La
pericopa (Jn 10,27-30) recoge el discurso del pastor, para desarrollarlo de
manera independiente, a saber: que las ovejas del buen pastor oyen su voz y que
le «siguen», siendo como es el buen pastor. Y resuena asimismo una vez más el
motivo del conocimiento.
El
verbo «seguir» recuerda la idea del seguimiento de Jesús. También aquí se trata
una vez más de la familiaridad y estrecha conexión entre pastor y rebaño. Ahora
se subraya de nuevo que esa conexión consiste esencialmente en que los
creyentes, gracias a Jesús, llegan a ser partícipes de la vida eterna y, por
tanto, de la salvación; y que esa vida eterna constituye una realidad
definitiva y permanente. Nadie puede arrancar las ovejas del poder de Jesús;
con ello se dice también que nunca incurrirán en la perdición eterna.
Más
bien la comunidad de vida con Jesús, fundada en la fe, tiene el carácter de una
validez duradera, definitiva y eterna. Esa validez definitiva tiene su
fundamento último más profundo en que es el propio Padre el que ha encomendado
las ovejas a Jesús (cf. también 6,37s.44). Justamente porque, tras el pastoreo
de Jesús y en su acción salvadora, se esconde la voluntad del propio Dios, «del
Padre», y porque en la acción pastoral de Jesús se realiza el pastoreo de Dios,
como un pastoreo concebido para la salvación definitiva de todos los hombres,
por eso tampoco existe poder alguno capaz de frenar o de dar marcha atrás al
status de salvación. Entre el pastoreo de Jesús, el pastor mesiánico, y el
pastoreo del Padre (de Yahveh) ya no puede haber contradicción alguna, sino que
predomina la concordia más completa.
Desde
esa base hay que entender asimismo la afirmación del v. 30: «El Padre y yo
somos una misma cosa.» El «una misma cosa» está expresado en griego con el
numeral neutro, al igual que la versión latina: Ego et Pater unum (¡no unus!) sumus. Entre Jesús y Dios, entre el
Hijo y el Padre hay unidad. En esta afirmación hemos de atender sobre todo al
contexto. Se trata, por tanto, de establecer que el rebaño de Jesús, del buen
pastor, es a la vez el rebaño de Dios, y que Jesús actúa aquí enteramente por
encargo de Dios, incluso en el compromiso por «los suyos» llevado hasta el
extremo. Ahí queda también asegurado el carácter definitivo de la salvación. Y
tal salvación tiene su fundamento último en la unidad del Padre y el Hijo. El
v. 30 subraya la idea de esa unidad en su forma más extremada. La formulación y lo hace observar con razón Bultmann en este
pasaje va más allá de cuantas afirmaciones se han hecho hasta ahora, y enlaza
estrechamente con la sentencia de 1,1 «y la Palabra era Dios».
Nos
hemos referido ya igualmente a las afirmaciones unitarias en la oración de
despedida de Jesús. La teología posterior, influida por el pensamiento griego,
entendió esta afirmación en el sentido de una unidad de esencia entre el Padre y
el Hijo, olvidándose a menudo de que aquí se trata de una revelación, cuyo
propósito directo es mostrar el último sentido y fundamento de la acción y de
la existencia de Jesús. El hombre Jesús dice aquí que su actuación y obra en el
mundo se fundamentan en su unidad con Dios. Para los judíos presentes esto
representa ciertamente una provocación.
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