Texto (Jn 14,23-29). En
el v. 23 se da prioridad al amor a Jesús. El discípulo que ama a Jesús guardará
su palabra. La indefectibilidad de lo último surge de los primero, pues el discípulo
vive en el tiempo intermedio con la garantía de las palabras de Jesús en las
que afirma que el Padre amará a los discípulos que aman y creen. Pero Jesús
promete mucho más: «y vendremos a ellos y estableceremos nuestra morada con
ellos» (v. 23b). ¿Cuándo se producirá esta «llegada»? A diferencia de los v.
18-21, que prometieron la experiencia de la presencia del Jesús ausente tras su
partida), en el v. 23 todos los verbos están en futuro. El Padre y el Hijo
vendrán y establecerán una presencia permanente (mone) con el creyente. En la
mesa, con sus discípulos, Jesús inició un discurso hablando de un tiempo
intermedio entre su partida y su llegada futura (v. 2-3). Este período será
llenado por la presencia del Paráclito (v. 16-17) y la presencia vivificante
del Señor exaltado en la comunidad que le da culto (v. 18-21). El amor del
Padre asegura la presencia del Padre y del Jesús ausente durante este tiempo
intermedio (v. 23a). Pero la reanudación de la imagen de la morada que apareció
en los w. 2-3 Y los dos verbos en futuro, prometen una presencia definitiva y
permanente del Padre y el Hijo. Ellos establecerán su “mone” con aquel que ama
a Jesús y se mantiene firme a su palabra (v. 23). El Jesús que ha partido viene
a los discípulos, que no son abandonados como «huérfanos». Aquellos que aman y
creen, experimentan la presencia del ausente (v. 18-21) y pueden esperar una
llegada final en la que Jesús y el Padre habitarán definitivamente con ellos
(v. 23).
El
Antiguo Testamento afirma con frecuencia que Dios habita en medio de su pueblo,
en el templo de Jerusalén. Durante la dedicación del templo, Salomón,
maravillado, se pregunta: « ¿Es posible que Dios tenga ahora una morada en la
tierra», él, a quien los cielos no pueden contener, y menos aún esta casa que
yo le he construido? (I Re 8,27, según los LXX). Por medio del profeta
Zacarías, Dios dice a su pueblo: «Alégrate y regocíjate, hija de Sión, porque
he aquí que vengo a habitar en medio de ti» (2,10, en los LXX). Estas palabras
se aplican a los elegidos de Dios en el último tiempo. En Ez 37,26-27,
refiriéndose al tiempo en que los dos reinos separados se encontrarán reunidos
bajo un soberano único, Dios afirma: «Estableceré entre ellos mi santuario para
siempre. Así mi morada estará con ellos, y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.»
La misma promesa, con palabras sacadas de Ezequiel, hace también el
Apocalipsis, cuando dice que al fin de los tiempos en Jerusalén ya no existirá
el templo, «porque el Señor Dios todopoderoso es su templo, y lo es también el
cordero» (21,22). El vidente contempla a la nueva Jerusalén que baja del cielo
a la tierra, y oye una voz que desde el trono dice: «He aquí la tienda de Dios
entre los hombres, y habitará entre ellos, y ellos serán su pueblo y el mismo
Dios estará con ellos» (Ap 21,3).
«La
paz a vosotros» es en oriente la expresión usual de saludo y de despedida. A
este uso se acomoda Jesús, pero sus palabras se diferencian esencialmente de la
despedida profana. La paz de que él habla no indica una prosperidad de carácter
terreno, y ni siquiera la paz interior del alma, sino que se identifica con la
salud, que solamente Dios puede proporcionarnos. Se trata de su paz, la paz que
posee el que no pertenece a este mundo, y que llega a los discípulos en virtud
de la comunión que los une con Jesús. Difiere totalmente de la paz que el mundo
puede dar, y que se reduce a la tranquilidad y seguridad de orden terreno y a
la prosperidad temporal. Los hombres, cuando se separan, no pueden hacer otra
cosa que desearse mutuamente la paz; Jesús, en cambio, deja efectivamente a los
suyos la paz como don precioso, a fin de que gocen de ella realmente y en forma
duradera (cf. 2Tes 3,16). No es que esta paz ponga a los discípulos fuera del
alcance de la opresión y de la necesidad, pero sí les da la fuerza de resistir
victoriosamente a la angustia y al desaliento que se apoderan del corazón. Por
lo demás, no hay en realidad motivo para desalentarse, porque tienen ya la
promesa formal de que volverá a ellos (v. 3.18). Su ausencia no es para ellos
una pérdida, sino una ganancia. Si verdaderamente lo amaran, vale decir, si
creyeran en él, su partida no los sumiría en el dolor, antes sería para ellos
ocasión de alegría. Su retorno al Padre, que es más grande que él, coincide con
su glorificación, y esto debe ser para ellos motivo de alegría. Pero sucede que
no tienen aún conocimiento exacto de él y de su obra, ya que, estando en su
compañía, buscan una felicidad de índole humana; por eso quisieran conservarlo
entre ellos, olvidándose de que él debe traer la salvación, cosa imposible de
realizar a plenitud antes de ser glorificado. A juicio de muchos exegetas, con
las palabras «el Padre es mayor que yo» Jesús se refiere a su condición de
hombre, que persiste aun en su estado glorioso. Pero el contexto parece exigir
otra explicación: el Padre es más grande que el Hijo en cuanto éste, enviado al
mundo como revelador, se ha obligado a hacer la voluntad del Padre y a cumplir
sus obras
Jesús
ha hablado a los discípulos abiertamente de su partida y de las consecuencias
que ella les acarrea. Pero estos acontecimientos, previstos y predichos ya por
él, corresponden al plan de Dios; por eso, los discípulos no deben dejarse
turbar ante ellos hasta el punto de vacilar en su fe.
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