Este
fragmento, con el que concluye el «discurso del pan de vida», está ligado a
todo cuanto el evangelista nos ha dicho precedentemente; sin embargo, el
mensaje se hace aquí más profundo y se vuelve más sacrificial y eucarístico. Se
trata de hacer sitio a la persona de Jesús en su dimensión eucarística. Jesús
es el pan de vida no sólo por lo que hace, sino especialmente en el sacramento
de la eucaristía, lugar de unidad del creyente con Cristo. Jesús-pan queda
identificado con su humanidad, la misma que será sacrificada para salvación de
los hombres en la muerte de cruz. Jesús es el pan -bien como Palabra de Dios o
como víctima sacrificial- que se hace don por amor al hombre. La ulterior
murmuración de los judíos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (v. 52),
denuncia la mentalidad incrédula de quienes no se dejan regenerar por el
Espíritu y no pretenden adherirse a Jesús.
Jesús
insiste con vigor exhortando a consumir el pan eucarístico para participar en
su vida: «Yo os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no
bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (v. 53). Más aún, anuncia los
frutos extraordinarios que obtendrán los que participen en el banquete
eucarístico: quien permanece en Cristo y participa en su misterio pascual permanece
en él con una unión íntima y duradera. El discípulo de Jesús recibe como don la
vida en Cristo, que supera todas las expectativas humanas porque es
resurrección e inmortalidad (w. 39.54.58).
Esta
fue la enseñanza profunda y autorizada que dispensó Jesús en Cafarnaún. Sus
características esenciales giran, más que sobre el sacramento en sí, sobre el
misterio de la persona y de la vida de Jesús, que se va revelando de manera
gradual. Ese misterio abarca en unidad la Palabra y el sacramento. La Palabra y
el sacramento ponen en marcha dos facultades humanas diferentes: la escucha y
la visión, que sitúan al hombre en una vida de comunión y obediencia a Dios.
“Nuestro
Señor y Salvador dice: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera
bebida» (Jn 6,55). Jesús es puro en todo y para todo: por eso toda su carne es
alimento y toda su sangre es bebida. Toda su obra es santa y toda palabra suya
es verdadera; por eso también su carne es verdadera comida y verdadera bebida.
Con la carne y la sangre de su Palabra da de beber y sacia como con alimento
puro y bebida pura a todo el género humano. Así, en segundo lugar, después de
su carne, también son alimento puro Pedro y Pablo y todos los apóstoles; en
tercer lugar, sus discípulos, y así cada uno, por la calidad de sus méritos o
la pureza de sus sentidos, puede hacerse alimento puro para su prójimo [...].
Todo hombre tiene en sí algún alimento: si es bueno y ofrece cosas buenas del
cofre de su corazón (cf. Mt 12,35), ofrecerá a su prójimo alimento puro. Si, por
el contrario, es malo y ofrece cosas malas, ofrecerá a su prójimo un alimento
inmundo” (Orígenes, Homilías sobre el Levítico, 7, 5, passim).
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