NUESTRAS ACCIONES NO QUEDAN OCULTAS EN LA OSCURIDAD (Mt 25,31-46)

martes, 28 de octubre de 2014

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Con esta extraordinaria perícopa se cierra el discurso escatológico (Mt 25,31-46). El tema principal del discurso era la parusía que es vista como juicio, como intervención de Dios, por medio de su Mesías, en la historia de la humanidad.
El personaje principal es el Hijo del Hombre, el Mesías. Viene “en su gloria”. Un elemento de esta gloria son también los ángeles que lo acompañan, su corte real y sus servidores (Mt 25,31).
La escenografía es  bien descriptiva y majestuosa, en el centro de atención está el “trono de gloria”. El Mesías viene en calidad de juez, se sienta en su trono glorioso. Alrededor de este trono está reunida toda la humanidad, expectante, pendiente de la palabra decisiva del juez.  El Mesías es el pastor, Él separa  a las ovejas de las cabras. Los de su derecha son los súbditos de su Reino. Ellos son “benditos de mi Padre”, colmados de todos los bienes divinos. Ellos participan en el Reino, porque les fue preparado desde la eternidad (Mt 25,32-34).
El Mesías les replica que todas las veces que han hecho alguna obra de misericordia a alguno de los más necesitados (Mt 25,35-40), a Él también se lo han hecho (Comer, beber, recibir al emigrante, visitar al enfermo, vestir, visitar al encarcelado). En el Antiguo Testamento también podemos encontrar las varias formas de amar al prójimo (Is 58,7; Job 22,6s). Luego vienen los de su “izquierda”. Son mandados a apartarse del Rey, una separación absoluta, son llamados “malditos”, privados de todos los bienes divinos, son los infelices. Su sitio es el “fuego eterno, allá estarán en la presencia del “diablo y sus ángeles”.  Tambien el infierno fue “preparado por Dios”, hay una predestinación igualmente para la condenación, pero que es dependiente del hombre. Cuando el Mesías estuvo necesitado, ninguno de ellos le hicieron una obra de caridad, el Mesías les responderá a estos: “Lo que no hicieron a uno de estos más pequeños no me hicieron a mí” (Mt 25,45).
Al final de la perícopa se dice nuevamente que los justos irán a la vida eterna, los injustos al castigo perpetuo.
Nuestras acciones no quedan ocultas en la oscuridad, nuestras opciones no son intrascendentes; todo es importante ante la mirada de Dios, que rechaza nuestro egoísmo y quiere premiar toda obra de generosidad que podamos hacer. Esto aparece reflejado con suma claridad en el relato sobre el juicio final, donde las únicas preguntas que se mencionan son aquellas que tienen que ver con lo que hicimos o dejamos de hacer por los demás.
Y en estas acciones no se requiere que las hagamos pensando en el Señor, sino simplemente que las hagamos con el deseo sincero de hacer el bien. Los que son elogiados por sus obras de misericordia se asombran por ese elogio, porque ellos no las hicieron con una intención religiosa, sino que esas obran brotaron espontáneamente de su corazón generoso, y no las habían hecho descubriendo a Cristo en los demás. Advirtamos que cuando Jesús felicitó a los buenos porque le habían dado de comer, ellos pregunta-ron "¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer?". Eso significa que ellos no hacían las obras buenas pensando que lo hacían por el Señor. Tampoco las hacían por obligación. Simplemente las hacían porque su corazón bueno, viendo a un hermano necesitado, no podía dejar de ayudarlo.
Un corazón transformado por el Señor hace espontáneamente el bien, cumple sin que se lo pidan lo que sugería San Pablo: "Ayúdense unos a otros a llevar sus cargas" (Gál 6, 2). Por eso, si tenemos que motivarnos o esforzarnos demasiado para lograr hacer una obra buena, preguntémonos si no tenemos que rogar al Señor cada día que cambie, que transforme nuestro corazón egoísta y cómodo con su gracia divina; porque que no hay verdadera fe sin misericordia.

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