DIOS NO ABANDONA AL HOMBRE QUE AMA A LA MUERTE

miércoles, 16 de julio de 2014

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La cuestión planteada por los saduceos sobre la negación de la resurrección (Mc 12,18-27) es, una vez más, tendenciosa; sin embargo, proporciona a Jesús la ocasión de presentar en sus justos términos el sentido de la vida más allá de la muerte. En aquellos tiempos, además de los saduceos, que negaban la resurrección. Estaban también los rabinos-fariseos, que la afirmaban, aunque con cierta libertad interpretativa. 

Había entre ellos, en efecto, quienes consideraban que sólo resucitarían los justos, sólo los judíos o todos los hombres, mientras que otros creían que los difuntos resucitarían en su corporalidad originaria, incluidas las enfermedades. Más tarde, en los tiempos en que fue redactado el evangelio de Marcos, ejercía una gran influencia el pensamiento helenístico-pagano. Este último prefería hablar de inmortalidad del espíritu, capaz por su propia naturaleza de sobrevivir más allá del cuerpo, liberándose de la prisión que éste representaba.

La enseñanza de Jesús responde un poco a todos, poniendo en el centro la verdad del amor de Dios: si Dios ama al hombre, no puede abandonarle en poder de la muerte, sino que lo unirá consigo, fuente de la vida, para hacerlo inmortal.
Por lo que respecta a la modalidad de ese estado futuro, la respuesta de Cristo es que la vida de los muertos escapa de los esquemas del mundo presente: será una vida diferente, porque es divina, eterna, comparable a la de los ángeles, de suerte que el matrimonio y la reproducción carecen en ella de sentido. Tampoco podrá ser en modo alguno una especie de prolongación de la vida presente, sino una vida nueva, en la que entra todo el hombre, no sólo el espíritu, sino toda la realidad humana, que se verá transformada misteriosamente. Con todo, hay una cosa absolutamente cierta: la razón fundamental hemos de buscarla en la fidelidad del Eterno: la promesa de la resurrección no es un derecho del hombre, sino la inevitable consecuencia o la medida ilimitada del amor divino, más fuerte que la muerte.


El cristianismo es el evangelio de la vida. La vida es la Buena Noticia que el cristiano anuncia a un mundo cada vez más inmerso en una cultura de muerte. Y, en verdad, se trata de una Buena Noticia, porque sólo quien cree en Cristo puede hablar de una vida «que ha destruido la muerte» y creer en la inmortalidad futura. Es más, no puede dejar de hacerlo, con el espíritu de fortaleza y de amor que se le ha dado, sin miedo ni timidez. Del mismo modo que Pablo, en la cárcel y esperando el final, proclama con valor la promesa de la vida en Cristo Jesús, tampoco el cristiano pide que le dispensen del drama del sufrimiento o de la derrota de la muerte, sino que, precisamente en el interior de esta común experiencia o desde lo hondo del abismo, anuncia la esperanza de la vida que no muere.
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