El
relato de esta aparición de Jesús a los discípulos, que es la tercera (v. 14),
se conecta directamente con 20,29, sin tener en cuenta la conclusión del libro
contenida en 20,30-31. Escenario de la aparición es la ribera del lago de
Tiberíades (cf. 6,1). Desde la antigüedad se ha localizado este episodio al
oeste de Cafarnaúm, en la localidad de Siete Fuentes llamada actualmente Tabga,
donde al pie de una colina brotan siete fuentes de aguas termales. Existe allí,
muy cerca de la orilla, una laja de piedra, a la cual se sube desde el nivel
del agua por unas viejas gradas talladas en la roca. La tradición considera
esta laja como el sitio en que Jesús preparó la comida a los discípulos; en los
antiguos itinerarios de los peregrinos se señala con el nombre de Mensa Domini.
Recientemente los franciscanos construyeron allí una iglesia, en recuerdo del
hecho.
Del
regreso de los discípulos a Galilea nada se ha dicho; debió ocurrir poco
después de terminados los siete días de la solemnidad pascual. Sólo siete de los
once apóstoles son testigos de la nueva aparición. Comprobamos luego con
sorpresa que, de ellos, sólo tres son mencionados por su nombre; son todos
nombres ya conocidos del lector del Evangelio. Los hijos de Zebedeo son, según
los sinópticos (Mc 1,19), Santiago el Mayor y Juan. Dado que de éstos no se
habla nunca en el cuarto Evangelio, ni por sus nombres propios ni por la
designación común de «hijos de Zebedeo», algunos piensan que se trata aquí de
una antigua glosa marginal, destinada a identificar a los dos discípulos
innominados con los dos hijos de Zebedeo, e introducida luego en el texto mismo
(Lagrange).
El
asunto es, sin embargo, bastante dudoso.
En cierta ocasión, entrada ya la noche, tiempo particularmente favorable
para la pesca (Le 5,5), estos discípulos salen a pescar; pero no tienen éxito.
La circunstancia de que sea Pedro quien toma la iniciativa y dirige el grupo es
importante a causa del simbolismo que encierra. Llegada la mañana, cuando los
discípulos descienden nuevamente a tierra, Jesús se acerca a ellos, sin darse a
conocer (cf. Le 24,16), y les pregunta si no tienen nada que comer. La pregunta
alude a la pesca en que han pasado la noche, porque si hubieran tenido éxito se
habrían preparado ellos mismos alguna comida.
A la respuesta negativa de los discípulos, que
así confiesan su fracaso, Jesús los invita a lanzar la red por el lado derecho
(el lado favorable), prometiéndoles una pesca abundante. Ellos le obedecen, y
son tantos los peces que atrapan, que no pueden volver la red a la barca.
La abundante e inesperada pesca, que no puede
atribuirse sino a un milagro, hace que el discípulo amado, antes que todos los
demás (cf. 20,8), reconozca en el personaje desconocido que dio la orden de
lanzar la red, al Señor. Lo reconoce, y da la noticia a Pedro. Éste se ciñe
entonces el vestido y se lanza al agua para ganar a nado la orilla. El vestido
de que se habla puede ser una especie de blusa que se quitaba para trabajar y
que ahora Pedro vuelve a tomar,
ciñéndosela a la cintura. Los otros, en cambio, continúan en la barca hasta la
orilla, de la cual sólo los separan ya 200 codos (95 metros), llevando tras de
sí la red, que todavía no han sacado del agua.
Bajados
a tierra, ven brasas encendidas y un pez puesto sobre ellas, y pan. Evidentemente,
mientras los discípulos estaban ocupados en la pesca, Jesús les ha preparado un
poco de comida, al estilo de las que todavía hoy se sirven a la orilla del
lago, y ahora los invita a sacar fuera los peces que han cogido. El texto no
permite entender con claridad si la invitación es a completar la comida ya
preparada, con algunos de los peces que acaban de atrapar, o bien a terminar su
trabajo (como parece sugerirlo el v. 13), de suerte que puedan darse cuenta
cabal de la abundancia de la pesca.
Pedro
sube entonces a la barca, a la cual está todavía fijada la red (¿o bien sube a
la orilla?), y saca ésta a tierra. Encuentra en ella 153 peces grandes, a pesar
de lo cual no se ha roto; esta circunstancia hace resaltar más aún el carácter
milagroso de la pesca.
El
número de los peces, indicado con tanta exactitud, tiene indudablemente un
valor simbólico, que se ha tratado de precisar en no pocos intentos. San
Jerónimo dice que, según los zoólogos antiguos, existen 153 clases de peces; en
este caso, en los 153 peces están representadas todas las razas humanas.
Parece, sin embargo, que tanto al número de los peces como a todo el episodio
de la pesca milagrosa se ha de atribuir un sentido más profundo. La gran
cantidad de peces es símbolo del crecido número de discípulos que la
predicación apostólica conquista entre todos los pueblos.
La
red que trepa tal cantidad de peces sin romperse es imagen de la Iglesia, la
cual, por muchos que sean los que entren en su seno, debe siempre permanecer
una. Pedro, sacando solo la red a tierra, figura en la escena como cabeza de la
Iglesia.
Jesús
invita a los discípulos a tomar alimento. Ellos han comprendido ya, ilustrados
por la pesca, que el forastero de la orilla es el Señor, pero se guardan de
preguntarle quién es (cf. 4,27).
Esta
observación del evangelista significa que cierto respetuoso temor ante Jesús
resucitado, sustraído ya a las condiciones de la vida terrena, impide a los
discípulos pedirle informaciones más precisas que pudieran disipar todo rastro
de duda acerca de su resurrección. Jesús da a los discípulos el pan y el pez
que para ellos tiene preparados.
Terminada
la comida, Jesús se vuelve a Pedro para preguntarle si tiene hacia él un amor
más grande que el resto de los discípulos presentes. El oficio sublime que el
Señor está a punto de conferirle supone en Pedro un amor mayor que el de los
otros.
Quizá
al decir «más que éstos», Jesús quiere recordar discretamente a Pedro cómo la
tarde anterior a la pasión, presumiendo de sí, había protestado que, aunque
todos se escandalizaran de Jesús, él jamás lo haría (Mc 14,29). No se puede
olvidar, sin embargo, que tales palabras del apóstol no se hallan referidas en
Juan (cf. 13,37). Pedro no responde exactamente a la pregunta, sino se limita a
asegurar a Jesús que lo ama, apelando al propio testimonio de su omnisciencia;
en todo caso evitar compararse con los otros discípulos. Jesús le confía
entonces la misión de apacentar sus corderos, es decir, lo hace pastor de su
grey. Luego repite la pregunta por dos veces, omitiendo las palabras «más que
éstos». La omisión no tiene ningún significado especial; se debe considerar
simplemente como una manera de abreviar. A la tercera pregunta Pedro
se entristece, y con renovada insistencia apela al conocimiento que Jesús tiene
de su amor por él. La generalidad de los comentaristas sostiene, al parecer con
razón, que la triple pregunta de Jesús corresponde a la triple negación de
Pedro y que, al menos la tercera vez, éste comprende la alusión. Jesús, en todo
caso, no alude directamente a la negación, ni tampoco se dice nada del
arrepentimiento de Pedro; pero es ésta una cuestión que carece de importancia.
El sentido del diálogo es que Jesús confía a Pedro la suprema dirección de la
Iglesia, pues el apacentar las ovejas es, según Jn 10,4.27, una metáfora para
indicar el gobierno de los fieles. Ahora, cuando se dispone a retornar al
Padre, Jesús confía a Pedro el cuidado de su grey, haciendo así efectiva la
promesa que le había hecho anteriormente. Basado en estos versículos, el
concilio Vaticano i declaró: «Sólo a Simón Pedro confirió Jesús, después de su
resurrección, la jurisdicción de pastor y guía supremo sobre todo su rebaño».
El
paso de «corderos» a «ovejas» que se observa en las palabras de Jesús no es
suficiente para concluir que expresamente constituye a Pedro pastor de los
fieles y de los demás apóstoles, considerados como agrupaciones diversas; las
dos palabras, en efecto, tienen el mismo significado.
La
investidura de Pedro como pastor supremo de la grey de Cristo está seguida de
la profecía de su martirio. Sólo que Jesús la expresa en términos velados,
mediante una metáfora que, según parece, utiliza un proverbio popular. En la
juventud el hombre se viste por sus propias manos y va a donde quiere; pero
llegado a la ancianidad necesita de la ayuda de los demás, y debe ir a donde lo
conduzcan. Otro tanto sucederá a Pedro, así que llegue a la vejez. Él extenderá
las manos, y otro lo ceñirá, llevándolo a donde no quiere, es decir, sufrirá
una muerte violenta. En el anuncio de que extenderá las manos algunos han
creído ver una alusión directa a la muerte de cruz, en la cual los brazos del
condenado, extendidos sobre el madero transversal, se ataban con cuerdas o se
fijaban con clavos. Pero no parece que tal sea el sentido del anuncio, pues en
ese caso habría dicho primero «te llevará» y luego «te extenderá las manos»; la
actitud de extender las manos, en la metáfora, sólo significa la falta de
fuerzas propia de una persona anciana que tiene necesidad de ayuda y de guía.
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