Una
de las cosas que quizá nos separe más, en cuanto a de Jesús mentalidad, del
mundo antiguo es el concepto del viaje. Para nosotros se trata de algo que debe
hacerse lo más rápido posible, en cuestión de horas, por más que las distancias
sean intercontinentales.
Para el hombre antiguo, las distancias, aunque fueran
modestas, suponían varias jornadas de camino; cuando se trataba de largos
viajes, éstos podían durar meses, y aun años en el caso de enrolarse en
caravanas que iban hasta el extremo oriente, lo que, por otra parte, era
excepcional en la época romana. Nuestros viajes se realizan en magníficas condiciones
de comodidad, sentados en avión, en tren o en coche, condiciones increíbles
para el hombre de la antigüedad. Finalmente, los peligros del viaje moderno son
estadísticamente muy pequeños, mientras que en la antigüedad los riesgos eran enormes,
y no sólo cuando se realizaba el viaje por mar, sino también por tierra, a
causa de las asechanzas de los bandidos, de la inclemencia del tiempo y
desbordamiento de los ríos, de las enfermedades, de las penurias en las
posadas... Pablo tardó medio año en llegar a Roma tras un naufragio que le
retuvo en la isla de Malta, donde además fue picado por una víbora, de cuyas
consecuencias se salvó milagrosamente (Hch 27-28). De otros viajes anteriores,
él mismo es quien nos da una visión rápida y espeluznante: «Tres veces he
naufragado: he pasado un día y una noche a la deriva en el mar. Los viajes
han sido incontables; con peligros al cruzar los ríos, peligros provenientes de
salteadores, de mis propios compatriotas, de paganos; peligros en la ciudad, en
despoblado, en el mar; peligros por parte de falsos hermanos. Trabajo y fatiga,
a
menudo
noches sin dormir, hambre y sed, muchos días sin comer, frío y desnudez» (2 Cor
11, 25-27).
Los
desplazamientos dentro de Palestina, por ser un país pequeño, no eran tan
largos y revestían menores peligros. Aun así, un simple viaje desde Galilea a
Jerusalén suponía varias jornadas de camino, y el viajero no estaba libre de
las amenazas de los bandoleros. Palestina ha sido, desde siempre, una tierra
donde abundaban los salteadores de caminos, hasta que en nuestro siglo las autoridades
del Mandato Británico acabaron definitivamente con ellos. Su existencia en la
época de Jesús está confirmada por el propio evangelio, que en la parábola del
Buen Samaritano habla de los bandidos, los cuales despojaron y dejaron
malherido a un viajero en el camino de Jerusalén a Jericó, que atraviesa el
desierto de Judá (Lc 10, 30).
La
forma de viajar por tierra en el mundo romano y, por tanto, también en
Palestina, era ir en carro, a caballo, en litera o andando; la más corriente,
esta última. El carro de caballos o muías parece que era más usado para el
transporte de mercancías que para el de pasajeros. Existen muchas figuraciones
de carros, y entre ellas sobresale por su cuidadosa y detallada eje cución la de
la pátera de Otañes (Castro Urdíales, Cantabria), en donde se representa el transporte
al por mayor de agua mineral, procedente de la fuente Umeritana, en un carro de
cuatro ruedas, tirado por dos muías. Este mismo tipo de carro lo vemos
representado en el relieve de Congres (Francia). Además de las famosas bigas y
cuadrigas (dos y cuatro caballos), que eran más bien carros de combate o de
competición y, por tanto, no aptos para el viajero normal, existían también
carros de viaje de dos ruedas (cisium) y de cuatro (reda), este último al
estilo de las diligencias, tal y como se ve representado en un conocido relieve
galo-romano. Pero había que contar con el inconveniente de la calidad de los
caminos que, siendo malos, hacían que las carrozas resultaran peligrosas y a
veces impracticables y, estando los caminos empedrados al estilo romano con
grandes losas, producían en los carros un traqueteo muy incómodo para el
viajero. De la época de Jesús en Palestina tenemos un testimonio en los Hechos
de los apóstoles, que se refiere al ministro de la reina de Etiopía, que muy
pocos años después de Cristo había ido a Jerusalén con motivo de las fiestas y
volvía en un carro de caballos, camino de Egipto, que, a juzgar por el texto,
era un cisium (gr. arma) y no una reda o carroza (gr. armámaxa), aunque cabe
pensar como más probable lo segundo, dado el contexto. Antes de llegar a Gaza,
el diácono Felipe se subió con él en el vehículo y le presentó el mensaje
evangélico (Hch 8, 26-39). En los evangelios no se habla nunca de ningún
vehículo.
El
segundo método de viajar era a lomos de una cabalgadura. Este sistema era más
frecuente y se ajustaba mejor a las condiciones de los caminos. Se utilizaba el
caballo, la muía, el asno, y en el oriente también el camello. El evangelio nos
describe
a Jesús entrando en Jerusalén montado en un asno (Mt 21, 1-7; Mc 11, 1-7; Lc
19, 29-35; Jn 12, 14-15). El burro de Palestina, dicho sea de paso, es
generalmente un animal de gran alzada y no exento de cierto empaque, superando
en este sentido al asno al que estamos acostumbrados en España. Hay otra
referencia a una cabalgadura de viaje en la citada parábola del Buen
Samaritano, aunque no se especifica si era o no asno (Lc 10, 34).
En
tercer lugar tenemos la litera portada por esclavos. Este era el método al que
eran más aficionados los romanos pudientes, sin duda por resultar el más
cómodo. No aparece nunca citado en los evangelios, y es posible que no fuera demasiado
usado en el país. Finalmente tenemos el desplazamiento a pie, al alcance de todo
el mundo, y que era el más generalizado en la Palestina de Jesús. Así viajaban
normalmente Jesús y sus discípulos. Los viajes solían hacerse en forma colectiva,
para que de esta manera sus integrantes estuvieran mejor atendidos y defendidos
ante cualquier contingencia. Se corría la voz en el pueblo o ciudad de que
había una caravana a punto de partir en una determinada dirección, y el
interesado podía adherirse a ella. En el evangelio se hace referencia directa a
estas caravanas organizadas con gente de los pueblos de la Baja Galilea que
iban a Jerusalén en la fiesta de la Pascua y en la de los Tabernáculos (Lc 2,
41-44; Jn 7, 8-10).
De
la lectura atenta de los evangelios se desprende que la comitiva de Jesús con
sus discípulos se trasladaba a pie. No se citan cabalgaduras ni siquiera
ocasionalmente, ni tampoco era posible disponer de ellas para tantas personas.
Sólo como caso excepcional, en un momento dado del camino, poco antes de llegar
a Jerusalén, y por iniciativa de Jesús, los discípulos le traen un asno para él
sólo, como ya hemos comentado. También hemos de referirnos a los caminos en sí.
Como se sabe, los romanos fueron expertos ingenieros y llenaron todo el imperio
de una tupida red de calzadas cuidadosamente construidas según una refinada técnica.
Solían tener éstas una anchura de unos 5 m, y su solera se componía de cuatro
capas sucesivas de grava y cemento con un enlosado final de piedras de gran
tamaño. Se hallaban perfectamente señalizadas en cuanto a destino y distancias
en millas, valiéndose de miliarios de piedra. Igualmente estaban bien
atendidas, con puestos de recambio para caballos y mesones (mansiones), y,
cuando era necesario, incluso vigiladas y defendidas por soldados. Pero esta
visión acerca de las vías romanas ni puede aplicarse por igual a todos los
rincones ni a todas las épocas del imperio. A veces se dice que en la Palestina
de Jesús no existían aún estas calzadas romanas, que datarían más bien de
finales del siglo I y del siglo II. Creemos que esto es verdad sólo
relativamente. Es cierto que la red de calzadas del país data principalmente de
los
tiempos de Trajano y Adriano, a quienes aluden algunos de los miliarios
descubiertos, pero tampoco podemos creer que durante la época de la provincia
procuratoriana el gobierno tuviera tan descuidado el tema de las comunicaciones
como para no construir calzadas. De hecho tenemos ya noticias que atestiguan la
existencia de estas calzadas en la época de Nerón, al menos en la costa. Según
creemos, no se trataría de una nueva construcción, sino de una reparación de
vías anteriores. Estas, sin duda, serían remozadas, ampliadas y puestas a punto
después de la guerra del 66-73 d.C , y, por tanto, la obra que en ellas
descubre la arqueología ha de ser atribuida a esa época, pero hay que contar
razonablemente con que ya existían con anterioridad, como sucede en otras
regiones del imperio, incluso más apartadas y menos importantes que Palestina. En
resumidas cuentas, en la época de Jesús habría calzadas romanas para las rutas
principales y caminos sin empedrar para la mayoría de los itinerarios
provinciales y locales. En este caso no hay que pensar en puentes. Ello supone
que en pleno invierno sería peligroso atravesar los wadis, y que las escasas corrientes
fluviales permanentes del país deberían ser salvadas en todo tiempo a través de
vados.