AQUELLOS QUE AMAN Y CREEN EXPERIMENTAN LA PRESENCIA DE DIOS

jueves, 2 de mayo de 2013

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Texto (Jn 14,23-29). En el v. 23 se da prioridad al amor a Jesús. El discípulo que ama a Jesús guardará su palabra. La indefectibilidad de lo último surge de los primero, pues el discípulo vive en el tiempo intermedio con la garantía de las palabras de Jesús en las que afirma que el Padre amará a los discípulos que aman y creen. Pero Jesús promete mucho más: «y vendremos a ellos y estableceremos nuestra morada con ellos» (v. 23b). ¿Cuándo se producirá esta «llegada»? A diferencia de los v. 18-21, que prometieron la experiencia de la presencia del Jesús ausente tras su partida), en el v. 23 todos los verbos están en futuro. El Padre y el Hijo vendrán y establecerán una presencia permanente (mone) con el creyente. En la mesa, con sus discípulos, Jesús inició un discurso hablando de un tiempo intermedio entre su partida y su llegada futura (v. 2-3). Este período será llenado por la presencia del Paráclito (v. 16-17) y la presencia vivificante del Señor exaltado en la comunidad que le da culto (v. 18-21). El amor del Padre asegura la presencia del Padre y del Jesús ausente durante este tiempo intermedio (v. 23a). Pero la reanudación de la imagen de la morada que apareció en los w. 2-3 Y los dos verbos en futuro, prometen una presencia definitiva y permanente del Padre y el Hijo. Ellos establecerán su “mone” con aquel que ama a Jesús y se mantiene firme a su palabra (v. 23). El Jesús que ha partido viene a los discípulos, que no son abandonados como «huérfanos». Aquellos que aman y creen, experimentan la presencia del ausente (v. 18-21) y pueden esperar una llegada final en la que Jesús y el Padre habitarán definitivamente con ellos (v. 23).

El Antiguo Testamento afirma con frecuencia que Dios habita en medio de su pueblo, en el templo de Jerusalén. Durante la dedicación del templo, Salomón, maravillado, se pregunta: « ¿Es posible que Dios tenga ahora una morada en la tierra», él, a quien los cielos no pueden contener, y menos aún esta casa que yo le he construido? (I Re 8,27, según los LXX). Por medio del profeta Zacarías, Dios dice a su pueblo: «Alégrate y regocíjate, hija de Sión, porque he aquí que vengo a habitar en medio de ti» (2,10, en los LXX). Estas palabras se aplican a los elegidos de Dios en el último tiempo. En Ez 37,26-27, refiriéndose al tiempo en que los dos reinos separados se encontrarán reunidos bajo un soberano único, Dios afirma: «Estableceré entre ellos mi santuario para siempre. Así mi morada estará con ellos, y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.» La misma promesa, con palabras sacadas de Ezequiel, hace también el Apocalipsis, cuando dice que al fin de los tiempos en Jerusalén ya no existirá el templo, «porque el Señor Dios todopoderoso es su templo, y lo es también el cordero» (21,22). El vidente contempla a la nueva Jerusalén que baja del cielo a la tierra, y oye una voz que desde el trono dice: «He aquí la tienda de Dios entre los hombres, y habitará entre ellos, y ellos serán su pueblo y el mismo Dios estará con ellos» (Ap 21,3).
«La paz a vosotros» es en oriente la expresión usual de saludo y de despedida. A este uso se acomoda Jesús, pero sus palabras se diferencian esencialmente de la despedida profana. La paz de que él habla no indica una prosperidad de carácter terreno, y ni siquiera la paz interior del alma, sino que se identifica con la salud, que solamente Dios puede proporcionarnos. Se trata de su paz, la paz que posee el que no pertenece a este mundo, y que llega a los discípulos en virtud de la comunión que los une con Jesús. Difiere totalmente de la paz que el mundo puede dar, y que se reduce a la tranquilidad y seguridad de orden terreno y a la prosperidad temporal. Los hombres, cuando se separan, no pueden hacer otra cosa que desearse mutuamente la paz; Jesús, en cambio, deja efectivamente a los suyos la paz como don precioso, a fin de que gocen de ella realmente y en forma duradera (cf. 2Tes 3,16). No es que esta paz ponga a los discípulos fuera del alcance de la opresión y de la necesidad, pero sí les da la fuerza de resistir victoriosamente a la angustia y al desaliento que se apoderan del corazón. Por lo demás, no hay en realidad motivo para desalentarse, porque tienen ya la promesa formal de que volverá a ellos (v. 3.18). Su ausencia no es para ellos una pérdida, sino una ganancia. Si verdaderamente lo amaran, vale decir, si creyeran en él, su partida no los sumiría en el dolor, antes sería para ellos ocasión de alegría. Su retorno al Padre, que es más grande que él, coincide con su glorificación, y esto debe ser para ellos motivo de alegría. Pero sucede que no tienen aún conocimiento exacto de él y de su obra, ya que, estando en su compañía, buscan una felicidad de índole humana; por eso quisieran conservarlo entre ellos, olvidándose de que él debe traer la salvación, cosa imposible de realizar a plenitud antes de ser glorificado. A juicio de muchos exegetas, con las palabras «el Padre es mayor que yo» Jesús se refiere a su condición de hombre, que persiste aun en su estado glorioso. Pero el contexto parece exigir otra explicación: el Padre es más grande que el Hijo en cuanto éste, enviado al mundo como revelador, se ha obligado a hacer la voluntad del Padre y a cumplir sus obras
Jesús ha hablado a los discípulos abiertamente de su partida y de las consecuencias que ella les acarrea. Pero estos acontecimientos, previstos y predichos ya por él, corresponden al plan de Dios; por eso, los discípulos no deben dejarse turbar ante ellos hasta el punto de vacilar en su fe.
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