El
que generalmente se conoce como símbolo Niceno-Constantinopolitano y como
profesión de fe de estos dos concilios, era en realidad la profesión de fe bautismal
recomendada por el obispo Epifanio de Constancia en Chipre en su libro
Ancoratus, y procedía probablemente de Jerusalén. En su primera parte era
idéntico con el Niceno, pero contenía un aditamento que corroboraba la
divinidad del Espíritu Santo: «Señor y vivificador, que procede del Padre, que
con el Padre y el Hijo es igualmente adorado y glorificado, que habló por boca
de los profetas.» Una vez que el concilio de Constantinopla de 381 obtuvo la
aceptación como ecuménico, vino a ser esta profesión de fe la profesión clásica
de la Iglesia griega. Incluso llegó a imponerse en la Iglesia de Occidente;
todavía hoy está en vigor en la liturgia romana de la misa, si bien con un pequeño
retoque que ha desempeñado en la historia un papel fatal. En efecto, los
griegos entendían la fórmula «que procede del Padre» como una procesión «del
Padre por el Hijo», mientras los occidentales entendían «del Padre y del Hijo».
El aditamento «filioque», que apareció por primera vez en España y se halla
también en el símbolo rítmico falsamente atribuido a san Atanasio «Quicumque
vult salvus esse» (Todo el que quiera salvarse...) se convirtió en manzana de
discordia entre la Iglesia oriental y la occidental, dado que los griegos no lo
miraban como glosa explicativa, sino como falsificación del texto consagrado.
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