La
Liturgia de las Horas es la oración de la Iglesia que alabando a Dios e
intercediendo por los hombres, prolonga en la tierra la función sacerdotal de
Cristo. Por
consiguiente, la Liturgia de las Horas "pertenece a todo el cuerpo de la
Iglesia", no sólo a los sacerdotes y religiosos.
El mejor modelo del orante
Una
primera manera de aproximarse a esta convicción es la que nos ofrecen los evangelios,
y que la introducción a la Liturgia de las Horas resume en un apretado número
(IGLH 4): Jesús como magnífico ejemplo de una persona que ora. El evangelio de
Lucas es el que con insistencia nos presenta a Jesús orando: con ocasión de su
bautismo (3,21), o en el desierto (5,16); en la noche antes de elegir a los apóstoles
(6,12), antes de la profesión de fe de Pedro (9,18), en la escena de la Transfiguración
(9,28-29), en la crisis de Getsemaní (22,41-44), en la Cruz (23,34.46)...
A
veces ora en el retiro, en la soledad del desierto o del monte. Otras,
juntamente con sus discípulos, como antes de las comidas. Hay ocasiones
solemnes como la resurrección de Lázaro o la última cena. Unas veces la oración
le sale llena de alegría, como cuando a la vuelta de la misión de sus
discípulos éstos le cuentan sus éxitos: entonces Jesús "se llenó de gozo
en el Espíritu y dijo"... Otras veces es una oración de angustia y crisis
(Jn 12,27-28 y sobre todo en el huerto de Getsemaní). Su oración adquiere
particular tensión emotiva en la Cena, en Getsemaní y en la Cruz, donde "dando
un fuerte grito, dijo..." (Lc 23,46). Además hay que recordar que Cristo
respetó la oración de su pueblo: siguió los esquemas y ordenaciones de Israel,
acudiendo los sábados a la sinagoga, celebrando por tanto la Palabra y cantando
los cantos de su pueblo, asumiendo las oraciones de bendición y los
sentimientos de los Salmos, citando la oración diaria del "Shema
Israel", "Escucha, Israel", participando en las fiestas de la
Pascua o los Tabernáculos, orando en el Templo y defendiéndolo como "casa
de oración", dejándonos ejemplos de oración en su lengua nativa, el
arameo, con palabras tan intensas como "Abbá" y "Eloi,
Eloi...". A veces el evangelio nos aporta largas oraciones de Jesús, como
en la última cena. Otras, nos reproducen, aunque en dos versiones distintas, la
oración que él nos enseñó, el Padrenuestro.
La
oración de Jesús es oración de Hijo, que desde lo hondo de su propia identidad clama
a Dios como "Abbá", "Padre", en momentos alegres y
difíciles, mostrando su alegría o reafirmando su obediencia: "en tus manos
encomiendo mi espíritu", "no se haga mi voluntad, sino la tuya".
Le brota espontánea la oración de alabanza, pero también la de dolor y queja:
"Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Por
eso es El, el Maestro, el primer orante, el que mejor nos puede enseñar a nosotros
a orar (IGLH 5), no sólo con el texto del Padrenuestro, sino también con las actitudes
que inculcaba a los suyos: sencillez, perseverancia, confianza en Dios, oración
en espíritu y verdad, oración que sabe conjugar la relación con Dios y la
entrega por los demás, el culto y la caridad, el tiempo dedicado al encuentro
con Dios y el consagrado a la ayuda fraterna a los demás.
Sigue siendo el orante primero
también hoy
Esta
perspectiva, que nos resulta entrañable, porque nos invita a orar como Cristo lo
hizo en su vida terrena, se debe completar con otra todavía más profunda: saber
orar con Cristo. Jesús, ahora como Señor Glorioso, que ha entrado ya en la
esfera definitiva después de su Pascua, así como nos sigue estando presente en
todo momento de nuestra vida, en la Eucaristía, en las acciones sacramentales
de la Iglesia, en la caridad servicial, también nos está presente en la
oración. Él, el Señor Resucitado, sigue siendo también ahora el orante por
excelencia: "desde entonces resuena en el corazón de Cristo la alabanza a
Dios con palabras humanas..." (IGLH 3), porque "después de resucitar de
entre los muertos vive para siempre y ruega por nosotros" (IGLH 4). Sigue
siendo nuestro Mediador, o sea, el que intercede por nosotros ante Dios con su
oración, el que "está siempre vivo para interceder en nuestro favor"
(Heb 7,25). No sólo como Hijo eterno de Dios, sino también como Hombre, desde
su Encarnación, Cristo alaba al Padre, y le suplica por nosotros, también ahora
en su existencia gloriosa.
Así
como la Eucaristía (y los demás sacramentos, como el Bautismo y la Reconciliación)
son momentos en que Cristo Jesús, como Señor Resucitado, se nos hace presente y
actúa como protagonista, así también en nuestra oración de las Horas, no somos
nosotros los primeros actores, sino que El nos asocia a sí. Es Él quien lleva
la iniciativa, tanto en la alabanza que Dios se merece, como en la oración de
súplica por el mundo, al compás de los salmos, los himnos, las oraciones, los
cantos de nuestra Liturgia de las Horas.
Nosotros, unidos a Él
Aquí
es donde se llena de sentido y densidad nuestra oración: porque no sólo es nuestra,
sino que ante todo es oración de Cristo hoy y aquí. La familia humana, todos
aquellos que oran, cada uno desde su religión, están de alguna manera en
conexión con ese Cristo que es el único Sacerdote: "él une así a toda la
comunidad humana, de modo que se establece una unión íntima entre la oración de
Cristo y la de todo el género humano" (IGLH 6). Moros y judíos, indios y
africanos, o los cristianos alejados que en un momento determinado acuden a
Dios y le dicen de alguna manera su alabanza y su súplica, están, sabiéndolo o
no, unidos a ese Cristo que resume en sí toda oración de la humanidad a Dios. Pero
de una manera especial asocia Cristo a sí a los que formamos parte de su Cuerpo,
la Iglesia (IGLH 7). En todo momento participamos sus fieles de la vida que desde
la Cabeza se nos comunica: también de su oración. Nos unimos a la oración del Señor:
es "la voz de la misma Esposa que habla al Esposo: más aún, es la oración
de Cristo con su Cuerpo al Padre" (SC 84). "Es necesario, por tanto,
que, mientras celebramos el oficio, reconozcamos el eco de nuestras voces en la
de Cristo y la voz de Cristo en nosotros" (Laudis canticum de Pablo VI, n.
8).
Es
ésta una dimensión que da nuevo color a nuestra oración: "no es sólo de la
Iglesia esta voz, sino también de Cristo" (IGLH 17). Nuestra oración
"recibe su unidad del corazón de Cristo" {Laudis Canticum n. 8).
El sacerdocio de Cristo, prolongado
en nuestra oración
Cuando
la introducción a la Liturgia de las Horas quiere motivar la dignidad y la identidad
de esta clase de oración, llega a un nivel teológico admirable: la comunidad que
reza como la que celebra la Eucaristía y los demás sacramentos, y la que se
dedica al servicio fraterno o misionero- lo que está haciendo es ejercitar el
sacerdocio de Cristo. Sacerdocio es mediación: Cristo trae al mundo la
salvación de Dios y eleva hacia Dios la alabanza y las súplicas del mundo.
Esto, realizado ahora por medio de la lglesia: Cristo ora, alaba, suplica con
la comunidad. Es como si nosotros le prestáramos nuestra voz y nuestro canto. De
modo privilegiado se cumple aquí la promesa de Cristo: "donde dos o tres están
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). En
la oración de las Horas, "la Iglesia continúa las plegarias y súplicas de
Cristo" (IGLH17): nuestro canto hace "audible" el canto de
Cristo; nuestra oración de lamento da concretez a la protesta de Cristo contra
el mal de este mundo; nuestro rezo de los salmos hace actual y experimentable
la salmodia de Cristo, no sólo la de su vida mortal, sino la actual como Señor
Glorioso. Nosotros somos como el "sacramento" de Cristo, su signo
visible y audible. AE1 no se le ve ni se le oye: pero a nosotros, sí. Y los
dos, Cristo y la comunidad, oran ante el Padre.
Nosotros
nos unimos a su densa aclamación "Abbá", "Padre"; seguimos
pronunciando su petición: "hágase tu voluntad", "pase de mí este
cáliz"; su alegría: "te alabo, Padre"... "Buscando a Cristo
y penetrando cada vez más por la oración en su misterio, alaben todos a Dios y
eleven súplicas con los mismos sentimientos con que oraba el Divino
Redentor" (IGLH 19): pero no sólo imitando algo pasado, sino con la convicción
de que hoy y aquí nos unimos a una oración eclesial que primordialmente es de
Cristo. Su sacerdocio, que es a la vez glorificación de Dios y salvación de la
humanidad, "es realizado por Cristo por medio de su Iglesia... también
cuando se desarrolla la Liturgia de las Horas" (IGLH 13). "La
Iglesia, desempeñando la función sacerdotal de Cristo, su Cabeza, ofrece a Dios
el sacrificio de alabanza: esta oración es la voz de la misma Esposa que habla
al Esposo: más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre"
(IGLH 15).
Toda
la liturgia actualiza y ejerce el Misterio Pascual de Cristo, la obra de redención
que Cristo concentró sobre todo en su muerte y resurrección (SC 5). Este Misterio
Pascual es por una parte glorificación de Dios, y por otra, redención de la humanidad.
Pues
bien: esta actualización no sólo se realiza en la Eucaristía y los otros sacramentos,
sino también en la Liturgia de las Horas. En ella la comunidad cristiana se
suma al culto de alabanza que Cristo rindió y sigue rindiendo a su Padre, y
también sigue intercediendo, unida a su Señor, por la salvación del mundo. La
Liturgia de las Horas es también, a su modo, memoria de la Pascua de Cristo: no
a través de signos sacramentales de pan, vino, agua y unciones, sino a través
de la voz, del canto, de la oración, al ritmo de la luz y las tinieblas del día
y la noche. Especialmente en los salmos es donde podemos decir que desplegamos
la muerte y la resurrección, el dolor y la gloria, la súplica y la alabanza de
la Pascua de Cristo Jesús.
Cristo ora en y por nosotros
Es
hermosa la cita que IGLH 7 trae de san Agustín: "cuando es el Cuerpo del
Hijo quien ora, no se separa de su Cabeza, y el mismo Salvador del Cuerpo,
nuestro Señor Jesucristo, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es
invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros
por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro.
Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz
en nosotros" (Enarr. inpsalm. 85,1). Es una idea que repite san Agustín
más adelante: "haciéndonos consigo un solo hombre, Cabeza y Cuerpo; luego
oramos a Él, por Él y en Él. Hablamos con Él y habla Él con nosotros y recitamos
en Él y Él recita en nosotros la oración de este salmo... Nadie, pues, diga: no
habla Cristo, o no hablo yo. Antes bien, diga ambas cosas: habla Cristo y hablo
yo". Otros Padres expresan la misma idea: "Cristo canta a su Padre
con ese instrumento a mil voces, acompaña su alabanza con esta cítara que es el
hombre" (S. Clemente de Alejandría, Protréptico 1,5) . "Cristo habla
por nosotros, nosotros somos sus labios y su lengua" (Eusebio de Cesárea,
In Psalm. 34). Cuando en la Anáfora egipcia de Serapión, del siglo IV, se
quiere entonar a Dios Padre una digna alabanza, consciente la comunidad de su
incapacidad radical, pide ante todo la ayuda de Cristo y de su Espíritu:
"hable en nosotros el Señor Jesús y el Espíritu Santo te celebre con
himnos de alabanza a través de nosotros"