LA COMUNIDAD DEL EVANGELIO DE MATEO

sábado, 13 de abril de 2013

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El   evangelista   presenta       una   comunidad   viva,   de   la   que   es animador   y portavoz.  Su libro aparece  como una  catequesis dirigida  a Iglesias judeocristianas  , tal vez de  origen   galileo, si es que   no  emigraron   de  Jerusalén   con   ocasión   de  la  primera   persecución,  para   establecerse   al norte   de  Palestina   o en  el sur de Siria,  ya  que  esas  dos  regiones   aparecen   precisamente   mencionadas en  el primer   evangelio. Algunos exegetas piensan  incluso en Fenicia o en  Antioquía.  Leyendo  el  evangelio  tenemos  la  impresión   de  que   se  trata de   una   Iglesia   bien   organizada,   que   revisa   su   trayectoria   a   la luz   de   la   vida   y   las   enseñanzas     de   Jesús. Esta   revisión   se  encuentra  motivada,  sin duda,  por   la necesidad   que   experimentaron   los   cristianos   de   entonces   de   tomar   posición   frente  al   judaismo   oficial   del  que procedían.  Su problema      era   si   tenían que  seguir   entroncados  en  el judaismo,  o debían   cortar   y separarse   irremediablemente.   La  cuestión   no  era   fácil,   y Mateo  no lo zanja   categóricamente:  marca  la continuidad,  puesto  que Jesús da cumplimiento  a la historia  de Israel; pero el mismo cumplimiento provoca  una  ruptura  .

En la época en que Mateo escribe, el peligro no era ilusorio: los judíos convertidos al cristianismo continuaban viviendo según las prescripciones de la ley judía vigente en las comunidades. Pero después de la toma de Jerusalén por los romanos en el 70 y la destrucción del templo, el judaismo se veía forzado a reafirmarse so pena de desaparecer. Ante la ruina de la nación, se había organizado un movimiento religioso promovido por los fariseos en Yabné (o Yamnia), en la costa mediterránea, una veintena de kilómetros al sur de Jafa. Para restablecer la cohesión interna del pueblo amenazado de dispersión, imponía determinar con precisión los libros bíblicos normativos —el llamado «canon» o «regla» de las Escrituras— y urgir las observancias esenciales a fin de impedir todo desviacionismo.

También era preciso oponerse a los cristianos —que eran llamados nazarenos—, cada vez más considerados como una secta disidente. Entre las medidas de autodefensa, el judaismo proscribió el empleo de los Setenta, la traducción griega de la Escritura, e hizo obligatorios unos ritos que los cristianos no podían observar.

Así, a propuesta del rabino Gamaliel II, se introdujo, hacia el 80, una decimonovena bendición en la tradicional oración de la mañana —el Shemone-esré, es decir, las «dieciocho» bendiciones. Dicha bendición, la Birkat ha-minim, se pronunciaba contra «los sectarios» (o herejes: minim, entre ellos los judíos convertidos a Cristo). Este es el texto: «Que ya no tengan esperanza los calumniadores. Que sean aniquilados los malvados. Que sean destruidos los enemigos. Que se vea muy pronto debilitado, roto y humillado en estos mismos días, el poder del orgullo. ¡Alabado seas, Eterno, que quebrantas a tus enemigos y humillas a los orgullosos!» La implantación de esta «bendición» excluía a los cristianos del culto de la sinagoga y particularmente de la función de «traductor» de los textos sagrados (o targumista).

Desde el punto de vista de su constitución interna, la Iglesia de Mateo parece bastante bien organizada, sin duda siguiendo el modelo de las comunidades judías de que procedía. Está constituida por un núcleo de discípulos, sin que sepamos quién es «discípulo» y quién pertenece a la «multitud». El espíritu de la comunidad es fraternal, responsable y abierto. No es una reunión de «justos» declarados, sino de gente que se esfuerza por vivir la dicha, realista, del reino de los cielos, que está siempre por encima de las aspiraciones humanas, pero constantemente presente en las cosas de cada día. La comunidad se organiza de un modo concreto. El anuncio del reino de los cielos, horizonte decisivo y urgente de toda existencia cristiana, lejos de anular a la Iglesia institucional, suscita grupos constituidos, localizables en el tiempo y en el espacio. Allí se encuentran los que reciben el mensaje, lo comprenden y se esfuerzan en vivirlo. La Iglesia tiene que ser, tanto para los judíos como para los paganos entre los cuales vive, signo de la presencia y de la eficacia del reino de los cielos para los hombres.

Después de la muerte de Jesús, se formaron grupos de «nazarenos»: los que creían en la realidad de su resurrección. Vivieron primero en Jerusalén y luego se difundieron por todos los sitios en que se concentraron los apóstoles y los discípulos de primera hora. Esos grupos, que llevaban trabajando cincuenta años cuando escribe Mateo, se estructuraron de un modo normal, y podemos descubrir en el evangelio indicios de su progresiva institucionalización. Sin embargo no podemos exagerar este punto, como si la Iglesia de Mateo fuera como la nuestra; ni minimizarlo, como si nuestras instituciones eclesiales sólo fueran una elaboración posterior sin relación ninguna con la constitución primitiva.
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