No es raro que hoy día algunos
cristianos consideren como caducada la noción misma del milagro y que,
inversamente, otros se muestren ávidos de falsas maravillas. Estos excesos
opuestos tienen una fuente común, alimentada por cierta apologética durante
mucho tiempo en vigor: en los milagros se veía únicamente un desafío a las
leyes naturales, olvidando su carácter de signos «adaptados a la inteligencia
de todos».
La Biblia, por su parte, reconoce en
todas partes la mano de Dios, que manifiesta a los suyos su poder y su amor.
El universo creado, con su orden fijo (Jer
31,36s) es «maravilla» (Sal 89,6) y «signo» (Sal 65,9), como las intervenciones
no habituales de Dios en la historia; y éstas a su vez son creación renovada (Num
16,30; Is 65,18), aun cuando el historiador de hoy día las considere como
ordinarias y explicables. La Biblia, que ignora las distinciones modernas entre
acciones «providenciales», causas naturales excepcionalmente convergentes,
acción divina que sustituye el funcionamiento de los agentes naturales o
«causas segundas», concentra la mirada del creyente en el elemento esencial,
común a todas nuestras categorías: la significación religiosa de los hechos.
Así san Agustín, con los ojos de la fe, reconoce tanto en el crecimiento de la
mies como en la multiplicación de los panes el sello del amor y del poder
divinos; si los distingue, no es sino en razón de la costumbre o del asombro de
sus beneficiarios respectivos. En esta óptica el detalle no tiene la
importancia que nosotros propendemos a darle: así, la higuera estéril ¿se secó
«al instante» (Mt 21,19) o más tarde? (Mc 11,20). Da lo mismo. Lo único que
cuenta es la lección que oculta el gesto simbólico.
I.
EL MILAGRO EN EL AT
1.
Los hechos.
Dejando a un lado lo maravilloso
ficticio de ciertos libros o secciones que pertenecen al género didáctico (Jon,
Tob, marco dramático de Job, haggada deDan 1-6, adornos edificantes de 2Mac,
etc.), así como las dos maravillas señaladas en la historia de Isaías (Is
37,36s; 38,7s), los milagros no aparecen numerosos sino en dos momentos
capitales de la historia sagrada con Moisés y su sucesor Josué, en el momento
de la fundación y de la instalación del pueblo de Dios; con Elías y su
discípulo Eliseo, restauradores de la Alianza mosaica.
La historicidad sustancial de los
ciclos de Elías y de Eliseo se compagina con las amplificaciones populares (p.
e. 2Re 1,9-16), que de un ciclo a otro ganan en extensión y con frecuencia pierden
en calidad religiosa (p.e. 2Re 2,23s; 6,1-7). Esta misma historicidad subsiste
también a través de la amplificación, sin duda más extensa, que sufrieron a
través de las edades las tradiciones de las diez plagas de Egipto o los
milagros del desierto y de la conquista de Canaán. Los que las pusieron por
escrito, utilizando los géneros literarios a que estaban habituados los
lectores de su tiempo, compilaron así tradiciones, explotaron libremente los
relatos; pero nunca perdieron de vista su fin religioso: mostrar la presencia
protectora del Dios todopoderoso (Jos 24,17) en los albores de la historia del
pueblo elegido. Así, a través del mundo épico que caracteriza a estas
tradiciones, éstas no dejan de ser fundamentales: refieren el nacimiento de
Israel, maravilla digna, al lado de la creación (Is 65,17), de ser comparada
con la novedad escatológica (Is 43,16-21).
2.
El milagro, signo divino eficaz.
a. El AT muestra en los milagros
revelaciones de Dios y signos eficaces de su salvación. Los términos que los
designan indican esta función: son «signos» (hebr.ótot, gr. semeia, p. e. Ex
10,1), «signos y prodigios simbólicos» (hebr. móftim, gr. terata, Dt 7,19).
Ahora bien, el uso de estos términos desborda el del milagro, manifestando bien
la dimensión de signo o de símbolo que oculta todo prodigio religioso. Así,
sábado (Ex 31,13-17; Ez 20,20), circuncisión (Gen 17,11), nacimiento de
Emmanuel (Is 7,14), predicciones a breve plazo, son otros tantos «signos» de
Dios hechos al hombre; el profeta en persona puede ser «un prodigio simbólico»,
pues su existencia simboliza la palabra de Dios en acción a través de sus
gestos (Is 8,18-20; Ez 12,6.11; 24,24.27).
A esta palabra aportan su apoyo los
signos milagrosos, pues revelan en gestos concretos la salvación proclamada por
los heraldos de Dios y acreditan a éstos como auténticos mensajeros del Señor (Ex
4,1-5; 1Re 18,36ss; Is 38,7s; Jer 44,29s). Esta subordinación del milagro a la
palabra distingue los verdaderos milagros de las artimañas operadas por los
magos y los falsos profetas (Ex 7,12).. El valor del mensaje, manifestado
particularmente por la oración del taumaturgo (1Re 18,27s.36s), es el primer
signo que decide sobre la realidad del milagro (Dt 13,2-6); éste sólo apoya la
palabra cuando ha sido juzgado por ella.
b. Los milagros se distinguen entre
todos los signos por su eficacia y su carácter extraordinario. Por una parte,
realizan habitualmente lo que significan: tal es el caso del primer Éxodo,
acumulación de prodigios, por los que Dios libera a su pueblo, o del nuevo
Éxodo, que manifiesta la eficacia de su palabra (Is 55,11 v.13). Por otra
parte, estas obras (Sal 77,13; 145,4), a pesar de lo que puedan tener de hechos
naturales (lluvia, sequía...), rebasan las más de las veces lo que el hombre
está acostumbrado a ver en el universo y lo que él mismo puede realizar. Así el
milagro es un signo particularmente revelador del poder de Dios; se le llama
hazaña (Ex 15,11), alta gesta (gebúra, Sal 106,2), cosa grande (Sal 106,21),
cosa tremenda (Ex 34,10), y sobre todo maravilla (pele', Ex 15,11; nifla', Sal
106,7). Este último vocablo designa realizaciones «imposibles» al hombre, como
traducen a veces los LXX, asequibles a Dios sólo (Sal 86,10), que por ellas
manifiesta su gloria (Ex 15,1.7 16,7 Num 14,22 Lev 10,3), reflejo de su
santidad (Ex 15,11 Sal 77,14 Lev 10,3), es decir, de su trascendencia.
Pero el poder divino no abruma sino a
los pecadores (Dt 7,17-20 Miq 7,15ss); para el pueblo de las promesas (Dt 4,37)
sus maravillas son benéficas, aun en el caso en que prueban y humillan (8,16),
pues «Yahveh es amor en todas sus obras» (Sal 145,97). Así pues, son en
definitiva los milagros signos eficaces y dones gratuitos (Dt 6,10ss Jos
24,11s) del amor de Yahveh (Sal 106,7 107,8). Sólo Jesús revelará plenamente la
universalidad de este amor salvador. Lo hará a la vez subrayando el alcance
profético de los milagros otorgados por él mismo a paganos (Mt 8,11ss) y
explicitando el de los milagros realizados en otro tiempo por Elías y Eliseo en
favor de una sidonia y de un sirio (Lc 4,25ss).
3.
El milagro en su referencia a la fe.
Los milagros, por encima del asombro
que suscitan, tienden a provocar y confirmar la fe y sus armónicos: confianza,
acción de gracias y memoria (p.e. Sal 105,5),humildad, obediencia, temor de
Dios, esperanza. Ciegan a los que, como Faraón (Ex 7,13., no esperan nada de un
Dios desconocido. Pero el que ya conoce a Dios y sólo cuenta con él, descubre
en ellos la obra poderosa del amor divino y un sello puesto a la misión del
enviado de Dios; entonces, con un mismo movimiento, cree en su palabra y cree
en Dios mismo (Num 14,11).
Israel admira la grandeza de esta fe
en Abraham, que obtuvo por ella el nacimiento humanamente imposible de un
heredero (Gen 15,6 Rom 4,18-22). En esta fe se basan las retrospecciones del
Dt, de los profetas (p.e. Is 63,7-14), de los salmistas (p.e.Sal 77 105-107),
de los sabios (p.e. Sab 10-19), que muestran en los milagros del tiempo de los
desposorios la prenda dé nuevos beneficios y haciendo valer su fuerza educativa
(p.e. Dt 8,3 Sab 16,21). Ésta es la fe que Yahveh alimenta instituyendo fiestas
como «memorial de sus maravillas» (Sal 111,4). La fe es la que anima a Isaías
cuando sólo un milagro puede salvar a Judá (Is 37,34s) y a María cuando se le
anuncia la concepción milagrosa (Lc 1,45).
En cambio, la fe fue la que faltó a
Israel en el desierto (Sal 78,32) cuando, reaccionando carnalmente ante la
prueba que Dios le imponía (Dt 8,2), «probó» por su parte a Yahveh (Ex 17,2 Sal
95,9), exigiendo milagros con arrogancia; la fe fue la que faltó a Ajaz, más
seguro de sus alianzas que del Dios de los milagros (Is 7,12), y a Zacarías el
escéptico (Lc 1,18ss). En todas estas actitudes se olvida el dominio de Dios
sobre el hombre, se desconocen su poder y su amor gratuitos, se pone en duda su
palabra: el milagro no se acoge verdaderamente como don ni se discierne como
signo.
II.
EN LA VIDA DE JESÚS
1.
Los hechos.
«¡Renueva los prodigios y haz otros
milagros!» imploraba Ben Sira (Eclo 36,5), expresando la aspiración de todo el
Israel postexílico, decepcionado por un retorno menos brillante que el nuevo
Éxodo anunciado. Jesús viene a colmar esta espera, aunque dando un mentís a
todo lo que comportaba de sensacional y de espíritu de venganza.
Los relatos evangélicos,
contrariamente a los del Éxodo, se remontan a los primeros testigos y son
sumamente sobrios. Por eso mismo, como por su naturalidad, por la ausencia de
esfuerzo por parte de Jesús (ausencia compatible con el empleo pedagógico de
fórmulas, tactos, unciones, procesos por etapas (Mc 8,23ss), que dan cuerpo a
la acción simbólica), por una intencionalidad religiosa y una actitud de oración
(explícita Jn 11,41s o insinuada Mc 6,41; 7,34; 9,29; 11,24) que excluye toda
magia, por la dificultad de explicar sin ellos la fe de la Iglesia, por su
integración en la trama del Evangelio, los milagros que éste refiere se
distinguen radicalmente de las maravillas inventadas por los evangelios
apócrifos, como de las que la leyenda atribuye a rabinos, a dioses (n. e.
Asklepio) o a sabios paganos (p. e. Apolonio de Tiana), contemporáneos de los
orígenes cristianos. Toda comparación objetiva hace resaltar el valor histórico
y religioso de nuestros textos. Con hechos reales y realmente extraordinarios
es como Jesús «hace signo» a su pueblo.
2.
Los milagros de Jesús, signos eficaces de la salvación mesiánica.
a. Con sus milagros manifiesta Jesús
que el reino mesiánico anunciado por los profetas está presente en su persona (Mt
11,4s); atrae la atención hacia sí mismo y hacia la buena nueva del reino que
él encarna; suscita una admiración y un temor religioso que inducen a los
hombres a preguntarse quién es (Mt 8,27; 9,8 Lc 5,8ss). Ya se trate de su poder
de perdonar los pecados (Mc 2,5-12 p), de su autoridad sobre el sábado (Mc 3,4s
p Lc 13,15s; 14,3ss), de su mesianidad regia (Mt 14,33 Jn 1,49), de su envío
por el Padre (Jn 10,36), o del poder de la fe en él (Mt 8,10-13; 15,28), por
ellos testimonia siempre Jesús su misión y su dignidad, con la reserva que
impone la esperanza judía de un mesías temporal y nacional (Mc 1,44; 5,43; 7,36;
8,26). Ya en este sentido son signos, como lo dirá san Juan.
Si prueban la mesianidad y la
divinidad de Jesús, lo hacen indirectamente, testimoniando que ciertamente es
lo que pretende ser. No se los debe, pues, aislar de su palabra: van de la mano
con la evangelización de los pobres (Mt 11,5). Los títulos que Jesús se da, los
poderes que se arroga, la salvación que predica, las renuncias que exige son
las cosas cuya autenticidad divina muestran los milagros a quien no rechace sin
más la verdad del mensaje (Lc 16,31). Éste es, por tanto, superior a los
milagros, como lo da a entender la palabra sobre Jonás según (Lc 11,29-32). Se
impone como el signo primero y único necesario Jn 20,23 por la innegable
autoridad personal de su heraldo (Mt 7,29) y por su calidad interna, la cual
resulta de que al realizar la revelación anterior (Lc 16,31 Jn 5,46s),
corresponde en los oyentes al llamamiento del Espíritu (Jn 14,17.26); el
mensaje es el que, antes de ser confirmado e ilustrado por los milagros, deberá
distinguirlos de los falsos signos (Mc 13,22s; Mt 7,22; 2Tes 2,9; Ap 13,13).
Aquí, como en Dt, «los milagros disciernen la doctrina, y la doctrina discierne
los milagros» (Pascal).
b. Los milagros no aportan su
testimonio del exterior, como signos arbitrarios y ostentosos: realizan
incoativamente lo que significan, aportan las arras de lasalvación mesiánica
que tendrá su remate enel reino escatológico; así los Sinópticos los llaman
«poderes» (dynameis: cf. Mt 11,20-23 13,54.58 14,2). En efecto, por ellos
Jesús, movido por su piedad humana (Lc 7,13 Mt 20,34 Mc 1,41), pero todavía más
por su conciencia de ser el siervo prometido (Mt 8,17), hace efectivamente
retroceder a la enfermedad, a la muerte, a la hostilidad de la naturaleza
contra el hombre, en una palabra, a todo el desorden que tiene su causa más o
menos próxima en el pecado (Gen 3,16-19); comp. (Mc 2,5 Lc 13,3b y Lc 13,2-3ª;
Jn 9,3) y que está al servicio del influjo del diablo en el mundo (Mt 13,25).
Así se niega Jesús a hacer en favor de Satán 4,2-7, de los malévolos 12,38ss
16,1-4, de los envidiosos (Lc 4,23), de los frívolos 23,8s hazañas gratuitas
que no tendrían eficacia salvifica; y es significativo que, por lo que se
refiere a prodigios cósmicos —que, por lo demás, parecen pertenecer más a la
imaginería profética que a la historia (Act 2,19s)—, no se los señale sino en
el momento en que, requerido a salvarse él mismo por un milagro, muere para
salvar a todos los demás (Mt 27,39-54 1Cor 1,22ss. Los prodigios que parece
prometer en Mt 17,20), no son sino imagen del poder de la fe.
Así adquiere todo su significado la
conexión tan frecuente entre curaciones y exorcismos (Mt 8,16). La liberación
de los posesos es un caso privilegiado de esa victoria del «más fuerte» (Lc
11,22), que todos los milagros realizan a su manera. Esta victoria pone a Jesús
directamente en conflicto con el adversario, en un duelo que, comenzado en el
desierto Mt 4,1-11 p, tendrá su episodio decisivo en la cruz (Lc 4,1322,3.53) y
sólo terminará en el juicio universal (Ap 20,10), pero en el que es ya evidente
la derrota diabólica (Mt 8,29; Lc 10,18). El exorcismo es el signo eficaz por
excelencia de la venida del reino (Mt 12,28).
3.
El milagro de la fe.
a. La buena nueva del reino que Jesús
predica y muestra presente en su persona, debe ser acogida por la conversión y
la fe (Mc 1,15). Ésta, pues, es también la que están encargados de engendrar
los milagros y los exorcismos de Jesús. Al verlos Corozaín y Cafarnaúm hubieran
debido convertirse y creer (Mt 11,20-24) . Juan insiste en ello distinguiendo
diversos grados de fe (Jn 2,11; 11,15; 20,30s): por encima de los entusiasmos
frágiles 2,23ss 4,48 y de las adhesiones interesadas 6,26, los «signos»
conducen normalmente a reconocer a Jesús como enviado de Dios 3,29,16 10,36,
profeta 4,19, Cristo 7,31, Hijo del hombre 9,35-38. Apoyarse en ellos demasiado
para creer es señal de una fe imperfecta 10,38 14,11: la palabra de Jesús, de
una veracidad garantizada por el desinterés que deriva de su espíritu filial 7,16ss
12,49s, debería bastar, como bastó a los samaritanos 4,41s y al oficial real 4,50,
como deberá bastar a los que creerán en la palabra sin haber tocado al
resucitado 20,29. Razón de más para que los que han «visto» sus milagros 15,24
y se han negado a creer 7,5 12,37 no tengan la menor excusa.
b. Si muchos rechazan el «testimonio»
Jn 5,36 de los milagros, es que el embotamiento espiritual 6,15.26, o la
soberbia legalista 5,16 7,49.52 9,16, la envidia 12,11, la falsa prudencia
11,47s los ciegan 9,39 12,40. No tienen las disposiciones de abandono y de
abertura a Dios que constituyen en los Sinópticos la fe anterior al milagro Mc
5,36 9,23 10,52, y sin las que Jesús está como impotente Mt 13,58. ¿Cómo serían
capaces de interpretar «los signos de los tiempos» Mt 16,3 esos hombres que,
como Israel en el desierto y no ha mucho Satán 4,3-7 sólo reclaman signos «para
poner a prueba a Jesús» 16,1 y prefieren atribuir sus exorcismos al demonio
antes que reconocerle un poder sobrenatural Mc 3,22.29s. Para corazones
endurecidos y cerrados a la palabra, los signos que la apoyan son
indescifrables.
Esta generación no tendrá otro signo
que el de Jonás Mt 12,39s: Jesús se da cita con sus adversarios para el día de
su resurrección, es decir, del signo más esplendente, pero también el más fácil
de atacar por los aficionados a la evidencia, ya que los medios de verificarlo
son únicamente indirectos (sepulcro vacío, apariciones a algunos: Mt 28,13ss Lc
24,11). Lo que será para la fe el supremo apoyo debe ser primero la suprema
prueba.
III.
EN LA IGLESIA
1.
Los hechos.
Este signo de la resurrección, cima
del nuevo éxodo (Jn 13,1), da a la Iglesia que nace de él la clave de la
historia anterior, e inaugura una nueva serie de signos que deben conducir a
los hombres a la fe que él mismo funda y anunciar la resurrección de los
muertos, plenitud de salvación que él mismo procura (1Cor 15,20-28; Rom 4,25).
2.
Iluminación pascual del Evangelio.
a. La resurrección descubre a la
Iglesia, que reserva en su kerigma y en su catequesis un lugar importante a los
signos anteriores, el pleno sentido de estos signos. Según el kerigma,
«acreditaban» a Jesús (Act 2,22) y manifestaban su bondad10.38: temas que
desarrollan los Sinópticos, atestiguando el progreso de la reflexión de la
Iglesia, cada uno en su propia línea. Por ejemplo, en el triple relato del
muchacho epiléptico se han descubierto intenciones diversas: (Lc 9,37-43) narra
sobre todo una maravilla de bondad; (Mt 17,14-21) se interesa por la
trascendencia de Jesús y por la parte de su poder que reciben los discípulos; (Mc
9,14-29) exalta el triunfo del dueño de la vida sobre Satán, en el marco de un
drama que esboza ya el simbolismo joánnico. Y todavía hay casos más inequívocos
de la nueva profundidad que adquieren así los episodios a la luz de pascua: en
la intención de los autores hay seguramente que comprender en su sentido más
rico la confesión de filiación divina a que conducen los milagros y contemplar
en algunos de ellos el esbozo de realidades eclesiales, como la eucaristía en
la multiplicación de los panes, el apostolado en la pesca milagrosa (Lc 5,1-11).
b. Juan va todavía más lejos. Sugiere
que los «signos», realizando el antiguo (Num 14,22) y anticipando «la hora» del
nuevo, manifestaban ya algo de la «gloria» (Jn 2,11 11,40) que se alzó en el
momento de «la elevación» de Jesús 17,5 y que es el resplandor del poder
salvífico que emana del Verbo encarnado 1,14. Cada uno de ellos, enlazado con
un discurso, pone de relieve un aspecto de este poder que purifica, perdona,
vivifica, ilumina, resucita 2,6 5,14 6,35 9,5 11,25; varios de ellos simbolizan
incluso los sacramentos (bautismo, eucaristía...), que distribuyen los efectos
de este poder en la Iglesia, rebasando los signos antiguos, tales como el maná
6,32,49s. Más aún: los milagros son obras que el Padre concede realizar al Hijo
5,36 para manifestar la unidad íntima del Hijo y del Padre 5,17 10,37s 14,9s.
El lector de Juan al contemplar los «signos» se ve movido a creer que Jesús es
Cristo, el Hijo de Dios, y a obtener así la vida 20,30s; pero al creyente
perfecto se le invita a elevarse todavía más alto: a ver en los «signos»
«obras» del Padre y del Hijo, y a ponerse así al nivel de las relaciones
trinitarias.
3.
El tiempo del Espíritu.
a. Puesto que Jesús está «con los
apóstoles» (Mt 28,20), nada tiene de extraño que éstos, a partir de los
diferentes milagros de pentecostés, renueven sus gestos salvadores (Act 3,1-10);
por lo demás, Jesús les había prometido este poder, casi institucional Mc
16,17s, y los había ejercitado en su uso (Mt 10,8).
Las dynameis (Pablo) que operan
manifiestan concretamente el poder salvífico (dynamis) de Jesús resucitado (Act
3,6.12.16; Rom 1,4) y conducen a los hombres a la fe acreditando a los heraldos
de la palabra evangélica (Mc 16,20; 1Cor 2,4). Aquí se afirma el nexo necesario
de los milagros con la palabra, y el doble aspecto de su finalidad, apologética
y salvífica. Aquí se muestra la jerarquía de los signos: la calidad de testigo
auricular Heb 2,3s, la constancia 2Cor 12,12, la seguridad y el desinterés (1Tes
2,2-12) de los misioneros van de la mano con «los signos y los prodigios» y
distinguen de los falsos profetas a los auténticos mensajeros de Dios (Act
8,9-2413,4-12); todo es producido por la fuerza del Espíritu Santo (1Tes 1,5;
1Cor 2,4; Rom 15,19).
b. Al principio de la Iglesia el
Espíritu otorgaba también milagros a la oración confiada (Mt 21,21s) (Sant
5,16ss) de ciertos fieles; carisma maravilloso (Jn 14,12), pero ordenado a los
dones superiores de enseñanza (1Cor 12,28s), y finalmente a la caridad,
maravilla suprema de la vida cristiana. Este don coexistía con los sacramentos,
que en parte ejercían la misma función (Mc 6,13 Sant 5,13ss), pero cuya
eficacia espiritual dejaba margen a signos que orientaban más directamente el espíritu
hacia la resurrección y la restauración entera de la creación (Rom 8,19-24; Ap
21,4).
Lo mismo sucede todavía hoy. Cierto
que ahora tiene ya el mundo, para moverse a creer, el multiforme milagro moral
de la Iglesia, visto sobre todo en el esplendor de sus santos, cuya caridad
heroica y unificante es el signo más seguro de la presencia divina (Jn 13,35
17,21). Pero no por ello faltan milagros físicos que, como en el AT y en el NT,
siguen orientando nuestras miradas hacia la palabra y el reino definitivo, suscitando
la conversión primera y las reconversiones (Mt 18,3), traduciendo el amor
divino en gestos vivos. Hoy como ayer, este lenguaje es incomprendido por el
espíritu soberbio o arreligioso; pero lo percibe el que, sabiendo que «nada es
imposible para Dios» (Gen 18,14=Lc 1,37), se abre a los requerimientos de la fe
y del amor, cuando el contexto religioso del hecho indica que Dios «ha hecho
señas».
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