Hoy se celebró en la Plaza de San
Pedro una Vigilia de Oración organizada por la Conferencia Episcopal Italiana
para rezar por el Sínodo de los Obispos que se celebrará del 4 al 25 de octubre
de este año.
En su homilía, el Pontífice abordó la
importancia de la familia y pidió rezar
“para que el Sínodo que se abre mañana sepa reorientar la experiencia conyugal
y familiar hacia una imagen plena del hombre” además de “reconocer, valorizar y
proponer todo lo bello, bueno y santo que hay en ella”.
Algunas de las palabras del papa fueron:
¿Recuerdan la experiencia de Elías?
El cálculo humano le causa al profeta un miedo que lo empuja a buscar refugio.
«Entonces Elías tuvo miedo, se levantó y se fue para poner a salvo su vida
[...] Caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.
Allí se introdujo en la cueva y pasó la noche. Le llegó la palabra del Señor
preguntando: “¿Qué haces aquí, Elías?”» (1 R 19,3.8-9). Luego, en el Horeb, la
respuesta no la encontrará en el viento impetuoso que sacude las rocas, ni en
el terremoto, ni tampoco en el fuego. La gracia de Dios no levanta la voz, es
un rumor que llega a cuantos están dispuestos a escuchar la suave brisa: los
exhorta a salir, a regresar al mundo, a ser testigos del amor de Dios por el
hombre, para que el mundo crea...
Oremos, pues, para que el Sínodo que
se abre mañana sepa reorientar la experiencia conyugal y familiar hacia una
imagen plena del hombre; que sepa reconocer, valorizar y proponer todo lo
bello, bueno y santo que hay en ella; abrazar las situaciones de vulnerabilidad
que la ponen a prueba: la pobreza, la guerra, la enfermedad, el luto, las
relaciones laceradas y deshilachadas de las que brotan dificultades,
resentimientos y rupturas; que recuerde a estas familias, y a todas las
familias, que el Evangelio sigue siendo la «buena noticia» desde la que se
puede comenzar de nuevo. Que los Padres sepan sacar del tesoro de la tradición
viva palabras de consuelo y orientaciones esperanzadoras para las familias, que
están llamadas en este tiempo a construir el futuro de la comunidad eclesial y
de la ciudad del hombre.
Cada familia es siempre una luz, por
más débil que sea, en medio de la oscuridad del mundo. La andadura misma de
Jesús entre los hombres toma forma en el seno de una familia, en la cual permaneció
treinta años. Una familia como tantas otras, asentada en una aldea
insignificante de la periferia del Imperio.
Charles de Foucauld intuyó, quizás
como pocos, el alcance de la espiritualidad que emana de Nazaret. Este gran
explorador abandonó muy pronto la carrera militar fascinado por el misterio de
la Sagrada Familia, por la relación cotidiana de Jesús con sus padres y sus
vecinos, por el trabajo silencioso, por la oración humilde. Contemplando a la
Familia de Nazaret, el hermano Charles se percató de la esterilidad del afán
por las riquezas y el poder; con el apostolado de la bondad se hizo todo para
todos; atraído por la vida eremítica, entendió que no se crece en el amor de
Dios evitando la servidumbre de las relaciones humanas, porque amando a los
otros es como se aprende a amar a Dios; inclinándose al prójimo es como nos
elevamos hacia Dios. A través de la cercanía fraterna y solidaria a los más
pobres y abandonados entendió que, a fin de cuentas, son precisamente ellos los
que nos evangelizan, ayudándonos a crecer en humanidad.
Para entender hoy a la familia,
entremos también nosotros –como Charles de Foucauld – en el misterio de la
Familia de Nazaret, en su vida escondida, cotidiana y ordinaria, como es la
vida de la mayor parte de nuestras familias, con sus penas y sus sencillas
alegrías; vida entretejida de paciencia serena en las contrariedades, de
respeto por la situación de cada uno, de esa humildad que libera y florece en
el servicio; vida de fraternidad que brota del sentirse parte de un único
cuerpo.
La familia es lugar de santidad
evangélica, llevada a cabo en las condiciones más ordinarias. En ella se
respira la memoria de las generaciones y se ahondan las raíces que permiten ir
más lejos. Es el lugar de discernimiento, donde se nos educa para descubrir el
plan de Dios para nuestra vida y saber acogerlo con confianza. La familia es
lugar de gratuidad, de presencia discreta, fraterna, solidaria, que nos enseña
a salir de nosotros mismos para acoger al otro, a perdonar y ser perdonados.
Volvamos a Nazaret para que sea un
Sínodo que, más que hablar sobre la familia, sepa aprender de ella, en la
disponibilidad a reconocer siempre su dignidad, su consistencia y su valor, no
obstante las muchas penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar.
En la «Galilea de los gentiles» de nuestro tiempo encontraremos de nuevo la
consistencia de una Iglesia que es madre, capaz de engendrar la vida y atenta a
comunicar continuamente la vida, a acompañar con dedicación, ternura y fuerza
moral. Porque si no somos capaces de unir la compasión a la justicia,
terminamos siendo seres inútilmente severos y profundamente injustos.
Una Iglesia que es familia sabe
presentarse con la proximidad y el amor de un padre, que vive la
responsabilidad del custodio, que protege sin reemplazar, que corrige sin
humillar, que educa con el ejemplo y la paciencia. A veces, con el simple
silencio de una espera orante y abierta.
Una Iglesia sobre todo de hijos, que
se reconocen hermanos, nunca llega a considerar al otro sólo como un peso, un
problema, un coste, una preocupación o un riesgo: el otro es esencialmente un
don, que sigue siéndolo aunque recorra caminos diferentes.
La Iglesia es una casa abierta, lejos
de grandezas exteriores, acogedora en el estilo sobrio de sus miembros y,
precisamente por ello, accesible a la esperanza de paz que hay dentro de cada
hombre, incluidos aquellos que –probados por la vida– tienen el corazón
lacerado y dolorido.
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