ORAR CON CRISTO EN LA LITURGIA DE LAS HORAS

jueves, 21 de agosto de 2014

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La Liturgia de las Horas es la oración de la Iglesia que alabando a Dios e intercediendo por los hombres, prolonga en la tierra la función sacerdotal de Cristo. Por consiguiente, la Liturgia de las Horas "pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia", no sólo a los sacerdotes y religiosos. 


El mejor modelo del orante
Una primera manera de aproximarse a esta convicción es la que nos ofrecen los evangelios, y que la introducción a la Liturgia de las Horas resume en un apretado número (IGLH 4): Jesús como magnífico ejemplo de una persona que ora. El evangelio de Lucas es el que con insistencia nos presenta a Jesús orando: con ocasión de su bautismo (3,21), o en el desierto (5,16); en la noche antes de elegir a los apóstoles (6,12), antes de la profesión de fe de Pedro (9,18), en la escena de la Transfiguración (9,28-29), en la crisis de Getsemaní (22,41-44), en la Cruz (23,34.46)...
A veces ora en el retiro, en la soledad del desierto o del monte. Otras, juntamente con sus discípulos, como antes de las comidas. Hay ocasiones solemnes como la resurrección de Lázaro o la última cena. Unas veces la oración le sale llena de alegría, como cuando a la vuelta de la misión de sus discípulos éstos le cuentan sus éxitos: entonces Jesús "se llenó de gozo en el Espíritu y dijo"... Otras veces es una oración de angustia y crisis (Jn 12,27-28 y sobre todo en el huerto de Getsemaní). Su oración adquiere particular tensión emotiva en la Cena, en Getsemaní y en la Cruz, donde "dando un fuerte grito, dijo..." (Lc 23,46). Además hay que recordar que Cristo respetó la oración de su pueblo: siguió los esquemas y ordenaciones de Israel, acudiendo los sábados a la sinagoga, celebrando por tanto la Palabra y cantando los cantos de su pueblo, asumiendo las oraciones de bendición y los sentimientos de los Salmos, citando la oración diaria del "Shema Israel", "Escucha, Israel", participando en las fiestas de la Pascua o los Tabernáculos, orando en el Templo y defendiéndolo como "casa de oración", dejándonos ejemplos de oración en su lengua nativa, el arameo, con palabras tan intensas como "Abbá" y "Eloi, Eloi...". A veces el evangelio nos aporta largas oraciones de Jesús, como en la última cena. Otras, nos reproducen, aunque en dos versiones distintas, la oración que él nos enseñó, el Padrenuestro.
La oración de Jesús es oración de Hijo, que desde lo hondo de su propia identidad clama a Dios como "Abbá", "Padre", en momentos alegres y difíciles, mostrando su alegría o reafirmando su obediencia: "en tus manos encomiendo mi espíritu", "no se haga mi voluntad, sino la tuya". Le brota espontánea la oración de alabanza, pero también la de dolor y queja: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Por eso es El, el Maestro, el primer orante, el que mejor nos puede enseñar a nosotros a orar (IGLH 5), no sólo con el texto del Padrenuestro, sino también con las actitudes que inculcaba a los suyos: sencillez, perseverancia, confianza en Dios, oración en espíritu y verdad, oración que sabe conjugar la relación con Dios y la entrega por los demás, el culto y la caridad, el tiempo dedicado al encuentro con Dios y el consagrado a la ayuda fraterna a los demás.
Sigue siendo el orante primero también hoy
Esta perspectiva, que nos resulta entrañable, porque nos invita a orar como Cristo lo hizo en su vida terrena, se debe completar con otra todavía más profunda: saber orar con Cristo. Jesús, ahora como Señor Glorioso, que ha entrado ya en la esfera definitiva después de su Pascua, así como nos sigue estando presente en todo momento de nuestra vida, en la Eucaristía, en las acciones sacramentales de la Iglesia, en la caridad servicial, también nos está presente en la oración. Él, el Señor Resucitado, sigue siendo también ahora el orante por excelencia: "desde entonces resuena en el corazón de Cristo la alabanza a Dios con palabras humanas..." (IGLH 3), porque "después de resucitar de entre los muertos vive para siempre y ruega por nosotros" (IGLH 4). Sigue siendo nuestro Mediador, o sea, el que intercede por nosotros ante Dios con su oración, el que "está siempre vivo para interceder en nuestro favor" (Heb 7,25). No sólo como Hijo eterno de Dios, sino también como Hombre, desde su Encarnación, Cristo alaba al Padre, y le suplica por nosotros, también ahora en su existencia gloriosa.
Así como la Eucaristía (y los demás sacramentos, como el Bautismo y la Reconciliación) son momentos en que Cristo Jesús, como Señor Resucitado, se nos hace presente y actúa como protagonista, así también en nuestra oración de las Horas, no somos nosotros los primeros actores, sino que El nos asocia a sí. Es Él quien lleva la iniciativa, tanto en la alabanza que Dios se merece, como en la oración de súplica por el mundo, al compás de los salmos, los himnos, las oraciones, los cantos de nuestra Liturgia de las Horas.
Nosotros, unidos a Él
Aquí es donde se llena de sentido y densidad nuestra oración: porque no sólo es nuestra, sino que ante todo es oración de Cristo hoy y aquí. La familia humana, todos aquellos que oran, cada uno desde su religión, están de alguna manera en conexión con ese Cristo que es el único Sacerdote: "él une así a toda la comunidad humana, de modo que se establece una unión íntima entre la oración de Cristo y la de todo el género humano" (IGLH 6). Moros y judíos, indios y africanos, o los cristianos alejados que en un momento determinado acuden a Dios y le dicen de alguna manera su alabanza y su súplica, están, sabiéndolo o no, unidos a ese Cristo que resume en sí toda oración de la humanidad a Dios. Pero de una manera especial asocia Cristo a sí a los que formamos parte de su Cuerpo, la Iglesia (IGLH 7). En todo momento participamos sus fieles de la vida que desde la Cabeza se nos comunica: también de su oración. Nos unimos a la oración del Señor: es "la voz de la misma Esposa que habla al Esposo: más aún, es la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre" (SC 84). "Es necesario, por tanto, que, mientras celebramos el oficio, reconozcamos el eco de nuestras voces en la de Cristo y la voz de Cristo en nosotros" (Laudis canticum de Pablo VI, n. 8).
Es ésta una dimensión que da nuevo color a nuestra oración: "no es sólo de la Iglesia esta voz, sino también de Cristo" (IGLH 17). Nuestra oración "recibe su unidad del corazón de Cristo" {Laudis Canticum n. 8).
El sacerdocio de Cristo, prolongado en nuestra oración
Cuando la introducción a la Liturgia de las Horas quiere motivar la dignidad y la identidad de esta clase de oración, llega a un nivel teológico admirable: la comunidad que reza como la que celebra la Eucaristía y los demás sacramentos, y la que se dedica al servicio fraterno o misionero- lo que está haciendo es ejercitar el sacerdocio de Cristo. Sacerdocio es mediación: Cristo trae al mundo la salvación de Dios y eleva hacia Dios la alabanza y las súplicas del mundo. Esto, realizado ahora por medio de la lglesia: Cristo ora, alaba, suplica con la comunidad. Es como si nosotros le prestáramos nuestra voz y nuestro canto. De modo privilegiado se cumple aquí la promesa de Cristo: "donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). En la oración de las Horas, "la Iglesia continúa las plegarias y súplicas de Cristo" (IGLH17): nuestro canto hace "audible" el canto de Cristo; nuestra oración de lamento da concretez a la protesta de Cristo contra el mal de este mundo; nuestro rezo de los salmos hace actual y experimentable la salmodia de Cristo, no sólo la de su vida mortal, sino la actual como Señor Glorioso. Nosotros somos como el "sacramento" de Cristo, su signo visible y audible. AE1 no se le ve ni se le oye: pero a nosotros, sí. Y los dos, Cristo y la comunidad, oran ante el Padre.
Nosotros nos unimos a su densa aclamación "Abbá", "Padre"; seguimos pronunciando su petición: "hágase tu voluntad", "pase de mí este cáliz"; su alegría: "te alabo, Padre"... "Buscando a Cristo y penetrando cada vez más por la oración en su misterio, alaben todos a Dios y eleven súplicas con los mismos sentimientos con que oraba el Divino Redentor" (IGLH 19): pero no sólo imitando algo pasado, sino con la convicción de que hoy y aquí nos unimos a una oración eclesial que primordialmente es de Cristo. Su sacerdocio, que es a la vez glorificación de Dios y salvación de la humanidad, "es realizado por Cristo por medio de su Iglesia... también cuando se desarrolla la Liturgia de las Horas" (IGLH 13). "La Iglesia, desempeñando la función sacerdotal de Cristo, su Cabeza, ofrece a Dios el sacrificio de alabanza: esta oración es la voz de la misma Esposa que habla al Esposo: más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre" (IGLH 15).
Toda la liturgia actualiza y ejerce el Misterio Pascual de Cristo, la obra de redención que Cristo concentró sobre todo en su muerte y resurrección (SC 5). Este Misterio Pascual es por una parte glorificación de Dios, y por otra, redención de la humanidad.
Pues bien: esta actualización no sólo se realiza en la Eucaristía y los otros sacramentos, sino también en la Liturgia de las Horas. En ella la comunidad cristiana se suma al culto de alabanza que Cristo rindió y sigue rindiendo a su Padre, y también sigue intercediendo, unida a su Señor, por la salvación del mundo. La Liturgia de las Horas es también, a su modo, memoria de la Pascua de Cristo: no a través de signos sacramentales de pan, vino, agua y unciones, sino a través de la voz, del canto, de la oración, al ritmo de la luz y las tinieblas del día y la noche. Especialmente en los salmos es donde podemos decir que desplegamos la muerte y la resurrección, el dolor y la gloria, la súplica y la alabanza de la Pascua de Cristo Jesús.
Cristo ora en y por nosotros

Es hermosa la cita que IGLH 7 trae de san Agustín: "cuando es el Cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su Cabeza, y el mismo Salvador del Cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros" (Enarr. inpsalm. 85,1). Es una idea que repite san Agustín más adelante: "haciéndonos consigo un solo hombre, Cabeza y Cuerpo; luego oramos a Él, por Él y en Él. Hablamos con Él y habla Él con nosotros y recitamos en Él y Él recita en nosotros la oración de este salmo... Nadie, pues, diga: no habla Cristo, o no hablo yo. Antes bien, diga ambas cosas: habla Cristo y hablo yo". Otros Padres expresan la misma idea: "Cristo canta a su Padre con ese instrumento a mil voces, acompaña su alabanza con esta cítara que es el hombre" (S. Clemente de Alejandría, Protréptico 1,5) . "Cristo habla por nosotros, nosotros somos sus labios y su lengua" (Eusebio de Cesárea, In Psalm. 34). Cuando en la Anáfora egipcia de Serapión, del siglo IV, se quiere entonar a Dios Padre una digna alabanza, consciente la comunidad de su incapacidad radical, pide ante todo la ayuda de Cristo y de su Espíritu: "hable en nosotros el Señor Jesús y el Espíritu Santo te celebre con himnos de alabanza a través de nosotros"
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