El texto para nuestro estudio (Lc 16,19-31) es un
parábola tomada de su fuente particular “L” que consta de dos partes
(vv.19-26 que describe la inversión de
valores en esta vida y en la otra; concretamente, en el aspecto de posesiones
materiales, la situación terrena tiene su contrapeso en la vida del más allá y
27-31 1
en donde se insiste en que la conversión de un rico que vive únicamente para
sus riquezas difícilmente podrá realizarse, incluso aunque resucite un muerto).
En la parábola se habla de un mendigo llamado Lázaro y
de un rico que no se indica su nombre. Sin embargo sólo el P75, el manuscrito
más antiguo de la tradición textual griega sobre el Evangelio según Lucas, que
contenía cerca de 144 páginas y de las
cuales han sobrevivido solamente 102 páginas, añade que se llama “nineues”.
Se trata de una versión libre de un cuento egipcio,
traído a Palestina por judíos de Alejandría, donde era muy apreciado. Parece
por un análisis comparativo que Cristo lo utiliza.
El Papa Benedicto XVI en su libro "Jesús de
Nazaret", nos explica bien detalladamente la parábola y nos dice que “el
rico, lleva una vida disipada llena de placeres, y el pobre, que ni siquiera
puede tomar las migajas que los comensales tiran de la mesa, siguiendo la
costumbre de la época de limpiarse las manos con trozos de pan y luego
arrojarlos al suelo. En parte, los Padres han aplicado a esta parábola el
esquema de los dos hermanos, refiriéndolo a la relación entre Israel (el rico)
y la Iglesia (el pobre Lázaro), pero con ello han perdido la tipología
completamente diversa que aquí se plantea. Esto se ve ya en el distinto
desenlace. Mientras los textos precedentes sobre los dos hermanos quedan
abiertos, terminan con una pregunta y una invitación, aquí se describe el
destino irrevocable tanto de uno como del otro protagonista.
Como trasfondo que nos permite entender este relato
hay que considerar la serie de Salmos en los que se eleva a Dios la queja del
pobre que vive en la fe en Dios y obedece a sus preceptos, pero sólo conoce
desgracias, mientras los cínicos que desprecian a Dios van de éxito en éxito y
disfrutan de toda la felicidad en la tierra. Lázaro forma parte de aquellos
pobres cuya voz escuchamos, por ejemplo, en el Salmo 44: «Nos haces el escarnio
de nuestros vecinos, irrisión y burla de los que nos rodean... Por tu causa nos
degüellan cada día, nos tratan como ovejas de matanza» (vv. 14.23; cf. Rm
8,36). La antigua sabiduría de Israel se fundaba sobre el presupuesto de que
Dios premia a los justos y castiga a los pecadores, de que, por tanto, al
pecado le corresponde la infelicidad y a la justicia la felicidad. Esta
sabiduría había entrado en crisis al menos desde el exilio. No era sólo el
hecho de que Israel como pueblo sufriera más en conjunto que los pueblos de su
alrededor, sino que lo expulsaron al exilio y lo oprimieron; también en el
ámbito privado se mostraba cada vez más claro que el cinismo es ventajoso y
que, en este mundo, el justo está destinado a sufrir. En los Salmos y en la
literatura sapiencial tardía vemos la búsqueda afanosa para resolver esta
contradicción, un nuevo intento de convertirse en «sabio», de entender
correctamente la vida, de encontrar y comprender de un modo nuevo a Dios, que
parece injusto o incluso del todo ausente.
Uno de los textos más penetrantes de esta búsqueda, el
Salmo 73, puede considerarse en este sentido como el trasfondo espiritual de
nuestra parábola. Allí vemos como cincelada la figura del rico que lleva una
vida regalada, ante el cual el orante -Lázaro- se lamenta: «Envidiaba a los
perversos, viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores, están
sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás. Por eso
su collar es el orgullo... De las carnes les rezuma la maldad... su boca se
atreve con el cielo... Por eso mi pueblo se vuelve a ellos y se bebe sus
palabras. Ellos dicen: "¿Es que Dios lo va a saber, se va a enterar el
Altísimo?"» (Sal 73, 3-11).
El justo que sufre, y que ve todo esto, corre el
peligro de extraviarse en su fe. ¿Es que realmente Dios no ve? ¿No oye? ¿No le
preocupa el destino de los hombres? «¿Para qué he purificado yo mi corazón... ?
¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana...? Mi corazón se
agriaba... » (Sal 73, 13s.21). El cambio llega de repente, cuando el justo que
sufre mira a Dios en el santuario y, mirándolo, ensancha su horizonte. Ahora ve
que la aparente inteligencia de los cínicos ricos y exitosos, puesta a la luz,
es estupidez: este tipo de sabiduría significa ser «necio e ignorante », ser
«como un animal» (cf. Sal 73, 22). Se quedan en la perspectiva del animal y
pierden la perspectiva del hombre que va más allá de lo material: hacia Dios y
la vida eterna.
En este punto podemos recurrir a otro Salmo, en el que
uno que es perseguido dice al final: «De tu despensa les llenarás el vientre,
se saciarán sus hijos... Pero yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al
despertar me saciaré de tu semblante» (Sal 17, 14s). Aquí se contraponen dos
tipos de saciedad: el hartarse de bienes materiales y el llenarse «de tu
semblante», la saciedad del corazón mediante el encuentro con el amor infinito.
«Al despertar» hace referencia en definitiva al despertar a una vida nueva,
eterna; pero también se refiere a «despertar» más profundo ya en este mundo:
despertar a la verdad, que ya ahora da al hombre una nueva forma de saciedad.
El Salmo 73 habla de este despertar en la oración. En
efecto, ahora el orante ve que la felicidad del cínico, tan envidiada, es sólo
«como un sueño al despertar »; ve que el Señor, al despertar, «desprecia sus
sombras » (cf. sa173, 20). Y entonces el orante reconoce la verdadera
felicidad: «Pero yo siempre estaré contigo, tú agarras mi mano derecha... ¿No
te tengo a ti en el cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra? .. Para mí lo
bueno es estar junto a Dios...» (Sal 73 , 23.25.28). No se trata de una vaga
esperanza en el más allá, sino del despertar a la percepción de la auténtica
grandeza del ser humano, de la que forma parte también naturalmente la llamada
a la vida eterna.
Con esto nos hemos alejado de la parábola sólo en
apariencia. En realidad, con este relato el Señor nos quiere introducir en ese
proceso del «despertar» que los Salmos describen. No se trata de una condena
mezquina de la riqueza y de los ricos nacida de la envidia. En los Salmos que
hemos considerado brevemente está superada la envidia; más aún, para el orante
es obvio que la envidia por este tipo de riqueza es necia, porque él ha
conocido el verdadero bien. Tras la crucifixión de Jesús, nos encontramos a dos
hombres acaudalados -Nicodemo y José de Arimatea- que han encontrado al Señor y
se están «despertando». El Señor nos quiere hacer pasar de un ingenio necio a
la verdadera sabiduría, enseñarnos a reconocer el bien verdadero. Así, aunque no
aparezca en el texto, a partir de los Salmos podemos decir que el rico de vida
licenciosa era ya en este mundo un hombre de corazón fatuo, que con su
despilfarro sólo quería ahogar el vacío en el que se encontraba: en el más allá
aparece sólo la verdad que ya existía en este mundo. Naturalmente, esta
parábola, al despertarnos, es al mismo tiempo una exhortación al amor que ahora
debemos dar a nuestros hermanos pobres y a la responsabilidad que debemos tener
respecto a ellos, tanto a gran escala, en la sociedad mundial, como en el
ámbito más reducido de nuestra vida diaria.
En la descripción del más allá que sigue después en la
parábola, Jesús se atiene a las ideas corrientes en el judaísmo de su tiempo.
En este sentido no se puede forzar esta parte del texto: Jesús toma
representaciones ya existentes sin por ello incorporarlas formalmente a su
doctrina sobre el más allá. No obstante, aprueba claramente lo esencial de las
imágenes usadas. Por eso no carece de importancia que Jesús recurra aquí a las
ideas sobre el estado intermedio entre muerte y resurrección, que ya se habían
generalizado en la fe judía. El rico se encuentra en el Hades como un lugar
provisional, no en la «Gehenna» (el infierno), que es el nombre del estado
final (Jeremías, p. 152). Jesús no conoce una «resurrección en la muerte»,
pero, como se ha dicho, esto no es lo que el Señor nos quiere enseñar con esta
parábola. Se trata más bien, como Jeremías ha explicado de modo convincente, de
la petición de signos, que aparece en un segundo punto de la parábola.
El hombre rico dice a Abraham desde el Hades lo que
muchos hombres, entonces como ahora, dicen o les gustaría decir a Dios: si
quieres que te creamos y que nuestras vidas se rijan por la palabra de
revelación de la Biblia, entonces debes ser más claro. Mándanos a alguien desde
el más allá que nos pueda decir que eso es realmente así. El problema de la
petición de pruebas, la exigencia de una mayor evidencia de la revelación,
aparece a lo largo de todo el Evangelio. La respuesta de Abraham, así como, al
margen de la parábola, la que da Jesús a la petición de pruebas por parte de
sus contemporáneos, es clara: quien no crea en la palabra de la Escritura
tampoco creerá a uno que venga del más allá. Las verdades supremas no pueden
someterse a la misma evidencia empírica que, por definición, es propia sólo de
las cosas materiales.
Abraham no puede enviar a Lázaro a la casa paterna del
rico epulón. Pero hay algo que nos llama la atención. Pensemos en la
resurrección de Lázaro de Betania que nos narra el Evangelio de Juan. ¿Qué
ocurre? «Muchos judíos... creyeron en él», nos dice el evangelista. Van a los
fariseos y les cuentan lo ocurrido, tras lo cual se reúne el Sanedrín para
deliberar. Allí se ve la cuestión desde el punto de vista político: se podía
producir un movimiento popular que alertaría a los romanos y provocar una
situación peligrosa. Entonces se decide matar a Jesús: el milagro no conduce a
la fe, sino al endurecimiento (Jn 11,45-53).
Pero nuestros pensamientos van más allá. ¿Acaso no reconocemos
tras la figura de Lázaro, que yace cubierto de llagas a la puerta del rico, el
misterio de Jesús, que «padeció fuera de la ciudad» (Hb 13,12) y, desnudo y
clavado en la cruz, su cuerpo cubierto de sangre y heridas, fue expuesto a la
burla y al desprecio de la multitud?: «Pero yo soy un gusano, no un hombre,
vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (Sal 22, 7).
Este Lázaro auténtico ha resucitado, ha venido para
decírnoslo. Así pues, si en la historia de Lázaro vemos la respuesta de Jesús a
la petición de signos por parte de sus contemporáneos, estamos de acuerdo con
la respuesta central que Jesús da a esta exigencia. En Mateo se dice: «Esta
generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo
que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre
del cetáceo, pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno
de la tierra» (Mt 12, 39s). En Lucas leemos: «Esta generación es una generación
perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás.
Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo
del hombre para esta generación» (Lc 11, 29s).
No necesitamos analizar aquí las diferencias entre
estas dos versiones. Una cosa está clara: la señal de Dios para los hombres es
el Hijo del hombre, Jesús mismo. y lo es de manera profunda en su misterio
pascual, en el misterio de muerte y resurrección. Él mismo es el «signo de Jonás».
Él, el crucificado y resucitado, es el verdadero Lázaro: creer en él y
seguirlo, es el gran signo de Dios, es la invitación de la parábola, que es más
que una parábola. Ella habla de la realidad, de la realidad decisiva de la
historia por excelencia”1.
Para Fitzmeyer “el mensaje de esta parábola de Lucas
coincide, básicamente, con la presentación de Pablo en Rom 10,5-17. Según
Lucas, la salvación implica una reacción de fe (v. 31), de aceptación de la
palabra de Dios, que se manifiesta en la ley y en los profetas. No dice
expresamente que «la fe nace de la escucha de la palabra»; pero tampoco sería
de esperar una afirmación semejante. Sin embargo, en el fondo, y cada cual a su
manera, Lc 16,19-31 y Rom 10,5-10 expresan una concepción teológica
sustancialmente idéntica”2.
En conclusión, la parábola es rica en enseñanzas colaterales:
ü
Las
riquezas pueden representar un gran peligro y ser causa de condenación eterna.
ü
Las
riquezas predisponen a sus poseedores al disfrute egoísta de las mismas y a la
insensibilidad social. El más grande pecado de los poderosos es no ver al
pobre, viviendo como si él no existiera.
ü
Se
hace ver la importancia extraordinaria de los pecados de omisión. El rico se
fue al infierno, no porque le haya hecho algún daño al pobre Lázaro, sino
porque no ha hecho nada, habiendo podido hacerlo, para aliviar sus penas.
Muchas veces nos condenamos no por lo que hacemos, sino por lo que dejamos de
hacer.
ü
Se
destaca la urgencia a ordenar la vida según la voluntad de Dios para no caer en
los castigos del infierno, y el presupuesto necesario para la conversión es la fe
en la Palabra de Dios.
BIBLIOGRAFÍA
1. Benedicto XVI, "Jesús de Nazaret", Ed. La
esfera de los Libros, España, 2.007, págs. 244 - 251.
2. Fitzmeyer, Joseph, El Evangelio de Lucas, 3er tomo,
Cristiandad, Madrid 1987, Pag 754
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