Nuestras
acciones no quedan ocultas en la oscuridad, nuestras opciones no son
intrascendentes; todo es importante ante la mirada de Dios, que rechaza nuestro
egoísmo y quiere premiar toda obra de generosidad que podamos hacer.
Esta
seriedad que tienen nuestras acciones cotidianas aparece reflejada con suma
claridad en el relato sobre el juicio final, donde las únicas preguntas que se
mencionan son las que tienen que ver con lo que hicimos o dejamos de hacer por
los demás.
Seremos
juzgados en el amor. Y en estas acciones no se requiere que las hagamos
pensando en el Señor, sino simplemente que las hagamos con el deseo sincero de
hacer el bien. De hecho, los que son elogiados por sus obras de misericordia se
asombran por ese elogio, porque ellos no las hicieron con una intención religiosa,
sino que esas obran brotaron espontáneamente de su corazón generoso; no las
habían hecho descubriendo a Cristo en los demás: ¿"Cuándo te vimos
hambriento y te dimos de comer?" San Juan de la Cruz lo dijo
perfectamente: “En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”.
Esto
nos invita a tratar de reaccionar más espontáneamente frente a las necesidades
ajenas, sin buscar tantas motivaciones, sabiendo que el Señor mira con agrado
todo lo que hagamos con amor por las necesidades de los hermanos.
Pero
no se nos invita aquí a obrar por miedo, por temor a un juicio. Sólo se nos
recuerda que la mejor manera de preparar un buen futuro es vivir bien el
presente, en el amor. Viviendo en el amor nuestra vida tiene un sentido eterno,
se hace agradable a los ojos de Dios y vale la pena vivirla hasta el fin.