El
texto empieza en los v. 20-22 con la noticia escueta que hace de hilo conductor
para lo que sigue: unos «griegos», que habían acudido a Jerusalén para la
fiesta de la pascua y para «adorar» allí, es decir, para participar en la
liturgia del templo, en la medida en que se les permitía, preguntan por Jesús.
Tales griegos no eran prosélitos propiamente dichos, sino que se trata más bien
de los «temerosos de Dios», que habían sido ganados al monoteísmo por la
propaganda religiosa del judaismo de la diáspora.
Eran
aquellos círculos entre los que mejor pudo llevarse a cabo la primitiva misión
cristiana y entre los que al principio se cosecharon los mayores éxitos. Los
griegos en cuestión se dirigen a Felipe, natural de Betsaida de Galilea (cf.
1,43.44.45.48), con el ruego de «Señor, quisiéramos ver a Jesús». Ruegan, pues,
su mediación. Felipe transmite el ruego a Andrés y ambos se lo exponen a Jesús.
Pero en principio el ruego no es atendido, sino que sigue un discurso de Jesús.
El
pasaje tiene una gran importancia. Ya Tomás de Aquino observaba en su
comentario al Evangelio según Juan: «Se evidencia así la piadosa apertura de
los pueblos gentiles a Cristo por cuanto que desean verle. Hemos de saber, sin
embargo, que Cristo sólo ha predicado personalmente a los judíos, mientras que
serán los apóstoles los que prediquen a los pueblos de la gentilidad Eso queda
aquí ya claro, puesto que los gentiles, que quieren ver a Jesús, no se llegan a
él directamente, sino a uno de los discípulos, a Felipe». Así, pues, la mirada
se abre aquí al mundo pagano, que, a diferencia de los judíos, recibirá el
Evangelio y llegará a la fe en Jesucristo. La petición no ha podido ciertamente
ser satisfecha, porque todavía no se había dado la condición para ello. Pero
¿cuál es esa condición? Como resulta del texto siguiente, es la glorificación
de Jesús, su muerte como muerte salvadora para toda la humanidad.
El
concepto de glorificación (doxazein) forma parte del lenguaje joánico de
revelación y predicación. Gloria (griego: doxa; hebreo: kabod) pertenece al
campo de la experiencia religiosa y caracteriza la singular manera con que Dios
se aparece al hombre (epiphaneia, epifanía) como un poder que irradia y salva.
Donde aparece el resplandor luminoso y divino allí se da una revelación de Dios
(y a la inversa). Pero en la Biblia no es sólo un fenómeno óptico, sino que la
gloria divina es a la vez poder, dynamis de Dios, acción divina que transforma
al hombre sobre el que llega (cf. 2Cor 3,18, en que se atribuye al Espíritu de
Dios y de Cristo el poder de transformar «de gloria en gloria») y que él adapta
por completo a la esfera divina.
Vista
así, glorificación es la exaltación al ámbito divino; es el acto de Dios tal
como se da en la cruz y resurrección de Jesús. Para la concepción joánica de la
glorificación de Jesús son, pues, imprescindibles dos elementos: primero, el
carácter dinámico del suceso, glorificación como acto de Dios, como
acontecimiento en Jesús y con Jesús; segundo, el carácter de revelación que
justamente tiene ese acontecimiento para el «mundo» y, naturalmente que para la
fe sobre todo. Estos dos elementos no pueden separarse.
Como
objeto de la glorificación se nombra al «Hijo del hombre». Parece que este
título cristológico honorífico está aquí elegido de manera intencionada; tiene
su asiento firme en el kerygma joánico de la glorificación y exaltación, del
que se habla a lo largo de toda la perícopa (cf. también 13,31s). Es evidente
que por el «Hijo del hombre» se entiende a Jesús.
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