En
el evangelio de Mateo hay cinco grandes "discursos" o
"sermones" de Jesús, que en realidad son pasajes en los que el
evangelista ha querido reunir enseñanzas seguramente dispersas del Maestro. El
último de estos discursos es el llamado "escatológico", ya al final
de su vida, como prólogo al relato de la Pasión.
A
ese pasaje pertenece la parábola de las diez doncellas (Mt 25,1-13), que es
propia de Mateo. Como todas, está tomada de los hechos corrientes de la vida,
esta vez de cómo se hacían las bodas en su tiempo. El esposo tarda en llegar, y
las doncellas que están designadas para recibirle cuando llegue, se duermen.
Pero cinco tienen aceite para sus lámparas, y cinco, no. A estas necias se les
cierra la puerta del banquete mientras van a comprar aceite, y las otras cinco
sí entran. Jesús mismo saca la lección de esta parábola: "por tanto,
velad, porque no sabéis el día ni la hora", se entiende, de la venida
última del Señor.
No sabemos el día ni la
hora
En
esta parábola, como en otras, Jesús introduce un aspecto importante: el amo
tarda en llegar, el esposo se retrasa, el ladrón no avisa de la hora en que
vendrá. "De aquel día y hora, nadie sabe nada, sólo el Padre" (Mt
24,36). "Velad, pues, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor"
(Mt 24,42). "Si el dueño de casa supiese a qué hora de la noche iba a
venir el ladrón, estaría en vela y no permitiría que le abriera un boquete en
su casa. Por eso también vosotros estad preparados porque en el momento que no
penséis vendrá el Hijo del Hombre" (Mt 24,43).
No
sabemos el día ni la hora. Dios no tiene por qué obedecer nuestros cálculos.
Actúa cuando menos se le espera. Dios se retrasa: esto es, no sigue
necesariamente el horario que le habíamos marcado nosotros. La mejor manera de
estar preparados en el momento decisivo, por ejemplo, de nuestra muerte, es
estar preparados día a día. Las cosas importantes no se improvisan.
Hay que tener las
lámparas encendidas
El
aceite tiene muchos usos prácticos en la vida: para cocinar, para suavizar,
para curar, para alimentar lámparas. Por eso es también símbolo de realidades
más profundas: luz, paz y suavidad (poner un poco de aceite en las relaciones
de una comunidad), amor, alegría, salud. En el uso religioso, ya en el AT se
empleaba la unción (el masaje con aceite) como signo de la elección y
consagración de reyes, profetas o sacerdotes de parte de Dios.
Las
muchachas que tenían sus lámparas encendidas, símbolo de fe, de atención, de
interés, de amor, entraron a la fiesta de las bodas. Las comparaciones con
nuestro mundo son fáciles. Tienen su lámpara encendida el estudiante al que no
conviene que le sorprendan los exámenes sin preparación, el deportista que no
espera a última hora en esforzarse por ganar la carrera o al menos a no llegar
fuera de control, el viajero que procura muy bien que no le falta carburante
para el viaje que emprende en su coche, el administrador que no descuida la
economía de cada día para poder llegar a fin de mes, los ecologistas que
advierten de que no podemos malgastar en nuestra generación algunos de los
bienes de la naturaleza (oxígeno, agua) que van a hacer falta a nuestros
sucesores...
Al
final, cuando Jesús el Juez nos llame ante sí, aparecerá cuál era ese aceite
que teníamos que haber asegurado para nuestra lámpara: si hemos amado, si hemos
dado de comer, si hemos visitado al enfermo... Las cuentas corrientes y los
aplausos que hayamos recibido de los hombres y la fama que hayamos acumulado,
pueden no servirnos para nada. Lo que nos hacía falta era el aceite de la fe,
del amor, de las buenas obras.
Vigilar
no es vivir con miedo ni dejarnos atenazar por la angustia. Un cristiano no
deja de vivir el presente, de incorporarse seriamente a las tareas de la
sociedad y de la Iglesia. Pero lo hace con responsabilidad, y con la atención
puesta en los verdaderos valores, sin dejarse amodorrar por las drogas de este
mundo o por la pereza.