo!
5.
Gran protector hemos hallado, hermanos. Vosotros sabéis cuan anchos se ponen
los hombres con sus protectores. Amenázase al privado de un poderoso, y
responde: «Viva fulano de tal, mi señor, y nada podrás hacerme.» ¡Cuánto más alto
y con más razón podemos nosotros decir: «Viva nuestra Cabeza, y nada podrás
hacerme! » Porque nuestro protector es nuestra Cabeza. Por otra parte, quien se
apoya sobre un protector cualquiera, cliente suyo es; nosotros no somos sino miembros
de nuestro protector. Apoyados en él,
nadie podrá separarnos, sean cualesquiera los males que nos sobrevengan en este
mundo, porque todo lo que pasa es nada, y por el camino de los males llegaremos
a los bienes que no pasan. Y, en llegando que lleguemos, ¿quién será
poderoso para echarnos de allí? Se cerrarán las puertas de Jerusalén, se
pasarán los cerrojos y a los moradores de la celestial ciudad se les dirá: Alaba,
Jerusalén, al Señor; alaba, Sión, a tu Dios, porque redobló los cerrojos de tus
puertas, bendijo a tus hijos dentro de ti y dio la paz a tu territorio.
Cerradas las puertas y echados los cerrojos, ni sale amigo ni entra enemigo...
Y entonces gozaremos de la verdadera y firme seguridad, si aquí no desertamos
de la verdad.