La distinción del alma y del cuerpo es
ajena a la mentalidad hebraica y, por consiguiente, la muerte no se considera
como separación de estos dos elementos. La muerte no es un aniquilamiento
mientras subsiste el cuerpo, o por lo menos mientras dura la osamenta, subsiste
el alma, en un estado de debilidad extrema, como una sombra en la morada
subterránea del seol (Job 26,5-6; Is 14,9-10; Ez 32,17-32).
A los difuntos se enterraban vestidos
ya que han sido descubiertos alfileres y adornos en las tumbas. El embalsamamiento
no se practicó nunca en Israel: los dos casos que se mencionan, el de Jacob y José
(Gen 50,2-3), se ponen expresamente en relación a las costumbres egipcias.
No sabemos cuánto tiempo pasaba desde
la muerte hasta la inhumación: el duelo de setenta días anterior a la traslación
del cuerpo de Jacob es excepcional; los egipcios hicieron al patriarca funerales
regios. La prescripción de Dt 21,22-23
concierne únicamente a los cuerpos de los supliciados, que debían ser retirados
antes de la noche.
La incineración de los cuerpos no está
documentada en Palestina sino en época muy anterior a la llegada de los israelitas o en agrupaciones
extranjeras, los israelitas no la practicaban nunca. Al contrario, quemar los
cuerpos era un ultraje que se infligía a los grandes culpables (Gen 38,24; Lev
20,14; 21,9), o a los enemigos a quienes se quería aniquilar definitivamente
(Am 2,1). Queda todavía un caso difícil: los habitantes de Yabes de Galaad
queman los cuerpos de Saúl y de sus hijos antes de enterrar sus osamentas (I
Sam 31,12), esto se presenta como una infracción del uso corriente, parece ser
distinto de Jer 34,5 que habla del fuego que se encendía con ocasión de la
muerte de los reyes que abandonaban el mundo en paz con Dios, no se trata
ciertamente de incineración, se quemaba el incienso y perfume cerca del cuerpo.
Los ritos de duelo de los parientes
del difunto son diversos. A la noticia de la muerte, el primer gesto era
rasgarse las vestiduras (Gen 37,34; 2 Sam 1,11; 3,31; 13,31; Job 1,20). A esto
seguía el vestirse de “saco” (Gen 37,34). Era una tela burda que se llevaba
ordinariamente sobre las mismas carnes, alrededor de la cintura y debajo de los
pechos (2 Re 6,30; 2 Mac 3,19): la desnudez de la que habla Miqueas 1,8 quiere
significar este vestido rudimentario más bien que la desnudez total, a pesar
del paralelo de Is 20,2-4. También se quitaba el calzado (2 Sam 15,30; Ez
24,17-23) y también el turbante (Ez 24,17-23). Se cubría la barba o se velaba
el rostro (2 Sam 19,5). Se afeitaban en todo o en parte los cabellos de la
cabeza y de la barba y se hacían incisiones en el propio cuerpo (Job 1,20; Is
22,12; Jer 16,6; 41,5; 47,5).
Por último la lamentación por el difunto era la
principal de las ceremonias fúnebres. En su forma más sencilla era un grito
agudo y repetido que en Miqueas 1,8 compara con el del chacal y el del
avestruz. Se gritaba: “¡Ay, ay!” (Am 5,6), “¡Ay, hermano mío!”… Por la muerte
de un hijo único la lamentación era más
desgarradora (Jer 6,26; Zac 12,10).
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