Dios no te preguntará
qué modelo de auto usabas... te preguntará
a cuánta gente llevaste. Dios no te preguntará los metros cuadrados de tu
casa... te preguntará a cuánta gente recibiste en ella. Dios no te preguntará
la marca de la ropa en tu armario... te preguntará a cuántos ayudaste a
vestirse. Dios no te preguntará cuán alto era tu sueldo... te preguntará si
vendiste tu conciencia para obtenerlo.
Dios no te preguntará cuantos exquisitos platos comiste, te preguntará a
cuantos invitaste a comer. Dios no te
preguntará cuál era tu título... te preguntará si hiciste tu trabajo con lo
mejor de tu capacidad. Dios no te preguntará cuántos amigos tenías... te
preguntará cuánta gente te consideraba su amigo. Dios no te preguntará en qué
vecindario vivías... te preguntará cómo tratabas a tus vecinos. Dios no te
preguntará el color de tu piel... te preguntará por la pureza de tu interior. Dios
no te preguntará por qué tardaste tanto en buscar la Salvación... te llevará
con amor a su casa en el Cielo y no a
las puertas del Infierno.
No sabemos cuándo
moriremos ni cómo, pero sí sabemos que algún día nos presentaremos cara a cara
ante Dios para ser examinados. En ese momento, estaremos más satisfechos de
haber amado y perdonado que haber odiado y vengado, más satisfechos de haber
ido a Misa que haber perdido el tiempo con simples distracciones. Ese día de
nada servirá haber tenido un precioso automóvil, haber vestido ropa de marca
elegante, o haber ido al gimnasio para moldear nuestro cuerpo. Lo importante
será haber cumplido en la tierra la voluntad de Dios. Esforcémonos en ser
buenos cristianos y evitaremos que la muerte sea el final para nosotros. De
esta forma, la muerte no será más que el felicísimo tránsito a la vida eterna.
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