Cientos
de alumnos de la Pontificia Universidad Urbaniana, escucharon con atención el
mensaje que el Sumo Pontífice Emérito, Benedicto XVI, les envió con ocasión de
la inauguración de un aula magna que lleva su nombre.
En el mensaje el Papa emérito recordó que
los cristianos anuncian a Jesucristo por el deber de transmitir la alegría de
la buena noticia, no para ganar miembros para la Iglesia.
Este
es el texto completo del mensaje de Benedicto XVI a los estudiantes de la
Pontificia Universidad Urbaniana:
«Mensaje
de Benedicto XVI, Papa Emérito:
Quisiera
en primer lugar expresar mi cordial agradecimiento al Rector Magnífico y a las
autoridades académicas de la Pontificia Universidad Urbaniana, a los oficiales
mayores, y a los representantes de los estudiantes por su propuesta de titular
en mi nombre el Aula Magna reestructurada. Quisiera agradecer de modo
particular al Gran Canciller de la Universidad, el Cardenal Fernando Filoni,
por haber acogido esta iniciativa. Es motivo de gran alegría para mí poder
estar siempre así presente en el trabajo de la Pontificia Universidad
Urbaniana.
En
el curso de las diversas visitas que he podido hacer como Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, siempre me ha impresionado la atmosfera
de la universalidad que se respira en esta universidad, en la cual jóvenes
provenientes prácticamente de todos los países de la tierra se preparan para el
servicio al Evangelio en el mundo de hoy. También hoy veo interiormente ante
mí, en este aula, una comunidad formada por muchos jóvenes que nos hacen
percibir de modo vivo la estupenda realidad de la Iglesia Católica.
“Católica”:
Esta definición de la Iglesia, que pertenece a la profesión de fe desde los
tiempos antiguos, lleva consigo algo del Pentecostés. Nos recuerda que la
Iglesia de Jesucristo no miró a un solo pueblo o a una sola cultura, sino que
estaba destinada a la entera humanidad. Las ultimas palabras que Jesús dice a
sus discípulos fueron: ‘Id y haced discípulos a todos los pueblos’. Y en el
momento del Pentecostés los apóstoles hablaron en todas las lenguas,
manifestando por la fuerza del Espíritu Santo, toda la amplitud de su fe.
Desde
entonces la Iglesia ha crecido realmente en todos los continentes. Vuestra
presencia, queridos estudiantes, refleja el rostro universal de la Iglesia. El
profeta Zacarías anunció un reino mesiánico que habría ido de mar a mar y sería
un reino de paz. Y en efecto, allá donde es celebrada la Eucaristía y los
hombres, a partir del Señor, se convierten entre ellos un solo cuerpo, se hace
presente algo de aquella paz que Jesucristo había prometido dar a sus
discípulos. Vosotros, queridos amigos, sed cooperadores de esta paz que, en un
mundo rasgado y violento, hace cada vez más urgente edificar y custodiar. Por
eso es tan importante el trabajo de vuestra universidad, en la cual queréis
aprender a conocer más de cerca de Jesucristo para poder convertiros en sus
testigos.
El
Señor Resucitado encargó a sus discípulos, y a través de ellos a los discípulos
de todos los tiempos, que llevaran su palabra hasta los confines de la tierra y
que hicieran a los hombres sus discípulos. El Concilio Vaticano II, retomando
en el decreto Ad Gentes una tradición constante, sacó a la luz las profundas
razones de esta tarea misionera y la confió con fuerza renovada a la Iglesia de
hoy.
¿Pero
todavía sirve? Se preguntan muchos hoy dentro y fuera de la Iglesia ¿de verdad
la misión sigue siendo algo de actualidad? ¿No sería más apropiado encontrarse
en el diálogo entre las religiones y servir junto las causa de la paz en el
mundo? La contra-pregunta es: ¿El diálogo puede sustituir a la misión? Hoy
muchos, en efecto, son de la idea de que las religiones deberían respetarse y,
en el diálogo entre ellos, hacerse una fuerza común de paz. En este modo de
pensar, la mayoría de las veces se presupone que las distintas religiones sean
una variante de una única y misma realidad, que ‘religión’ sea un género común
que asume formas diferentes según las diferentes culturas, pero que expresa una
misma realidad. La cuestión de la verdad, esa que en un principio movió a los
cristianos más que a nadie, viene puesta entre paréntesis. Se presupone que la
auténtica verdad de Dios, en un último análisis es alcanzable y que en su
mayoría se pueda hacer presente lo que no se puede explicar con las palabras y
la variedad de los símbolos. Esta renuncia a la verdad parece real y útil para
la paz entre las religiones del mundo. Y aún así sigue siendo letal para la fe.
En
efecto, la fe pierde su carácter vinculante y su seriedad si todo se reduce a
símbolos en el fondo intercambiables, capaces de posponer solo de lejos al
inaccesible misterio divino.
Queridos
amigos, veis que la cuestión de la misión nos pone no solamente frente a las
preguntas fundamentales de la fe, sino también frente a la pregunta de qué es
el hombre. En el ámbito de un breve saludo, evidentemente no puedo intentar
analizar de modo exhaustivo esta problemática que hoy se refiere a todos
nosotros. Quisiera al menos hacer mención a la dirección que debería invocar
nuestro pensamiento. Lo hago desde dos puntos de partida.
PRIMER
PUNTO DE PARTIDA
1.
La opinión común es que las religiones estén por así decirlo, una junto a otra,
como los continentes y los países en el mapa geográfico. Todavía esto no es
exacto. Las religiones están en movimiento a nivel histórico, así como están en
movimiento los pueblos y las culturas. Existen religiones que esperan. Las
religiones tribales son de este tipo: tienen su momento histórico y todavía
están esperando un encuentro mayor que les lleve a la plenitud.
Nosotros
como cristianos, estamos convencidos que, en el silencio, estas esperan el
encuentro con Jesucristo, la luz que viene de Él, que sola puede conducirles
completamente a su verdad. Y Cristo les espera. El encuentro con Él no es la
irrupción de un extraño que destruye su propia cultura o su historia. Es, en
cambio, el ingreso en algo más grande, hacia el que están en camino. Por eso,
este encuentro es siempre, al mismo tiempo, purificación y maduración. Por otro
lado, el encuentro es siempre recíproco. Cristo espera su historia, su
sabiduría, su visión de las cosas.
Hoy
vemos cada vez más nítido otro aspecto: mientras en los países de su gran
historia, el cristianismo se convirtió en algo cansado y algunas ramas del gran
árbol nacido del grano de mostaza del Evangelio se secan y caen a la tierra,
del encuentro con Cristo de las religiones en espera brota nueva vida. Donde
antes solo había cansancio, se manifiestan y llevan alegría las nuevas
dimensiones de la fe.
2.
La religiones en sí mismas no son un fenómeno unitario. En ellas siempre van
distintas dimensiones. Por un lado está la grandeza del sobresalir, más allá
del mundo, hacia Dios eterno. Pero por otro lado, en esta se encuentran
elementos surgidos de la historia de los hombres y de la práctica de las
religiones. Donde pueden volver sin lugar a dudas cosas hermosas y nobles, pero
también bajas y destructivas, allí donde el egoísmo del hombre se ha apoderado
de la religión y, en lugar de estar en apertura, la ha transformado en un
encerrarse en el propio espacio.
Por
eso, la religión nunca es un simple fenómeno solo positivo o solo negativo: en
ella los dos aspectos se mezclan. En sus inicios, la misión cristina percibió
de modo muy fuerte sobretodo los elementos negativos de las religiones paganas
que encontró. Por esta razón, el anuncio cristiano fue en un primer momento
estrechamente critico con las religiones. Solo superando sus tradiciones que en
parte consideraba también demoníacas, la fe pudo desarrollar su fuerza
renovadora. En base a elementos de este tipo, el teólogo evangélico Karl Barth
puso en contraposición religión y fe, juzgando la primera en modo absolutamente
negativo como comportamiento arbitrario del hombre que trata, a partir de sí
mismo, de apoderarse de Dios. Dietrich Bonhoeffer retomó esta impostación
pronunciándose a favor de un cristianismo sin religión. Se trata sin duda de
una visión unilateral que no puede aceptarse. Y todavía es correcto afirmar que
cada religión, para permanecer en el sitio debido, al mismo tiempo debe también
ser siempre crítica de la religión. Claramente esto vale, desde sus orígenes y
en base a su naturaleza, para la fe cristiana, que, por un lado mira con gran
respeto a la profunda espera y la profunda riqueza de las religiones, pero, por
otro lado, ve en modo crítico también lo que es negativo. Sin decir que la fe
cristiana debe siempre desarrollar de nuevo esta fuerza crítica respecto a su
propia historia religiosa.
Para
nosotros los cristianos, Jesucristo es el Logos de Dios, la luz que nos ayuda a
distinguir entre la naturaleza de las religiones y su distorsión.
3.
En nuestro tiempo se hace cada vez más fuerte la voz de los que quieren
convencernos de que la religión como tal está superada. Solo la razón crítica
debería orientar el actuar del hombre. Detrás de símiles concepciones está la
convicción de que con el pensamiento positivista la razón en toda su pureza se
ha apoderado del dominio. En realidad, también este modo de pensar y de vivir
está históricamente condicionado y ligado a determinadas culturas históricas.
Considerarlo como el único válido disminuiría al hombre, sustrayéndole
dimensiones esenciales de su existencia. El hombre se hace más pequeño, no más
grande, cuando no hay espacio para un ethos que, en base a su naturaleza
auténtica retorna más allá del pragmatismo, cuando no hay espacio para la mirada
dirigida a Dios. El lugar de la razón positivista está en los grandes campos de
acción de la técnica y de la economía, y todavía esta no llega a todo lo
humano. Así, nos toca a nosotros que creamos abrir de nuevo las puertas que,
más allá de la mera técnica y el puro pragmatismo, conducen a toda la grandeza
de nuestra existencia, al encuentro con Dios vivo.
SEGUNDO
PUNTO DE PARTIDA
1.
Estas reflexiones, quizá un poco difíciles, deberían mostrar que hoy, en un
modo profundamente mutuo, sigue siendo razonable el deber de comunicar a los
otros el Evangelio de Jesucristo.
Todavía
hay un segundo modo, más simple, para justificar hoy esta tarea. La alegría
exige ser comunicada. El amor exige ser comunicado. La verdad exige ser
comunicada. Quien ha recibido una gran alegría, no puede guardársela solo para
sí mismo, debe transmitirla. Lo mismo vale para el don del amor, para el don
del reconocimiento de la verdad que se manifiesta.
Cuando
Andrés encontró a Cristo, no pudo hacer otra cosa que decirle a su hermano:
‘Hemos encontrado al Mesías’. Y Felipe, al cual se le donó el mismo encuentro,
no pudo hacer otra cosa que decir a Bartolomé que había encontrado a aquél
sobre el cual habían escrito Moisés y los profetas. No anunciamos a Jesucristo
para que nuestra comunidad tenga el máximo de miembros posibles, y mucho menos
por el poder. Hablamos de Él porque sentimos el deber de transmitir la alegría
que nos ha sido donada.
Seremos
anunciadores creíbles de Jesucristo cuando lo encontremos realmente en lo
profundo de nuestra existencia, cuando, a través del encuentro con Él, nos sea
donada la gran experiencia de la verdad, del amor y de la alegría.
2.
Forma parte de la naturaleza de la religión la profunda tensión entre la
ofrenda mística de Dios, en la que se nos entrega totalmente a Él, y la
responsabilidad para el prójimo y para el mundo por Él creado. Marta y María
son siempre inseparables, también si, de vez en cuando, el acento puede recaer
sobre la una o la otra. El punto de encuentro entre los dos polos es el amor
con el cual tocamos al mismo tiempo a Dios y a sus Criaturas. ‘Hemos conocido y
creído al amor’: esta frase expresa la auténtica naturaleza del cristianismo.
El amor, que se realiza y se refleja de muchas maneras en los santos de todos
los tiempos, es la auténtica prueba de la verdad del cristianismo.