Interesante
comentario de San Isidoro de Sevilla, nos habla de las dos cosas que hay que hacer
para captar el verdadero mensaje de Dios. “La oración nos purifica, la lectura
nos instruye. Usemos una y otra, si es posible, porque las dos son cosas
buenas. Pero, si no fuera posible, es mejor rezar que leer.
Quien
desee estar siempre con Dios, ha de rezar y leer constantemente. Cuando
rezamos, hablamos con el mismo Dios; en cambio, cuando leemos, es Dios el que
nos habla a nosotros.
Todo
progreso [en la vida espiritual] procede de la lectura y de la meditación. Con
la lectura aprendemos lo que no sabemos, con la meditación conservamos en la
memoria lo que hemos aprendido.
De
la lectura de la Sagrada Escritura recibimos una doble ventaja, porque ilumina
nuestra inteligencia y conduce al hombre al amor de Dios, después de haberlo
arrancado a las vanidades mundanas. Doble es también el fin que hemos de
proponernos al leer: lo primero, tratar de entender el sentido de la Escritura;
y luego, esforzarnos para proclamarla con la mayor dignidad posible. Quien lee,
en efecto, busca en primer lugar comprender lo que lee, y sólo luego trata de
expresar del modo más conveniente lo que ha aprendido.
Pero
el buen lector no se preocupa tanto de conocer lo que lee, cuanto de ponerlo
por obra. Es menos penoso ignorar completamente un ideal que, una vez conocido,
no llevarlo a la práctica. Por tanto, así como mediante la lectura demostramos
nuestro deseo de conocer, así luego, tras haber conocido, hemos de sentir el
deber de poner en práctica las cosas buenas que hayamos aprendido.
Nadie
puede profundizar en el sentido de la Sagrada Escritura, si no la lee con
asiduidad, como está escrito: ámala y ella te exaltará, será tu gloria si la
abrazas (Pro 4:8). Cuanto más asiduo se es en la lectura de la Escritura, más
rica es la inteligencia que se alcanza. Es lo mismo que sucede con la tierra:
cuanto más se la cultiva, más produce.
Hay
personas que, siendo inteligentes, descuidan la lectura de los textos sagrados.
De este modo, con su negligencia, manifiestan su desprecio por aquello que
habrían podido aprender mediante la lectura. Otros, en cambio, tienen deseos de
saber, pero su falta de preparación les supone un obstáculo. Sin embargo, estos
últimos, mediante una lectura inteligente y asidua, llegan a conocer lo que
ignoran los otros, más inteligentes, pero perezosos e indiferentes.
De
igual modo que una persona, aunque sea torpe de inteligencia, logra sacar fruto
gracias a su empeño y a su diligencia en el estudio, así el que descuida el don
de inteligencia que Dios le ha dado se hace culpable de condena, porque
desprecia un don recibido y lo deja sin dar frutos.
Si
la doctrina no está sostenida por la gracia, no llega al corazón aunque entre
por los oídos. Hace mucho ruido por fuera, pero no aprovecha al alma. Sólo
cuando interviene la gracia, la palabra de Dios baja desde los oídos al fondo
del corazón, y allí actúa íntimamente, llevando a la comprensión de lo que se
ha leído.