Esta
historia casi no se menciona en Lucas; sólo se relata en Mateo y Marcos (Lc 22,25,
26; cf. Mc 10,42–44). Tanto en Mateo como en Marcos, lo que se nos presenta es la
petición de los dos lugares de más alta prominencia en el “reino de Cristo”
(según Mateo) o la “gloria” (según Marcos). La diferencia principal entre las
dos narraciones es que en Mateo la petición la hace “la madre de los hijos de
Zebedeo”, y en Marcos “Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo”. Esta “diferencia
principal” no es una contradicción, porque también Mateo informa que la madre
vino “con sus hijos”, y que Jesús, en respuesta a la petición, habló a más de una
persona. Claramente se ve que la petición de la madre fue también la de los
hijos. En cuanto a lo demás, las diferencias entre los dos relatos son menores.
No existen conflictos ni discrepancias.
Jesús
camina con paso decidido hacia Jerusalén (10,32), hacia la pasión, y no deja
sitio a incertidumbres o componendas: revela una vez más a los suyos, que lo han
dejado todo para seguirle (10,28), el final de aquel camino (v. 33ss); sin
embargo, tampoco los discípulos que le son más allegados comprenden, no son
capaces de despojarse de las expectativas y las ambiciones de gloria
exclusivamente humanas; creen que su Maestro es el Mesías esperado como
triunfador y, atestiguándole su confianza, le piden tener una parte digna de
consideración en el Reino que va a restablecer (v. 37). Jesús examina a estos
aspirantes a «primeros ministros»; rectifica sus perspectivas, les indica con
mayor claridad que su gloria pasa antes que nada por un camino de sufrimiento
(ése es el sentido de las imágenes bíblicas de la «copa» y del «bautismo», a
saber: sumergirse en las aguas entendidas como olas de muerte).
La
disponibilidad que declaran, con ingenuo atrevimiento, Santiago y Juan no basta
aún para obtenerles la promesa de un sitio de honor, porque la participación en
la gloria de Cristo es un don que sólo Dios puede otorgar gratuitamente (v.
40).
¿Y
quién se hace digno de recibirlo? Jesús lo explica a los Doce, a quienes el
deseo de ser los primeros pone en conflicto, y a nosotros, que también
aspiramos siempre un poco al éxito y al poder: «No ha de ser así entre vosotros».
Nos enseña que la realización hacia la que debemos tender no ha de tener como
modelo el comportamiento de los «grandes» de este mundo, sino el de Cristo,
siervo humilde glorificado por el Padre, que es, al mismo tiempo, el Hijo del
hombre esperado para concluir la historia e inaugurar el Reino celestial. Éste
es el modelo de grandeza que propone Jesús a los suyos: el humilde servicio
recíproco, la entrega incondicionada de uno mismo para el bien de los hermanos
(vv. 42-44).
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