En
muchas ocasiones he dicho que una apologética que no una no puede considerarse
cristiana, muchas veces tratamos de defender nuestra fe dejando de lado lo
esencial, que es la unión y hermandad entre todos. Al defender nuestra fe no debemos
excluir, siempre atraer, para mí es mucho mejor presentar el mensaje de una
manera agradable, cordial y llena de amor, que tratando de convencer como sea
posible al otro.
El
Papa Francisco en su homilía de hoy
domingo 25 de enero en las segundas Vísperas de
la Solemnidad de la Conversión de San Pablo Apóstol hablo sobre como impulsar el encuentro, el diálogo y la
escucha, como nos enseña Jesús, que es paciente y nos ofrece un camino de
conversión interior, que nos hace crecer en la caridad y en la verdad.
El Texto del santo Padre es el
siguiente:
En
viaje desde Judea a Galilea, Jesús pasó por Samaría. Él no tiene ninguna
dificultad en encontrarse con los samaritanos, considerados herejes,
cismáticos, separados de los judíos. Su actitud nos dice que confrontarse con
los que son diferentes de nosotros puede hacernos crecer.
Jesús,
cansado del viaje, no duda en pedir de beber a la mujer samaritana. Su sed, sin
embargo, va mucho más allá de la sed física: es también sed de encuentro,
deseo de entablar un diálogo con aquella mujer, ofreciéndole así la
posibilidad de un camino de conversión interior. Jesús es paciente, respeta a
la persona que tiene ante él, se revela a ella gradualmente. Su ejemplo
alienta a buscar una confrontación pacífica con el otro. Para entenderse y
crecer en la caridad y en la verdad, es preciso detenerse, acogerse y
escucharse. De este modo, se comienza ya a experimentar la unidad. La unidad se
hace en el camino, nunca esta parada, la unidad se hace caminando.
La
mujer de Sicar pregunta a Jesús sobre el verdadero lugar de adoración a Dios.
Jesús no toma partido en favor del monte o del templo, sino que va a lo
esencial, derribando todo muro de separación. Él se refiere a la verdad de la
adoración: «Dios es Espíritu, y los que adoran deben hacerlo en Espíritu y en
verdad» (Jn 4,24). Muchas controversias entre los cristianos, heredadas del
pasado, pueden superarse dejando de lado cualquier actitud polémica o
apologética, y tratando de comprender juntos en profundidad lo que nos une, es
decir, la llamada a participar en el misterio del amor del Padre, revelado por
el Hijo a través del Espíritu Santo. La unidad de los cristianos no será el
resultado de refinadas discusiones teóricas, en las que cada uno tratará de
convencer al otro del fundamento de las propias opiniones. Vendrá el Hijo del
Hombre y nos encontrará todavía en las discusiones. Debemos reconocer que, para
llegar a las profundidades del misterio de Dios, nos necesitamos unos a otros,
necesitamos encontrarnos y confrontarnos bajo la guía del Espíritu Santo, que
armoniza la diversidad y supera los conflictos. Reconcilia las diversidades.
Poco
a poco, la mujer samaritana entiende que quien la ha pedido de beber, puede
saciarla. Jesús se le presenta como la fuente de la que brota el agua viva que
apaga para siempre su sed (cf. Jn 4,13-14). La existencia humana revela
aspiraciones ilimitadas: la búsqueda de la verdad, la sed de amor, de justicia
y libertad. Son deseos satisfechos sólo en parte, porque desde lo más
profundo de su ser el hombre se mueve hacia un «más», un absoluto capaz de
satisfacer su sed de manera definitiva. La respuesta a estas aspiraciones la da
Dios en Jesucristo, en su misterio pascual. Del costado traspasado de Jesús
fluyó sangre y agua (cf. Jn 19,34): Él es la fuente de la que brota el agua
del Espíritu Santo, es decir, «el amor de Dios derramado en nuestros
corazones» (Rm 5,5) el día del Bautismo. Por obra del Espíritu, nos hemos
convertido en uno con Cristo, hijos en el Hijo, verdaderos adoradores del
Padre. Este misterio de amor es la razón más profunda de unidad que une a
todos los cristianos, y que es mucho más grande que las divisiones que se han
producido a lo largo de la historia. Por esta razón, en la medida en que nos
acercamos con humildad al Señor Jesucristo, nos acercamos también entre
nosotros.
El
encuentro con Jesús transforma a la mujer samaritana en una misionera. Al
haber recibido un don más grande e importante que el agua del pozo, la mujer
deja allí su cántaro (cf. Jn 4,28) y corre a decir a sus conciudadanos que ha
encontrado al Cristo (cf. Jn 4,29). El encuentro con él le ha devuelto el
sentido y la alegría de vivir, y ella siente el deseo de comunicarlo. Hoy
existe una multitud de hombres y mujeres cansados y sedientos, que nos piden a
los cristianos que les demos de beber. Es una petición a la que no podemos
sustraernos. En la llamada a ser evangelizadores, todas las Iglesias y
Comunidades eclesiales encuentran un ámbito fundamental para una colaboración
más estrecha. Para llevar a cabo este cometido con eficacia, se ha de evitar
cerrarse en los propios particularismos y exclusivismos, así como imponer
uniformidad según los planes meramente humanos (cf. Exhort. ap., Evangelii
gaudium, 131). El compromiso común de anunciar el Evangelio permite superar toda
forma de proselitismo y la tentación de la competición. Todos estamos al
servicio del único y mismo Evangelio.
Y
en este momento de oración por la unidad, quisiera recordar a nuestros mártires
de hoy. Ellos dan testimonio de Jesucristo y son perseguidos y asesinados por
ser cristianos, sin hacer distinciones por parte de los perseguidores de la
confesión a la que pertenecen. Son cristianos y por esto perseguidos. Esto es,
hermanos y hermanos, el ecumenismo de la sangre.
Con
este gozoso testimonio de nuestros mártires de hoy, y con esta gozosa certeza,
dirijo mi saludo cordial y fraterno a Su Eminencia el Metropolita Gennadios,
representante del Patriarcado Ecuménico, a Su Gracia David Moxon,
representante personal en Roma del Arzobispo de Canterbury, y a todos los
representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales reunidos aquí
en la Fiesta de la Conversión de San Pablo. Además, tengo el placer de
saludar a los miembros de la Comisión Mixta para el diálogo teológico entre
la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, a quienes deseo un
trabajo fructífero para la sesión plenaria que tendrá lugar los próximos
días en Roma. Saludo también a los estudiantes del Ecumenical Institute of
Bossey y a los jóvenes que se benefician de las becas ofrecidas por el Comité
de Colaboración Cultural con las Iglesias ortodoxas, que actúa en el Consejo
para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.
También
están hoy presentes aquí religiosos y religiosas pertenecientes a diferentes
Iglesias y Comunidades eclesiales, que han participado estos días en un
encuentro ecuménico, organizado por la Congregación para los Institutos de
Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, en colaboración con el
Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, con
ocasión del Año de la vida consagrada. La vida religiosa, como profecía del
mundo futuro, está llamada a ofrecer en nuestro tiempo el testimonio de esa
comunión en Cristo que va más allá de toda diferencia, y que está hecha de
decisiones concretas de acogida y de diálogo. En consecuencia, la búsqueda de
la unidad de los cristianos no puede ser prerrogativa sólo de alguna persona o
comunidad religiosa particularmente sensible a esta problemática. El
conocimiento mutuo de las diferentes tradiciones de vida consagrada, y un
fecundo intercambio de experiencias, puede ser útil para la vitalidad de todas
las formas de vida religiosa en las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales.
Queridos
hermanos y hermanas, hoy nosotros, que estamos sedientos de paz y fraternidad,
invocamos con corazón confiado que el Padre celestial, por medio de Jesucristo,
único Sacerdote y mediador, y la intercesión de la Virgen María, el apóstol
Pablo y todos los santos, nos dé el don de la plena comunión de todos los
cristianos, para que pueda brillar «el sagrado misterio de la unidad de la
Iglesia» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el
ecumenismo, 2), como signo e instrumento de reconciliación para el mundo
entero.
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