Con
esta extraordinaria perícopa se cierra el discurso escatológico (Mt 25,31-46).
El tema principal del discurso era la parusía que es vista como juicio, como
intervención de Dios, por medio de su Mesías, en la historia de la humanidad.
El
personaje principal es el Hijo del Hombre, el Mesías. Viene “en su gloria”. Un
elemento de esta gloria son también los ángeles que lo acompañan, su corte real
y sus servidores (Mt 25,31).
La
escenografía es bien descriptiva y
majestuosa, en el centro de atención está el “trono de gloria”. El Mesías viene
en calidad de juez, se sienta en su trono glorioso. Alrededor de este trono
está reunida toda la humanidad, expectante, pendiente de la palabra decisiva
del juez. El Mesías es el pastor, Él
separa a las ovejas de las cabras. Los
de su derecha son los súbditos de su Reino. Ellos son “benditos de mi Padre”,
colmados de todos los bienes divinos. Ellos participan en el Reino, porque les
fue preparado desde la eternidad (Mt 25,32-34).
El
Mesías les replica que todas las veces que han hecho alguna obra de
misericordia a alguno de los más necesitados (Mt 25,35-40), a Él también se lo
han hecho (Comer, beber, recibir al emigrante, visitar al enfermo, vestir,
visitar al encarcelado). En el Antiguo Testamento también podemos encontrar las
varias formas de amar al prójimo (Is 58,7; Job 22,6s). Luego vienen los de su
“izquierda”. Son mandados a apartarse del Rey, una separación absoluta, son
llamados “malditos”, privados de todos los bienes divinos, son los infelices.
Su sitio es el “fuego eterno, allá estarán en la presencia del “diablo y sus
ángeles”. Tambien el infierno fue
“preparado por Dios”, hay una predestinación igualmente para la condenación,
pero que es dependiente del hombre. Cuando el Mesías estuvo necesitado, ninguno
de ellos le hicieron una obra de caridad, el Mesías les responderá a estos: “Lo
que no hicieron a uno de estos más pequeños no me hicieron a mí” (Mt 25,45).
Al
final de la perícopa se dice nuevamente que los justos irán a la vida eterna,
los injustos al castigo perpetuo.
Nuestras
acciones no quedan ocultas en la oscuridad, nuestras opciones no son
intrascendentes; todo es importante ante la mirada de Dios, que rechaza nuestro
egoísmo y quiere premiar toda obra de generosidad que podamos hacer. Esto
aparece reflejado con suma claridad en el relato sobre el juicio final, donde
las únicas preguntas que se mencionan son aquellas que tienen que ver con lo
que hicimos o dejamos de hacer por los demás.
Y
en estas acciones no se requiere que las hagamos pensando en el Señor, sino
simplemente que las hagamos con el deseo sincero de hacer el bien. Los que son
elogiados por sus obras de misericordia se asombran por ese elogio, porque ellos
no las hicieron con una intención religiosa, sino que esas obran brotaron
espontáneamente de su corazón generoso, y no las habían hecho descubriendo a
Cristo en los demás. Advirtamos que cuando Jesús felicitó a los buenos porque
le habían dado de comer, ellos pregunta-ron "¿cuándo te vimos hambriento y
te dimos de comer?". Eso significa que ellos no hacían las obras buenas
pensando que lo hacían por el Señor. Tampoco las hacían por obligación. Simplemente
las hacían porque su corazón bueno, viendo a un hermano necesitado, no podía
dejar de ayudarlo.
Un
corazón transformado por el Señor hace espontáneamente el bien, cumple sin que
se lo pidan lo que sugería San Pablo: "Ayúdense unos a otros a llevar sus
cargas" (Gál 6, 2). Por eso, si tenemos que motivarnos o esforzarnos
demasiado para lograr hacer una obra buena, preguntémonos si no tenemos que
rogar al Señor cada día que cambie, que transforme nuestro corazón egoísta y
cómodo con su gracia divina; porque que no hay verdadera fe sin misericordia.