LA LITURGIA DE LAS HORAS

viernes, 6 de julio de 2012

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El Señor es bastante claro al decir "es necesario orar siempre y no desfallecer" (Lc 18,1); "estad en vela, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza" (21,36). Y lo mismo nos mandaron los Apóstoles: "Aplicáos asiduamente a la oración" (Rm 12,12), "perseverad constantemente en la oración" (Col 3,2), "noche y día" (1Tes 3,10).
Jesús nos manda orar siempre, ello significa que quiere orar en nosotros siempre, por la acción de su Espíritu. Por tanto, en la medida en que no oramos y que vivimos olvidados de Dios, en esa medida estamos resistiendo al Espíritu de Jesús.
Pues bien ¿cómo podremos orar siempre? Muchas prácticas privadas tradicionales nos ayudarán a ello: la repetición de jaculatorias, la atención a la presencia de Dios, la ofrenda reiterada de nuestras obras, las súplicas frecuentes ocasionadas por las mismas circunstancias de la vida, la petición de perdón con ocasión de tantos pecados nuestros o ajenos, las alabanzas y acciones de gracias "siempre y en todo lugar"... Siempre y en todo lugar tenemos que avivar la llama de la oración continua.
Una ojeada histórica es indispensable no sólo para captar las grandes líneas evolutivas que han llevado a las formas con que estamos familiarizados ahora, sino también para valorar la colocación de la Liturgia de las Horas en el cuadro de la existencia y de la misión de la Iglesia.
La historia de la Liturgia de las Horas, como oración especifica de la Iglesia, tiene su arranque decisivo en el ejemplo y el mandato de Cristo. De los evangelios se desprende que la oración jalonaba toda la vida del Salvador, hasta el punto de formar el alma de su ministerio mesiánico y de su éxodo pascual (OGLH 4). Además, está explícitamente documentado su pensamiento sobre la Iglesia, comunidad de oración (OGLH 5). Es lo que  recibieron plenamente los apóstoles y los primeros cristianos, que no sólo se hicieron eco de los mandatos de orar siempre, dados por el divino Maestro, sino que efectivamente perseveraron en la oración, así como en la escuela de la palabra, juntamente con la celebración eucarística y de la comunión fraterna (OGLH 1). Es convicción profundamente enraizada en la conciencia de la Iglesia que la función horaria del oficio divino se remota fundamentalmente a la oración continua recomendada y también practicada por Jesús. Y por la comunidad apostólica.
La historia de la Liturgia de las Horas es compleja, porque durante muchos siglos gran cantidad de iglesias locales y centros monásticos la organizaban de manera propia, y también porque la documentación a menudo es demasiado insuficiente para reconstruir, al menos en parte, la multitud de modelos que se crearon en el vasto panorama de las comunidades occidentales y orientales. Común a todos era el ideal de la oración horaria y su contenido simbólico, que se ampliaba a veces con el uso de los cantos bíblicos y con las lecturas de las escrituras, pero no había una unidad para el numero de tiempos de oración diaria, para la distribución cíclica de los salmos y de eventuales lecturas bíblicas, para el recurso de himnos  u otras fórmulas de extracción eclesiástica. Además, existía una diferencia profunda entre el oficio celebrado en las catedrales o en las iglesias parroquiales, llamado a veces catedralicio, y el estrictamente monástico, que respondía a afanes ascéticos más elevados.
La comunidad apostólica observaba el uso nacional de los hebreos de la triple oración, por la mañana, al mediodía y por la tarde. Pero no se desconocía la oración nocturna (Lc 6,12; He 16,25).
A partir del siglo VI se difundió mucho la costumbre de los cinco tiempos, recordada ya por tertuliano y por otros: laudes, tercia, sexta, nona, vísperas. Sin embargos algunos ambientes añadieron  otros dos: prima, señalada para Belén y otros lugares por Casiano y completas de las que habla el mismo  Casiano y antes San Basilio.
Es frecuente también un tiempo estrictamente nocturno, colocado y configurado de forma diferente. En la multiplicidad de esquemas, entre los que algunos alcanzaban extremos de doce tiempos de oración e incluso más, y otros que se limitaban sólo a la mañana y la tarde, se hizo común el de ocho tiempos, correspondientes a los siguientes oficios: nocturnos, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas, completas, aunque las fuentes siguen hablando a veces de siete horas, en atención al salmo 118, 164 “Siete veces al día te cerebro”. Por respeto a este número simbólico, algunos no hacían entrar en la cuenta los nocturnos, como San Benito (Reg 16), o consideraban una las dos horas de nocturnos y laudes, por ejemplo Casiano.
Uno de los vehículos más determinantes para la divulgación del sistema octonario en Occidente fue la Regla de San Benito, que recibió amplia difusión a partir del siglo VIII. El número permaneció en el oficio romano hasta el Vaticano II que suprimió la hora prima.

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