El
Señor es bastante claro al decir "es necesario orar siempre y no
desfallecer" (Lc 18,1); "estad en vela, orando en todo tiempo para
que tengáis fuerza" (21,36). Y lo mismo nos mandaron los Apóstoles:
"Aplicáos asiduamente a la oración" (Rm 12,12), "perseverad
constantemente en la oración" (Col 3,2), "noche y día" (1Tes
3,10).
Pues bien ¿cómo podremos orar siempre?
Muchas prácticas privadas tradicionales nos ayudarán a ello: la repetición de
jaculatorias, la atención a la presencia de Dios, la ofrenda reiterada de
nuestras obras, las súplicas frecuentes ocasionadas por las mismas
circunstancias de la vida, la petición de perdón con ocasión de tantos pecados
nuestros o ajenos, las alabanzas y acciones de gracias "siempre y en todo
lugar"... Siempre y en todo lugar tenemos que avivar la llama de la
oración continua.
Una ojeada histórica es indispensable
no sólo para captar las grandes líneas evolutivas que han llevado a las formas
con que estamos familiarizados ahora, sino también para valorar la colocación
de la Liturgia de las Horas en el cuadro de la existencia y de la misión de la
Iglesia.
La historia de la Liturgia de las
Horas, como oración especifica de la Iglesia, tiene su arranque decisivo en el
ejemplo y el mandato de Cristo. De los evangelios se desprende que la oración
jalonaba toda la vida del Salvador, hasta el punto de formar el alma de su
ministerio mesiánico y de su éxodo pascual (OGLH 4). Además, está
explícitamente documentado su pensamiento sobre la Iglesia, comunidad de
oración (OGLH 5). Es lo que recibieron
plenamente los apóstoles y los primeros cristianos, que no sólo se hicieron eco
de los mandatos de orar siempre, dados por el divino Maestro, sino que
efectivamente perseveraron en la oración, así como en la escuela de la palabra,
juntamente con la celebración eucarística y de la comunión fraterna (OGLH 1).
Es convicción profundamente enraizada en la conciencia de la Iglesia que la
función horaria del oficio divino se remota fundamentalmente a la oración continua
recomendada y también practicada por Jesús. Y por la comunidad apostólica.
La historia de la Liturgia de las
Horas es compleja, porque durante muchos siglos gran cantidad de iglesias
locales y centros monásticos la organizaban de manera propia, y también porque
la documentación a menudo es demasiado insuficiente para reconstruir, al menos
en parte, la multitud de modelos que se crearon en el vasto panorama de las
comunidades occidentales y orientales. Común a todos era el ideal de la oración
horaria y su contenido simbólico, que se ampliaba a veces con el uso de los
cantos bíblicos y con las lecturas de las escrituras, pero no había una unidad
para el numero de tiempos de oración diaria, para la distribución cíclica de
los salmos y de eventuales lecturas bíblicas, para el recurso de himnos u otras fórmulas de extracción eclesiástica.
Además, existía una diferencia profunda entre el oficio celebrado en las
catedrales o en las iglesias parroquiales, llamado a veces catedralicio, y el
estrictamente monástico, que respondía a afanes ascéticos más elevados.
La comunidad apostólica observaba el
uso nacional de los hebreos de la triple oración, por la mañana, al mediodía y
por la tarde. Pero no se desconocía la oración nocturna (Lc 6,12; He 16,25).
A partir del siglo VI se difundió
mucho la costumbre de los cinco tiempos, recordada ya por tertuliano y por
otros: laudes, tercia, sexta, nona, vísperas. Sin embargos algunos ambientes
añadieron otros dos: prima, señalada para
Belén y otros lugares por Casiano y completas de las que habla el mismo Casiano y antes San Basilio.
Es frecuente también un tiempo
estrictamente nocturno, colocado y configurado de forma diferente. En la
multiplicidad de esquemas, entre los que algunos alcanzaban extremos de doce
tiempos de oración e incluso más, y otros que se limitaban sólo a la mañana y
la tarde, se hizo común el de ocho tiempos, correspondientes a los siguientes
oficios: nocturnos, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas, completas,
aunque las fuentes siguen hablando a veces de siete horas, en atención al salmo
118, 164 “Siete veces al día te cerebro”. Por respeto a este número simbólico,
algunos no hacían entrar en la cuenta los nocturnos, como San Benito (Reg 16),
o consideraban una las dos horas de nocturnos y laudes, por ejemplo Casiano.
Uno de los vehículos más determinantes
para la divulgación del sistema octonario en Occidente fue la Regla de San
Benito, que recibió amplia difusión a partir del siglo VIII. El número
permaneció en el oficio romano hasta el Vaticano II que suprimió la hora prima.
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