Leemos en el Evangelio que, predicando
en cierta ocasión el Salvador y habiendo afirmado que daría a comer su carne
sacramental para que así sus discípulos pudieran participar de su pasión,
algunos exclamaron: ¡Duras son estas palabras! Y se alejaron de él. A vista de
ello, preguntó el Señor a sus discípulos si también ellos querían dejarlo;
ellos entonces respondieron: Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de
vida eterna.
Pues bien, hermanos, es manifiesto que
en nuestros días las palabras de Jesús son también espíritu y vida para algunos
y, por ello, éstos lo siguen; pero, en cambio, a otros estas mismas palabras
les parecen duras, por lo cual no faltan quienes van a buscar en otra parte un
consuelo miserable. La sabiduría no deja de levantar su voz en las plazas,
anunciando que el camino que conduce a la muerte es ancho y espacioso, a fin de
que cuantos andan por él vuelvan sobre sus pasos.
Durante cuarenta años -dice- aquella
generación me repugnó, y dije: «Es un pueblo de corazón extraviado.» Y en otro
salmo añade: Una sola vez habló Dios; es cierto que Dios habló una sola vez,
pues está hablando siempre, ya que su locución es continua y eterna, y nunca se
interrumpe.
Esta voz invita sin cesar a los
pecadores, exhortándoles a meditar en su corazón y reprendiendo los errores de
este corazón, pues es la voz de aquel que habita en el corazón del hombre y
habla en su interior, realizando así lo que ya dijo por boca del profeta:
Hablad al corazón de Jerusalén.
Ya véis, hermanos, cuán saludablemente
nos amonesta el profeta a fin de que si hoy escuchamos su voz no endurezcamos
el corazón. Las palabras que leemos en el profeta son casi las mismas que
hallamos también en el Evangelio. En efecto, en el Evangelio dice el Señor: Mis
ovejas oyen mi voz, y en el salmo afirma el profeta: Nosotros, su pueblo (el
del Señor, ciertamente), el rebaño que él guía, ojalá escuchemos hoy su voz y
no endurezcamos el corazón.
Escucha, finalmente, al profeta
Habacuc; él no disimula la increpación del Señor, sino que la medita
asiduamente y por ello exclama: Me pondré de centinela, me plantaré en la
atalaya, velaré para escuchar lo que me dice, lo que responde a mis quejas.
Procuremos, hermanos, ponernos también nosotros de centinela, porque la vida
presente es tiempo de lucha.
Que nuestra vida tenga su centro en
nuestro interior, donde Cristo habita, y que nuestros actos sean reflexivos y
nuestras obras según los dictados de la razón; pero de tal forma que no
confiemos excesivamente en nuestros actos ni nos fiemos excesivamente de
nuestras simples reflexiones.
De los Sermones de san Bernardo, abad
(Sermón 5 sobre diversas materias)
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