Mateo 20,20-23 y Marcos 10,35-41 narran el episodio de la ambición
por parte de los Zebedeos, lo ponen inmediatamente después de la tercera
predicción de la Pasión. La ambición y la sed de poder hacen pedirle algo imposible a Jesús.
En los dos evangelistas hay una divergencia narrativa,
debida acaso a las “fuentes.” En Macos la petición se la hacen directamente a
Cristo “Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo”; en Mateo, su madre, Salomé (Mc
15,40; cf. Mt 27,56). Procedimientos semejantes se encuentran en los evangelios
(cf. Mt 8,5-13, comparado con Lucas 7,1-10). Hay que resaltar que tanto en los círculos
judíos como romanos la intercesión directa de una madre era a menudo más eficaz
que la petición directa de un hombre por sí mismo (cf. 2 Sam 14,2-20; 1 Rey
1,15-21). Sin embargo en este caso no funciona.
La madre de los Zebedeos era Salomé que era del grupo
de mujeres que acompañaban a Jesús en su ministerio, pide para Santiago y Juan
los dos primeros puestos en su reino. En la época de Jesús, la esperanza mesiánica
era de carácter nacionalista, social y político. De esta esperanza participaba
Salomé como también los apóstoles, pensaban en la venida inminente de un reino
terrenal. Salomé se postra para hacerle
una petición al Señor. La petición no miraba sólo a los puestos de honor, sino
también a los de ejercicio y poder.
En la respuesta de Cristo hay dos partes, que acaso
pudieran responder a dos temas combinados.
Con el primero les corrige el enfoque de su concepción
terrena del reino. Este es de dolor. ¿Podrán ellos “beber el cáliz” que a Él le
aguarda, y ser “bautizados” en el bautismo de su pasión? Se ve que este tema no
responde directamente a la petición que le hacen; más directamente es el
segundo, aunque sea para hablarles del plan del Padre. Por eso, la primera
parte puede ser histórica en este momento, pero también podría tener un
contexto lógico, para precisarles bien la naturaleza del reino. El
martirio-testimonio estaba bien experimentado en la Iglesia a esta hora.
La literatura judía presenta frecuentemente el “cáliz”
como imagen de alegría y fortuna, derivando acaso su uso de los festines (Sal
16,5; 23,5; 116,13; Lam 4,21); pero luego, por influjo de la copa de la
venganza divina, que usaron los profetas, vino a significar también, y
preferentemente, el sufrimiento y la desgracia (Sal 75,9; Is 51,17.22; Ez
23,31-33; Ap 15,7.16). El mismo sentido tiene en la literatura rabínica. El
“cáliz” que Cristo bebería era el de su pasión y muerte (Mt 26,39; Jn 18,11).
En Marcos se les pregunta además si están dispuestos a
“recibir el bautismo con que yo voy a ser bautizado.” Este bautismo de Cristo
es igualmente la inmersión total en su pasión y su muerte (Lc 12,50). A la
pregunta que les hace Cristo si estarían dispuestos a beber este “cáliz” y a sumergirse,
como Él, en este “bautismo” de dolor, le respondieron que sí. No era una
respuesta de fácil inconsciencia. Y Cristo les confirma, con vaticinio, este martirio
de dolor. De hecho, Santiago el Mayor sufrió el martirio sobre el año 44, por
orden de Agripa I (Hch 12,2), siendo decapitado. Juan murió en edad muy
avanzada (Jn 21,23), de muerte natural. Pero, antes de ser desterrado a la isla
de Patmos, sufrió el martirio, pues fue
sumergido en una caldera de aceite hirviendo, de la que Dios le libró
milagrosamente.
Quedaba con ello corregido el erróneo enfoque sobre la
naturaleza de su reino. Y les aprobaba su coraje cristiano, cuyo ímpetu se
refleja en otras ocasiones (Lc 9,54). Pero había en esta petición un plan más
profundo del Padre que no competía a Cristo el cambiarlo; había en todo ello
una “predestinación” (cf. Jn 6,37.44), Dios dispone libremente de sus dones, de
la donación gratuita de su reino y de los puestos del mismo.
Los discípulos son, pues, invitados a asociarse a la
pasión de Jesús, pero no como un requisito para alcanzar un puesto de honor en
el reino, sino como el único medio para ser fieles a su condición de
discípulos. Jesús, fiel a su vocación de Hijo obediente, deja en manos del
Padre la decisión de a quién corresponden los puestos de honor.
Nuestros deseos de ambición y poder pueden hacer que perdamos el rumbo en nuestras
vidas y no sigamos las pisadas de nuestro Señor. Una oración amable y devota también
puede ser perversa en su contenido. El exterior de la religiosidad puede
ocultar algo de poco divino y muy humano, incluso diabólico (cf. Mt 16,23), un
intento de reducir a Dios a ser mediador de nuestros fines egoístas.