Es
lógico que quienes más sufrían en medio de aquella sociedad imperial (Siglos del I al IV) que tantas
prevenciones mantenía contra los pobres fueran los enfermos y los
discapacitados físicos y psíquicos; los cuales, en cambio, eran para los
cristianos el grupo más privilegiado.
La hospitalidad, en el sentido más específico de asistencia pública a los enfermos, no se practicó ni en los antiguos imperios del Oriente Próximo, ni en Egipto ni en Grecia; solamente en Roma algunos patricios, bien situados económicamente, tenían «estaciones valetudinarias» para el cuidado de los esclavos que habían envejecido o enfermado a su servicio; pero este comportamiento humanitario no era moneda corriente, más bien todo lo contrario, porque en Roma los esclavos enfermos o minusválidos eran abandonados en la Isla Tiberina para que el dios Esculapio se encargara de ellos; tan trágico debió de ser el espectáculo que ofrecían aquellos hombres enfermos abandonados a su propia suerte, que el emperador Claudio obligó a los amos a cuidar a sus esclavos enfermos, de modo que los que sanaran fueran manumitidos; y el amo que matara a un esclavo enfermo para verse libre de cuidarlo, sería acusado y perseguido como homicida. El Imperio Romano creó algunas instituciones hospitalarias, pero para atender solamente a los soldados heridos o enfermos.
La hospitalidad, en el sentido más específico de asistencia pública a los enfermos, no se practicó ni en los antiguos imperios del Oriente Próximo, ni en Egipto ni en Grecia; solamente en Roma algunos patricios, bien situados económicamente, tenían «estaciones valetudinarias» para el cuidado de los esclavos que habían envejecido o enfermado a su servicio; pero este comportamiento humanitario no era moneda corriente, más bien todo lo contrario, porque en Roma los esclavos enfermos o minusválidos eran abandonados en la Isla Tiberina para que el dios Esculapio se encargara de ellos; tan trágico debió de ser el espectáculo que ofrecían aquellos hombres enfermos abandonados a su propia suerte, que el emperador Claudio obligó a los amos a cuidar a sus esclavos enfermos, de modo que los que sanaran fueran manumitidos; y el amo que matara a un esclavo enfermo para verse libre de cuidarlo, sería acusado y perseguido como homicida. El Imperio Romano creó algunas instituciones hospitalarias, pero para atender solamente a los soldados heridos o enfermos.
Antes
de la venida de Cristo, era completamente desconocida una asistencia
institucional a los pobres y enfermos. No sólo no existían establecimientos
hospitalarios, sino que el cuidado de los enfermos era considerado como obra
propia de los esclavos e indigna del hombre libre. En cambio, desde que Jesús
curó a paralíticos, ciegos y cojos, y, sobre todo, desde que él puso sus manos
sobre el cuerpo enfermo de los leprosos, la situación se cambió por completo.
Desde que Jesús manifestó el amor salvador de Dios curando enfermos, para sus
seguidores cualquier hombre, sano o enfermo, se convierte en un hermano y su
asistencia en una obligación sagrada.
No
es fácil determinar con exactitud cómo las comunidades cristianas se ocuparon
específicamente de los enfermos, porque éstos eran englobados generalmente en
la asistencia a los pobres; pero no faltan algunos apuntes en los distintos
escritos litúrgicos y pastorales de los primeros siglos. Esta asistencia
caritativa se prestaba comúnmente a domicilio por los diáconos y diaconisas.
Ciertamente en la Iglesia primitiva no había instituciones hospitalarias
específicas, porque la situación de ilegalidad en que se hallaban los
cristianos no lo permitía. No obstante, a mediados del siglo ni parece que San
Lorenzo, archidiácono de la Iglesia de Roma, fundó un hospital en el que se
atendía a los enfermos de la comunidad.
El
obispo era el primer responsable de la atención a los enfermos en cada
comunidad; y era ayudado en este servicio por los diáconos y diaconisas; y, a
medida que las diaconisas fueron desapareciendo como institución, las vírgenes
cristianas ocuparon su puesto en esta tarea asistencial. El diácono buscaba a
los enfermos; estudiaba cada caso para ver a cuál había que prestar mayor
atención; les llevaba la eucaristía consagrada en la asamblea litúrgica
dominical, y los socorría materialmente. Todavía en el siglo v el Testamento de
Nuestro Señor establecía que el diácono «busque en las hostelerías para ver si
encuentra algún enfermo o pobre, o si hay algún enfermo abandonado»; y
procuraba descubrir a los pobres vergonzantes, que disimulaban sus necesidades materiales.
La Didascalia establece que las diaconisas y viudas se preocupen de un modo
especial de las mujeres pobres y enfermas.
La
Carta a las vírgenes, a finales del siglo m, pone bajo el cuidado de las
vírgenes la asistencia a los enfermos: «De este modo hemos de acercarnos al
hermano o hermana enfermos, y visitémosles de la manera que conviene hacerlo:
sin engaño y sin amor al dinero, sin alboroto, sin garrulería y sin obrar de
manera ajena a la piedad, sin soberbia, y con ánimo abatido y humilde».
Y
los llamados Cánones de Hipólito, que fueron compuestos en Egipto después del
Concilio I de Nicea (325), pero que están inspirados en una parte muy notable
en la Tradición apostólica de Hipólito Romano (f 235), también confían a las
viudas el cuidado de los enfermos. Hay que tener en cuenta que en la literatura
cristiana de aquel tiempo la palabra «viuda» era sinónimo de «virgen»; ambas palabras
se empleaban para referirse a las mujeres que en la Iglesia habían abrazado
públicamente la castidad, ya fuesen realmente viudas o simplemente doncellas.