El santo padre
Benedicto XVI se asomó al balcón del patio interior del Palacio Apostólico de
Castel Gandolfo y recitó el Ángelus junto a los fieles y peregrinos presentes.
Ofrecemos las palabras del papa al introducir la oración mariana. Estas fueron sus bellas palabras:
"¡Queridos hermanos y hermanas! El
evangelio de este domingo (cf. Jn 6,51-58) es la parte final y culminante del
discurso pronunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, después de que el
día anterior había dado de comer a miles de personas con solo cinco panes y dos
peces...
Jesús revela el significado de ese
milagro, es decir, que el tiempo de las promesas se ha cumplido: Dios Padre,
que con el maná había alimentado a los israelitas en el desierto, ahora lo
envió a Él, el Hijo, como verdadero Pan de vida, y este pan es su carne, su
vida, ofrecida en sacrificio por nosotros. Se trata, por lo tanto, de acogerlo
con fe, no escandalizándose de su humanidad; y de lo que se trata es de
"comer su carne y beber su sangre" (cf. Jn. 6,54), para tener en sí
mismo la plenitud de la vida.
Está claro que este discurso no tuvo
la intención de atraer consensos. Jesús lo sabe y lo pronuncia
intencionalmente; y de hecho aquel fue un momento crítico, un punto de
inflexión en su misión pública. Las personas, y los propios discípulos, estaban
entusiasmados con él cuando realizaba señales milagrosas; e incluso la
multiplicación de los panes y de los peces fue una clara revelación que Él era
el Mesías, tanto así que después la multitud habría querido aclamar triunfalmente
a Jesús y proclamarlo rey de Israel. Pero esta no era la voluntad de Jesús,
quien justamente, con ese largo discurso reduce los entusiasmos y causa muchos
desacuerdos. Él, de hecho, explicando la imagen del pan, afirma de haber sido
enviado a ofrecer su propia vida, y que los que quieran seguirlo, deben unirse
a Él en forma personal y profunda, participando en su sacrificio de amor.
Por eso Jesús instituirá en la Última
Cena el sacramento de la Eucaristía: para que sus discípulos puedan tener en sí
mismos su caridad, --esto es decisivo--, y, como un único cuerpo unido a Él,
extender en el mundo su misterio de salvación. Al escuchar este discurso la
multitud comprendió que Jesús no era un Mesías como querían, que aspirase a un
trono terrenal. No buscaba consensos para conquistar Jerusalén; más bien,
quería ir a la Ciudad santa para compartir la suerte de los profetas: dar la
vida por Dios y por el pueblo. Aquellos panes, partidos para miles de personas,
no querían provocar una marcha triunfal, sino pre-anunciar el sacrificio de la
Cruz, en la que Jesús se vuelve Pan, cuerpo y sangre ofrecidos en expiación.
Así es que Jesús dio ese discurso para desengañar a las multitudes y, sobre
todo, para provocar una decisión en sus discípulos. De hecho, muchos de ellos,
desde allí, no lo siguieron más.
Queridos amigos, dejémonos también
nosotros sorprender nuevamente por las palabras de Cristo: Él, grano de trigo
arrojado en los surcos de la historia, es la primicia de la nueva humanidad,
liberada de la corrupción del pecado y de la muerte. Y redescubramos la belleza
del sacramento de la Eucaristía, que expresa toda la humildad y la santidad de
Dios: el hacerse pequeño, Dios se hace pequeño, fragmento del universo para
reconciliar a todos en su amor. La Virgen María, que dio al mundo el Pan de la
vida, nos enseñe a vivir siempre en profunda unión con Él.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Deja tus comentarios