Muchas
parejas se me acercan y me dicen de su difícil situación ante la Iglesia, se
sienten menospreciadas por haber fracasado en su primer intento en el
matrimonio, consideran que la Iglesia los ha dejado solos. Considero realmente
que este es un problema que debe ser abordado con mucha valentía a la luz de la Palabra de Dios, es cierto que
a estas parejas las hemos descuidado y no le hemos dado el amor y el acompañamiento que se merecen. Dios no
los ha dejado, ni la Iglesia tampoco. Quiero reproducir unas líneas de una
bella carta y que da algunas luces del
Cardenal Dionigi Tettamanzi, Arzobispo
emérito de Milán, titulada
“El Señor está cerca de quien tiene el
corazón herido” dirigida a los esposos en situación de separación, divorcio
y nueva unión”.
“También
nosotros, hombres de Iglesia, sabemos que el fin de una relación matrimonial,
para casi todos vosotros, no ha sido una decisión tomada con facilidad, y mucho
menos con ligereza. Más bien ha sido un paso penoso: un hecho que ha hecho
interrogarse profundamente sobre el porqué de la rotura de ese proyecto, en el
que ha creído y para el que ha invertido tantas energías.
Ciertamente
la decisión de este paso deja heridas que cicatrizan con dificultad. Quizás se
insinúa incluso el dudar sobre la posibilidad de llevar a cabo algo grande en
que uno se había ilusionado en gran manera; surge inevitable la pregunta sobre
las eventuales responsabilidades recíprocas; se hace agudo el dolor de haberse
sentido traicionado por la confianza puesta en el compañero o la compañera que
se había elegido para toda la vida; se tiene un sentido de incomodidad con los
hijos implicados en un sufrimiento del cual no tienen responsabilidad.
Conozco
estas inquietudes y les aseguro que expresan un dolor y una herida que tocan
toda la comunidad eclesial.
El
fin de un matrimonio es también para la Iglesia motivo de sufrimiento y fuente
de interrogantes gravosos: ¿por qué el Señor permite que se deshaga ese vínculo
que es el «Gran signo» de su amor total, fiel e indestructible?
Y
como nosotros quizá no habremos tenido o podido ser cercanos a estos esposos?
Hemos
hecho con ellos un camino de verdadera preparación y de verdadera comprensión
del significado del pacto conyugal con el que se han atado recíprocamente?
Los
hemos acompañado con delicadeza y atención en su itinerario de pareja y de
familia, antes y después del matrimonio?
Cuando
este vínculo se rompe la Iglesia se encuentra en cierto sentido empobrecida,
privada de un signo luminoso que debía ser de alegría y de consuelo. La Iglesia,
pues, no les mira como extraños que han faltado a un pacto, sino que se siente
partícipe de ese trasiego y de preguntas que
le tocan tan íntimamente. Puede entonces comprender, junto con sus
sentimientos, también los nuestros.
Quisiera
ahora ponerse a su lado y tratar de razonar con usted sobre los muchos pasos y
las muchas pruebas que le han llevado a interrumpir su experiencia conyugal.
Puedo sólo intentar imaginar que antes de esta decisión ha experimentado días y
días de fatiga de vivir juntos; nerviosismos, impaciencia y desasosiego,
desconfianza recíproca, a veces también falta de transparencia, sentido de
traición, decepción por una persona que se ha revelado diversa de cómo había
conocido al principio.
Estas
experiencias cotidianamente repetidas, terminan haciendo la casa ya no un lugar
de afecto y de gozo, sino una pesada jaula que parece quitar la paz del
corazón. Se acaba levantando la voz, quizá también con carencias de respeto,
encontrando imposible toda concordia. Y se siente que no puede continuar más la
vida juntos.
No,
¡la opción de interrumpir la vida matrimonial no puede ser nunca considerada
una decisión fácil y sin dolor! Cuando dos esposos se dejan, llevan en el
corazón una herida que marca, más o menos pesadamente, su vida, la de sus hijos
y de todos los que aman (padres, hermanos, parientes, amigos). Esta su herida
también la Iglesia la comprende.
También
la Iglesia sabe que en ciertos casos no sólo es lícito, sino que puede ser
inevitable tomar la decisión de una separación: para defender la dignidad de
las personas, para evitar traumas más profundos, para custodiar la grandeza del
matrimonio, que no puede transformarse en una insostenible cadena de recíprocas
asperezas”.
Continuará
en una segunda parte.
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