El evangelista
presenta una comunidad
viva, de la
que es animador y portavoz.
Su libro aparece como una catequesis dirigida a Iglesias judeocristianas , tal vez de
origen galileo, si es que no
emigraron de Jerusalén
con ocasión de
la primera persecución,
para establecerse al norte
de Palestina o en
el sur de Siria, ya que
esas dos regiones
aparecen precisamente mencionadas en el primer
evangelio. Algunos exegetas piensan
incluso en Fenicia o en
Antioquía. Leyendo el
evangelio tenemos la
impresión de que
se trata de una
Iglesia bien organizada,
que revisa su
trayectoria a la luz
de la vida
y las enseñanzas de
Jesús. Esta revisión se
encuentra motivada, sin duda,
por la necesidad que
experimentaron los cristianos
de entonces de
tomar posición frente
al judaismo oficial
del que procedían. Su problema era
si tenían que seguir
entroncados en el judaismo,
o debían cortar y separarse
irremediablemente. La cuestión
no era fácil,
y Mateo no lo zanja categóricamente: marca
la continuidad, puesto que Jesús da cumplimiento a la historia
de Israel; pero el mismo cumplimiento provoca una
ruptura .
En
la época en que Mateo escribe, el peligro no era ilusorio: los judíos
convertidos al cristianismo continuaban viviendo según las prescripciones de la
ley judía vigente en las comunidades. Pero después de la toma de Jerusalén por
los romanos en el 70 y la destrucción del templo, el judaismo se veía forzado a
reafirmarse so pena de desaparecer. Ante la ruina de la nación, se había
organizado un movimiento religioso promovido por los fariseos en Yabné (o
Yamnia), en la costa mediterránea, una veintena de kilómetros al sur de Jafa.
Para restablecer la cohesión interna del pueblo amenazado de dispersión,
imponía determinar con precisión los libros bíblicos normativos —el llamado
«canon» o «regla» de las Escrituras— y urgir las observancias esenciales a fin
de impedir todo desviacionismo.
También
era preciso oponerse a los cristianos —que eran llamados nazarenos—, cada vez
más considerados como una secta disidente. Entre las medidas de autodefensa, el
judaismo proscribió el empleo de los Setenta, la traducción griega de la
Escritura, e hizo obligatorios unos ritos que los cristianos no podían
observar.
Así,
a propuesta del rabino Gamaliel II, se introdujo, hacia el 80, una decimonovena
bendición en la tradicional oración de la mañana —el Shemone-esré, es decir,
las «dieciocho» bendiciones. Dicha bendición, la Birkat ha-minim, se
pronunciaba contra «los sectarios» (o herejes: minim, entre ellos los judíos
convertidos a Cristo). Este es el texto: «Que ya no tengan esperanza los
calumniadores. Que sean aniquilados los malvados. Que sean destruidos los
enemigos. Que se vea muy pronto debilitado, roto y humillado en estos mismos
días, el poder del orgullo. ¡Alabado seas, Eterno, que quebrantas a tus
enemigos y humillas a los orgullosos!» La implantación de esta «bendición»
excluía a los cristianos del culto de la sinagoga y particularmente de la
función de «traductor» de los textos sagrados (o targumista).
Desde
el punto de vista de su constitución interna, la Iglesia de Mateo parece
bastante bien organizada, sin duda siguiendo el modelo de las comunidades
judías de que procedía. Está constituida por un núcleo de discípulos, sin que
sepamos quién es «discípulo» y quién pertenece a la «multitud». El espíritu de
la comunidad es fraternal, responsable y abierto. No es una reunión de «justos»
declarados, sino de gente que se esfuerza por vivir la dicha, realista, del
reino de los cielos, que está siempre por encima de las aspiraciones humanas,
pero constantemente presente en las cosas de cada día. La comunidad se organiza
de un modo concreto. El anuncio del reino de los cielos, horizonte decisivo y
urgente de toda existencia cristiana, lejos de anular a la Iglesia
institucional, suscita grupos constituidos, localizables en el tiempo y en el
espacio. Allí se encuentran los que reciben el mensaje, lo comprenden y se
esfuerzan en vivirlo. La Iglesia tiene que ser, tanto para los judíos como para
los paganos entre los cuales vive, signo de la presencia y de la eficacia del
reino de los cielos para los hombres.
Después
de la muerte de Jesús, se formaron grupos de «nazarenos»: los que creían en la
realidad de su resurrección. Vivieron primero en Jerusalén y luego se
difundieron por todos los sitios en que se concentraron los apóstoles y los
discípulos de primera hora. Esos grupos, que llevaban trabajando cincuenta años
cuando escribe Mateo, se estructuraron de un modo normal, y podemos descubrir
en el evangelio indicios de su progresiva institucionalización. Sin embargo no
podemos exagerar este punto, como si la Iglesia de Mateo fuera como la nuestra;
ni minimizarlo, como si nuestras instituciones eclesiales sólo fueran una
elaboración posterior sin relación ninguna con la constitución primitiva.
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