Estuve
en el estante más alto de la biblioteca de tu casa, apretada entre los viejos
tomos de una enciclopedia antigua. ¿Para qué me compraste? ¿Acaso para pasar
algunas páginas, leer sin mucha atención algunos pasajes encontrados al azar, mirarme
con respeto y devoción, y dejarme cuidadosamente en el estante más alto de la
biblioteca? Recuerdo una vez, durante un convite en tu casa... En la
conversación alguien citó palabras de Jesucristo. Otro las corrigió, y cuando
entre ellos se desató una discusión sobre cuál de las citas era la correcta,
uno de los invitados pidió que le trajeses la Sagrada Escritura.
Levantaste la
cabeza y miraste en mi dirección. Pensé con alegría que por fin había llegado
mi hora, que te acercarías a la estantería y me sacarías de entre los
amarillentos tomos de la enciclopedia. Pero... «No sé dónde está... No sé dónde
la he dejado...» dijiste. Esto me dio la certeza de que no me habías comprado
simplemente para presumir de mi presencia en tu biblioteca. ¿Entonces, para qué
me compraste? ¿Para qué me trajiste a casa? ¿Para qué? Luego ocurrió algo que
de nuevo despertó en mí la esperanza de que me librarías del escondite donde me
habías puesto. Tu hijo, tu único hijo enfermó. Ni los médicos ni las medicinas
pudieron curarlo. Murió, y tú, sumergido en el dolor y la desesperación, te
sentaste en tu biblioteca con las cortinas cerradas y tu mirada inmóvil clavada
en la oscuridad de la sala. No fuiste capaz de entender el sentido de la muerte
de tu hijo. Empezaste a dudar incluso del sentido de tu propia vida. No supiste
comprender el porqué del sufrimiento de un niño inocente, mientras los malvados
siguen viviendo y engordando a costa del daño del prójimo y por qué el
despiadado destino golpea al hombre a ciegas. Entonces mi corazón palpitó de
repente, pues me figuré que al fin había llegado la hora de acudir a mí, que
abrirías mis páginas y leerías en mis versículos palabras de consuelo sobre la
vida, la muerte y la inmortalidad. Pero me desilusioné de nuevo. No te levantaste
del sillón y no encendiste la luz. Te quedaste inmóvil, sumergido en la
desesperación con un sinfín de preguntas en los labios que no supieron darte
respuesta. ¿Entonces, para qué me compraste? ¿Para qué me trajiste a casa?
¿Para qué? Y luego murió tu mujer. Te hundiste bajo este nuevo golpe, te
transformaste en un torpe anciano, dejaste de salir a la calle y paseabas tan
sólo por tu vacío piso... De vez en cuando te asomabas a la ventana para mirar
a la calle, a la gente con sus prisas, sin entender para qué viven, para qué
vives tú todavía, para qué existe el mundo... Hasta que un día moriste. Tus
herederos llegaron en seguida. Al sacar las cosas de tu piso meneaban
tristemente la cabeza sobre tus bienes materiales. Uno de ellos me encontró
entre los libros tirados por el suelo. Se inclinó, me tomó en sus manos y me
miró. Sacudió una gruesa capa de polvo, y con voz tierna y emocionada le dijo a
un joven que estaba a su lado: «¿Ves? Tu difunto tío, que el Señor lo tenga en
su gloria, era un hombre devoto. Tenía la Biblia. Toma ejemplo de él”.
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